El 15 de octubre de 1984 le
otorgan el Premio Nobel de Medicina al
científico argentino César Milstein.
Biografía de César Milstein: Nació en Bahía Blanca
en la provincia de Buenos Aires, el 8 de octubre de 1927 y es considerado uno
de los científicos argentinos de mayor prestigio a nivel internacional. En 1984
obtuvo el Premio Nobel de Medicina y Farmacología por sus trabajos para
perfeccionar el sistema de defensa inmunológica con el que naturalmente cuentan
los seres humanos; donde permaneció hasta 1945, cuando se trasladó a la Capital Federal
para estudiar en la
Universidad de Buenos Aires y cuatro años más tarde, en 1956,
recibir su doctorado en Química y un premio especial por parte de la Sociedad Bioquímica
Argentina.
En 1957 se presentó y fue seleccionado
por concurso para desempeñarse como investigador en el Instituto Nacional de
Microbiología Carlos Malbrán, que atravesaba por entonces una época de
esplendor de la mano de su director, Ignacio Pirosky. Al poco tiempo de haber
ingresado a dicho Instituto, Milstein partió rumbo a Cambridge, Inglaterra,
beneficiado por una beca. El lugar elegido era nada menos que el Medical Center
Research, uno de los centros científicos mundialmente reconocidos por su
excelencia, y donde trabajaba Frederick Sanger - Premio Nobel de física catorce
años más tarde-, que fue su director de investigaciones. Una vez concluida la
beca, las autoridades de aquel centro de investigaciones solicitaron a Buenos
Aires una prórroga por dos años más, que fue aceptada de inmediato por las
autoridades del Malbrán.
Al volver a la Argentina, en 1961,
Milstein fue nombrado jefe del recientemente creado Departamento de Biología
Molecular del Instituto Malbrán. En el desempeño de este cargo, además de
dedicarse al trabajo propiamente científico, quiso servir al mantenimiento
físