MENSAJE
DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA
LA CELEBRACIÓN DE LA XLIX JORNADA
MUNDIAL DE LA PAZ (1º DE ENERO DE 2016)
Vence la indiferencia y conquista la paz
1. Dios no es
indiferente. A Dios le importa la humanidad, Dios no la abandona.
Al comienzo del nuevo año, quisiera
acompañar con esta profunda convicción los mejores deseos de abundantes
bendiciones y de paz, en el signo de la esperanza, para el futuro de cada
hombre y cada mujer, de cada familia, pueblo y nación del mundo, así como para
los Jefes de Estado y de Gobierno y de los Responsables de las religiones. Por
tanto, no perdamos la esperanza de que 2016 nos encuentre a todos firme y
confiadamente comprometidos, en realizar la justicia y trabajar por la paz en
los diversos ámbitos. Sí, la paz es don de Dios y obra de los hombres. La paz
es don de Dios, pero confiado a todos los hombres y a todas las mujeres,
llamados a llevarlo a la práctica.
Custodiar las razones de la esperanza
2. Las guerras y los atentados
terroristas, con sus trágicas consecuencias, los secuestros de personas, las
persecuciones por motivos étnicos o religiosos, las prevaricaciones, han
marcado de hecho el año pasado, de principio a fin, multiplicándose
dolorosamente en muchas regiones del mundo, hasta asumir las formas de la que
podría llamar una «tercera guerra mundial en fases». Pero algunos
acontecimientos de los años pasados y del año apenas concluido me invitan, en
la perspectiva del nuevo año, a renovar la exhortación a no perder la esperanza
en la capacidad del hombre de superar el mal, con la gracia de Dios, y a no
caer en la resignación y en la indiferencia. Los acontecimientos a los que me
refiero representan la capacidad de la humanidad de actuar con solidaridad, más
allá de los intereses individualistas, de la apatía y de la indiferencia ante
las situaciones críticas.
Quisiera recordar entre dichos
acontecimientos el esfuerzo realizado para favorecer el encuentro de los
líderes mundiales en el ámbito de la COP 21, con la finalidad de buscar nuevas
vías para afrontar los cambios climáticos y proteger el bienestar de la Tierra,
nuestra casa común. Esto nos remite a dos eventos precedentes de carácter
global: La Conferencia Mundial de Addis Abeba para recoger fondos con el
objetivo de un desarrollo sostenible del mundo, y la adopción por parte de las
Naciones Unidas de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, con el
objetivo de asegurar para ese año una existencia más digna para todos, sobre
todo para las poblaciones pobres del planeta.
El año 2015 ha sido también especial
para la Iglesia, al haberse celebrado el 50 aniversario de la publicación de
dos documentos del Concilio Vaticano II que expresan de modo muy elocuente el
sentido de solidaridad de la Iglesia con el mundo. El papa Juan XXIII, al
inicio del Concilio, quiso abrir de par en par las ventanas de la Iglesia para
que fuese más abierta la comunicación entre ella y el mundo. Los dos
documentos, Nostra aetate y Gaudium et spes, son
expresiones emblemáticas de la nueva relación de diálogo, solidaridad y
acompañamiento que la Iglesia pretendía introducir en la humanidad. En la
Declaración Nostra aetate, la Iglesia ha sido llamada a abrirse al
diálogo con las expresiones religiosas no cristianas. En la Constitución
pastoral Gaudium et spes, desde el momento que «los gozos y las
esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo,
sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas,
tristezas y angustias de los discípulos de Cristo», la Iglesia deseaba instaurar
un diálogo con la familia humana sobre los problemas del mundo, como signo de
solidaridad y de respetuoso afecto.
En esta misma perspectiva, con el
Jubileo de la Misericordia, deseo invitar a la Iglesia a rezar y trabajar para
que todo cristiano pueda desarrollar un corazón humilde y compasivo, capaz de
anunciar y testimoniar la misericordia, de «perdonar y de dar», de
abrirse «a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales,
que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea», sin caer «en la
indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide
descubrir la novedad, en el cinismo que destruye».
Hay muchas razones para creer en la
capacidad de la humanidad que actúa conjuntamente en solidaridad, en el
reconocimiento de la propia interconexión e interdependencia, preocupándose por
los miembros más frágiles y la protección del bien común. Esta actitud de
corresponsabilidad solidaria está en la raíz de la vocación fundamental a la
fraternidad y a la vida común. La dignidad y las relaciones interpersonales nos
constituyen como seres humanos, queridos por Dios a su imagen y semejanza. Como
creaturas dotadas de inalienable dignidad, nosotros existimos en relación con
nuestros hermanos y hermanas, ante los que tenemos una responsabilidad y con
los cuales actuamos en solidaridad. Fuera de esta relación, seríamos menos
humanos. Precisamente por eso, la indiferencia representa una amenaza para la
familia humana. Cuando nos encaminamos por un nuevo año, deseo invitar a todos
a reconocer este hecho, para vencer la indiferencia y conquistar la paz.
Algunas formas de indiferencia
3. Es cierto que la actitud del
indiferente, de quien cierra el corazón para no tomar en consideración a los
otros, de quien cierra los ojos para no ver aquello que lo circunda o se evade
para no ser tocado por los problemas de los demás, caracteriza una tipología
humana bastante difundida y presente en cada época de la historia. Pero en
nuestros días, esta tipología ha superado decididamente el ámbito individual
para asumir una dimensión global y producir el fenómeno de la «globalización de
la indiferencia».
La primera forma de indiferencia en la
sociedad humana es la indiferencia ante Dios, de la cual brota también la
indiferencia ante el prójimo y ante lo creado. Esto es uno de los graves
efectos de un falso humanismo y del materialismo práctico, combinados con un
pensamiento relativista y nihilista. El hombre piensa ser el autor de sí mismo,
de la propia vida y de la sociedad; se siente autosuficiente; busca no sólo
reemplazar a Dios, sino prescindir completamente de él. Por consiguiente, cree
que no debe nada a nadie, excepto a sí mismo, y pretende tener sólo derechos.
Contra esta autocomprensión errónea de la persona, Benedicto XVI recordaba que
ni el hombre ni su desarrollo son capaces de darse su significado último por sí
mismo; y, precedentemente, Pablo VI había afirmado que «no hay, pues, más que
un humanismo verdadero que se abre a lo Absoluto, en el reconocimiento de una
vocación, que da la idea verdadera de la vida humana».
La indiferencia ante el prójimo asume
diferentes formas. Hay quien está bien informado, escucha la radio, lee los
periódicos o ve programas de televisión, pero lo hace de manera frívola, casi
por mera costumbre: estas personas conocen vagamente los dramas que afligen a
la humanidad pero no se sienten comprometidas, no viven la compasión. Esta es
la actitud de quien sabe, pero tiene la mirada, la mente y la acción dirigida
hacia sí mismo. Desgraciadamente, debemos constatar que el aumento de las
informaciones, propias de nuestro tiempo, no significa de por sí un aumento de
atención a los problemas, si no va acompañado por una apertura de las
conciencias en sentido solidario. Más aún, esto puede comportar una cierta
saturación que anestesia y, en cierta medida, relativiza la gravedad de los
problemas. «Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a los
países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y pretenden
encontrar la solución en una “educación” que los tranquilice y los convierta en
seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los
excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente
arraigada en muchos países —en sus gobiernos, empresarios e instituciones—,
cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes».
La indiferencia se manifiesta en otros
casos como falta de atención ante la realidad circunstante, especialmente la
más lejana. Algunas personas prefieren no buscar, no informarse y viven su
bienestar y su comodidad indiferentes al grito de dolor de la humanidad que
sufre. Casi sin darnos cuenta, nos hemos convertido en incapaces de sentir
compasión por los otros, por sus dramas; no nos interesa preocuparnos de ellos,
como si aquello que les acontece fuera una responsabilidad que nos es ajena,
que no nos compete. «Cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos
de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus
problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces
nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto,
y me olvido de quienes no están bien».
Al vivir en una casa común, no podemos
dejar de interrogarnos sobre su estado de salud, como he intentado hacer en la Laudato
si’. La contaminación de las aguas y del aire, la explotación
indiscriminada de los bosques, la destrucción del ambiente, son a menudo fruto
de la indiferencia del hombre respecto a los demás, porque todo está
relacionado. Como también el comportamiento del hombre con los animales influye
sobre sus relaciones con los demás, por no hablar de quien se permite hacer en
otra parte aquello que no osa hacer en su propia casa.
En estos y en otros casos, la
indiferencia provoca sobre todo cerrazón y distanciamiento, y termina de este
modo contribuyendo a la falta de paz con Dios, con el prójimo y con la
creación.
La paz amenazada por la indiferencia
globalizada
4. La indiferencia ante Dios supera la
esfera íntima y espiritual de cada persona y alcanza a la esfera pública y
social. Como afirmaba Benedicto XVI, «existe un vínculo íntimo entre la
glorificación de Dios y la paz de los hombres sobre la tierra». En efecto, «sin
una apertura a la trascendencia, el hombre cae fácilmente presa del
relativismo, resultándole difícil actuar de acuerdo con la justicia y trabajar
por la paz». El olvido y la negación de Dios, que llevan al hombre a no
reconocer alguna norma por encima de sí y a tomar solamente a sí mismo como
norma, han producido crueldad y violencia sin medida.
En el plano individual y comunitario,
la indiferencia ante el prójimo, hija de la indiferencia ante Dios, asume el
aspecto de inercia y despreocupación, que alimenta el persistir de situaciones
de injusticia y grave desequilibrio social, los cuales, a su vez, pueden
conducir a conflictos o, en todo caso, generar un clima de insatisfacción que corre
el riesgo de terminar, antes o después, en violencia e inseguridad.
En este sentido la indiferencia, y la
despreocupación que se deriva, constituyen una grave falta al deber que tiene
cada persona de contribuir, en la medida de sus capacidades y del papel que
desempeña en la sociedad, al bien común, de modo particular a la paz, que es
uno de los bienes más preciosos de la humanidad.
Cuando afecta al plano institucional,
la indiferencia respecto al otro, a su dignidad, a sus derechos fundamentales y
a su libertad, unida a una cultura orientada a la ganancia y al hedonismo,
favorece, y a veces justifica, actuaciones y políticas que terminan por
constituir amenazas a la paz. Dicha actitud de indiferencia puede llegar
también a justificar algunas políticas económicas deplorables, premonitoras de
injusticias, divisiones y violencias, con vistas a conseguir el bienestar
propio o el de la nación. En efecto, no es raro que los proyectos económicos y
políticos de los hombres tengan como objetivo conquistar o mantener el poder y
la riqueza, incluso a costa de pisotear los derechos y las exigencias
fundamentales de los otros. Cuando las poblaciones se ven privadas de sus
derechos elementares, como el alimento, el agua, la asistencia sanitaria o el
trabajo, se sienten tentadas a tomárselos por la fuerza.
Además, la indiferencia respecto al
ambiente natural, favoreciendo la deforestación, la contaminación y las
catástrofes naturales que desarraigan comunidades enteras de su ambiente de
vida, forzándolas a la precariedad y a la inseguridad, crea nuevas pobrezas,
nuevas situaciones de injusticia de consecuencias a menudo nefastas en términos
de seguridad y de paz social. ¿Cuántas guerras ha habido y cuántas se
combatirán aún a causa de la falta de recursos o para satisfacer a la
insaciable demanda de recursos naturales?
De la indiferencia a la misericordia:
la conversión del corazón
5. Hace un año, en el Mensaje
para la Jornada Mundial de la Paz «no más esclavos, sino hermanos», me
referí al primer icono bíblico de la fraternidad humana, la de Caín y Abel (cf. Gn 4,1-16),
y lo hice para llamar la atención sobre el modo en que fue traicionada esta
primera fraternidad. Caín y Abel son hermanos. Provienen los dos del mismo
vientre, son iguales en dignidad, y creados a imagen y semejanza de Dios; pero
su fraternidad creacional se rompe. «Caín, además de no soportar a su hermano
Abel, lo mata por envidia cometiendo el primer fratricidio».
El fratricidio se convierte en
paradigma de la traición, y el rechazo por parte de Caín a la fraternidad de
Abel es la primera ruptura de las relaciones de hermandad, solidaridad y
respeto mutuo.
Dios interviene entonces para llamar al
hombre a la responsabilidad ante su semejante, como hizo con Adán y Eva, los
primeros padres, cuando rompieron la comunión con el Creador. «El Señor dijo a
Caín: “Dónde está Abel, tu hermano? Respondió Caín: “No sé; ¿soy yo el guardián
de mi hermano?”. El Señor le replicó: ¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano
me está gritando desde el suelo”» (Gn 4,9-10).
Caín dice que no sabe lo que le ha
sucedido a su hermano, dice que no es su guardián. No se siente responsable de
su vida, de su suerte. No se siente implicado. Es indiferente ante su hermano,
a pesar de que ambos estén unidos por el mismo origen. ¡Qué tristeza! ¡Qué
drama fraterno, familiar, humano! Esta es la primera manifestación de la
indiferencia entre hermanos. En cambio, Dios no es indiferente: la sangre de
Abel tiene gran valor ante sus ojos y pide a Caín que rinda cuentas de ella.
Por tanto, Dios se revela desde el inicio de la humanidad como Aquel que se
interesa por la suerte del hombre. Cuando más tarde los hijos de Israel están
bajo la esclavitud en Egipto, Dios interviene nuevamente. Dice a Moisés: «He
visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los
opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a liberarlo de los egipcios, a
sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra
que mana leche y miel» (Ex 3,7-8). Es importante destacar los
verbos que describen la intervención de Dios: Él ve, oye, conoce, baja, libera.
Dios no es indiferente. Está atento y actúa.
Del mismo modo, Dios, en su Hijo Jesús,
ha bajado entre los hombres, se ha encarnado y se ha mostrado solidario con la
humanidad en todo, menos en el pecado. Jesús se identificaba con la humanidad:
«el primogénito entre muchos hermanos» (Rm8,29). Él no se
limitaba a enseñar a la muchedumbre, sino que se preocupaba de ella,
especialmente cuando la veía hambrienta (cf.Mc 6,34-44) o
desocupada (cf. Mt 20,3). Su mirada no estaba dirigida
solamente a los hombres, sino también a los peces del mar, a las aves del
cielo, a las plantas y a los árboles, pequeños y grandes: abrazaba a toda la
creación. Ciertamente, él ve, pero no se limita a esto, puesto que toca a las
personas, habla con ellas, actúa en su favor y hace el bien a quien se
encuentra en necesidad. No sólo, sino que se deja conmover y llora (cf. Jn 11,33-44).
Y actúa para poner fin al sufrimiento, a la tristeza, a la miseria y a la
muerte.
Jesús nos enseña a ser misericordiosos
como el Padre (cf. Lc 6,36). En la parábola del buen
samaritano (cf. Lc 10,29-37) denuncia la omisión de ayuda
frente a la urgente necesidad de los semejantes: «lo vio y pasó de largo» (cf. Lc 6,31.32).
De la misma manera, mediante este ejemplo, invita a sus oyentes, y en
particular a sus discípulos, a que aprendan a detenerse ante los sufrimientos
de este mundo para aliviarlos, ante las heridas de los demás para curarlas, con
los medios que tengan, comenzando por el propio tiempo, a pesar de tantas
ocupaciones. En efecto, la indiferencia busca a menudo pretextos: el
cumplimiento de los preceptos rituales, la cantidad de cosas que hay que hacer,
los antagonismos que nos alejan los unos de los otros, los prejuicios de todo
tipo que nos impiden hacernos prójimo.
La misericordia es el corazón de Dios.
Por ello debe ser también el corazón de todos los que se reconocen miembros de
la única gran familia de sus hijos; un corazón que bate fuerte allí donde la
dignidad humana —reflejo del rostro de Dios en sus creaturas— esté en juego.
Jesús nos advierte: el amor a los demás —los extranjeros, los enfermos, los
encarcelados, los que no tienen hogar, incluso los enemigos— es la medida con
la que Dios juzgará nuestras acciones. De esto depende nuestro destino eterno.
No es de extrañar que el apóstol Pablo invite a los cristianos de Roma a
alegrarse con los que se alegran y a llorar con los que lloran (cf. Rm12,15),
o que aconseje a los de Corinto organizar colectas como signo de solidaridad con
los miembros de la Iglesia que sufren (cf.1 Co 16,2-3). Y san Juan
escribe: «Si uno tiene bienes del mundo y, viendo a su hermano en necesidad, le
cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios?» (1 Jn 3,17;
cf. St 2,15-16).
Por eso «es determinante para la
Iglesia y para la credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en
primera persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir
misericordia para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a
reencontrar el camino de vuelta al Padre. La primera verdad de la Iglesia es el
amor de Cristo. De este amor, que llega hasta el perdón y al don de sí, la
Iglesia se hace sierva y mediadora ante los hombres. Por tanto, donde la
Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. En
nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, en
fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un
oasis de misericordia».
También nosotros estamos llamados a que
el amor, la compasión, la misericordia y la solidaridad sean nuestro verdadero
programa de vida, un estilo de comportamiento en nuestras relaciones de los
unos con los otros. Esto pide la conversión del corazón: que la gracia de Dios
transforme nuestro corazón de piedra en un corazón de carne (cf. Ez 36,26),
capaz de abrirse a los otros con auténtica solidaridad. Esta es mucho más que
un «sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o
lejanas». La solidaridad «es la determinación firme y perseverante de empeñarse
por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos
seamos verdaderamente responsables de todos», porque la compasión surge de la
fraternidad.
Así entendida, la solidaridad
constituye la actitud moral y social que mejor responde a la toma de conciencia
de las heridas de nuestro tiempo y de la innegable interdependencia que aumenta
cada vez más, especialmente en un mundo globalizado, entre la vida de la
persona y de su comunidad en un determinado lugar, así como la de los demás
hombres y mujeres del resto del mundo.
Promover una cultura de solidaridad y
misericordia para vencer la indiferencia
6. La solidaridad como virtud moral y
actitud social, fruto de la conversión personal, exige el compromiso de todos
aquellos que tienen responsabilidades educativas y formativas.
En primer lugar me dirijo a las
familias, llamadas a una misión educativa primaria e imprescindible. Ellas
constituyen el primer lugar en el que se viven y se transmiten los valores del
amor y de la fraternidad, de la convivencia y del compartir, de la atención y
del cuidado del otro. Ellas son también el ámbito privilegiado para la
transmisión de la fe desde aquellos primeros simples gestos de devoción que las
madres enseñan a los hijos.
Los educadores y los formadores que, en
la escuela o en los diferentes centros de asociación infantil y juvenil, tienen
la ardua tarea de educar a los niños y jóvenes, están llamados a tomar
conciencia de que su responsabilidad tiene que ver con las dimensiones morales,
espirituales y sociales de la persona. Los valores de la libertad, del respeto
recíproco y de la solidaridad se transmiten desde la más tierna infancia.
Dirigiéndose a los responsables de las instituciones que tienen
responsabilidades educativas, Benedicto XVI afirmaba: «Que todo ambiente
educativo sea un lugar de apertura al otro y a lo transcendente; lugar de
diálogo, de cohesión y de escucha, en el que el joven se sienta valorado en sus
propias potencialidades y riqueza interior, y aprenda a apreciar a los
hermanos. Que enseñe a gustar la alegría que brota de vivir día a día la caridad
y la compasión por el prójimo, y de participar activamente en la construcción
de una sociedad más humana y fraterna».
Quienes se dedican al mundo de la
cultura y de los medios de comunicación social tienen también una
responsabilidad en el campo de la educación y la formación, especialmente en la
sociedad contemporánea, en la que el acceso a los instrumentos de formación y
de comunicación está cada vez más extendido. Su cometido es sobre todo el de
ponerse al servicio de la verdad y no de intereses particulares. En efecto, los
medios de comunicación «no sólo informan, sino que también forman el espíritu
de sus destinatarios y, por tanto, pueden dar una aportación notable a la
educación de los jóvenes. Es importante tener presente que los lazos entre
educación y comunicación son muy estrechos: en efecto, la educación se produce
mediante la comunicación, que influye positiva o negativamente en la formación
de la persona». Quienes se ocupan de la cultura y los medios deberían también
vigilar para que el modo en el que se obtienen y se difunden las informaciones
sea siempre jurídicamente y moralmente lícito.
La paz: fruto de una cultura de solidaridad,
misericordia y compasión
7. Conscientes de la amenaza de la
globalización de la indiferencia, no podemos dejar de reconocer que, en el
escenario descrito anteriormente, se dan también numerosas iniciativas y
acciones positivas que testimonian la compasión, la misericordia y la
solidaridad de las que el hombre es capaz.
Quisiera recordar algunos ejemplos de
actuaciones loables, que demuestran cómo cada uno puede vencer la indiferencia
si no aparta la mirada de su prójimo, y que constituyen buenas prácticas en el
camino hacia una sociedad más humana.
Hay muchas organizaciones no
gubernativas y asociaciones caritativas dentro de la Iglesia, y fuera de ella,
cuyos miembros, con ocasión de epidemias, calamidades o conflictos armados,
afrontan fatigas y peligros para cuidar a los heridos y enfermos, como también
para enterrar a los difuntos. Junto a ellos, deseo mencionar a las personas y a
las asociaciones que ayudan a los emigrantes que atraviesan desiertos y surcan
los mares en busca de mejores condiciones de vida. Estas acciones son obras de
misericordia, corporales y espirituales, sobre las que seremos juzgados al
término de nuestra vida.
Me dirijo también a los periodistas y
fotógrafos que informan a la opinión pública sobre las situaciones difíciles
que interpelan las conciencias, y a los que se baten en defensa de los derechos
humanos, sobre todo de las minorías étnicas y religiosas, de los pueblos
indígenas, de las mujeres y de los niños, así como de todos aquellos que viven
en condiciones de mayor vulnerabilidad. Entre ellos hay también muchos
sacerdotes y misioneros que, como buenos pastores, permanecen junto a sus
fieles y los sostienen a pesar de los peligros y dificultades, de modo
particular durante los conflictos armados.
Además, numerosas familias, en medio de
tantas dificultades laborales y sociales, se esfuerzan concretamente en educar
a sus hijos «contracorriente», con tantos sacrificios, en los valores de la
solidaridad, la compasión y la fraternidad. Muchas familias abren sus corazones
y sus casas a quien tiene necesidad, como los refugiados y los emigrantes.
Deseo agradecer particularmente a todas las personas, las familias, las
parroquias, las comunidades religiosas, los monasterios y los santuarios, que
han respondido rápidamente a mi llamamiento a acoger una familia de refugiados.
Por último, deseo mencionar a los
jóvenes que se unen para realizar proyectos de solidaridad, y a todos aquellos
que abren sus manos para ayudar al prójimo necesitado en sus ciudades, en su
país o en otras regiones del mundo. Quiero agradecer y animar a todos aquellos
que se trabajan en acciones de este tipo, aunque no se les dé publicidad: su
hambre y sed de justicia será saciada, su misericordia hará que encuentren
misericordia y, como trabajadores de la paz, serán llamados hijos de Dios (cf. Mt 5,6-9).
La paz en el signo del Jubileo de la
Misericordia
8. En el espíritu del Jubileo de la
Misericordia, cada uno está llamado a reconocer cómo se manifiesta la
indiferencia en la propia vida, y a adoptar un compromiso concreto para
contribuir a mejorar la realidad donde vive, a partir de la propia familia, de
su vecindario o el ambiente de trabajo.
Los Estados están llamados también a
hacer gestos concretos, actos de valentía para con las personas más frágiles de
su sociedad, como los encarcelados, los emigrantes, los desempleados y los
enfermos.
Por lo que se refiere a los detenidos,
en muchos casos es urgente que se adopten medidas concretas para mejorar las
condiciones de vida en las cárceles, con una atención especial para quienes
están detenidos en espera de juicio, teniendo en cuenta la finalidad
reeducativa de la sanción penal y evaluando la posibilidad de introducir en las
legislaciones nacionales penas alternativas a la prisión. En este contexto,
deseo renovar el llamamiento a las autoridades estatales para abolir la pena de
muerte allí donde está todavía en vigor, y considerar la posibilidad de una
amnistía.
Respecto a los emigrantes, quisiera
dirigir una invitación a repensar las legislaciones sobre los emigrantes, para
que estén inspiradas en la voluntad de acogida, en el respeto de los recíprocos
deberes y responsabilidades, y puedan facilitar la integración de los
emigrantes. En esta perspectiva, se debería prestar una atención especial a las
condiciones de residencia de los emigrantes, recordando que la clandestinidad
corre el riesgo de arrastrarles a la criminalidad.
Deseo, además, en este Año jubilar,
formular un llamamiento urgente a los responsables de los Estados para hacer
gestos concretos en favor de nuestros hermanos y hermanas que sufren por la
falta de trabajo, tierra y techo. Pienso en la creación de puestos
de trabajo digno para afrontar la herida social de la desocupación, que afecta
a un gran número de familias y de jóvenes y tiene consecuencias gravísimas
sobre toda la sociedad. La falta de trabajo incide gravemente en el sentido de
dignidad y en la esperanza, y puede ser compensada sólo parcialmente por los
subsidios, si bien necesarios, destinados a los desempleados y a sus familias.
Una atención especial debería ser dedicada a las mujeres —desgraciadamente
todavía discriminadas en el campo del trabajo— y a algunas categorías de
trabajadores, cuyas condiciones son precarias o peligrosas y cuyas
retribuciones no son adecuadas a la importancia de su misión social.
Por último, quisiera invitar a realizar
acciones eficaces para mejorar las condiciones de vida de los enfermos,
garantizando a todos el acceso a los tratamientos médicos y a los medicamentos
indispensables para la vida, incluida la posibilidad de atención domiciliaria.
Los responsables de los Estados,
dirigiendo la mirada más allá de las propias fronteras, también están llamados
e invitados a renovar sus relaciones con otros pueblos, permitiendo a todos una
efectiva participación e inclusión en la vida de la comunidad internacional,
para que se llegue a la fraternidad también dentro de la familia de las
naciones.
En esta perspectiva, deseo dirigir un
triple llamamiento para que se evite arrastrar a otros pueblos a conflictos o
guerras que destruyen no sólo las riquezas materiales, culturales y sociales,
sino también —y por mucho tiempo— la integridad moral y espiritual; para abolir
o gestionar de manera sostenible la deuda internacional de los Estados más
pobres; para la adoptar políticas de cooperación que, más que doblegarse a las
dictaduras de algunas ideologías, sean respetuosas de los valores de las
poblaciones locales y que, en cualquier caso, no perjudiquen el derecho
fundamental e inalienable de los niños por nacer.
Confío estas reflexiones, junto con los mejores
deseos para el nuevo año, a la intercesión de María Santísima, Madre atenta a
las necesidades de la humanidad, para que nos obtenga de su Hijo Jesús,
Príncipe de la Paz, el cumplimento de nuestras súplicas y la bendición de
nuestro compromiso cotidiano en favor de un mundo fraterno y solidario.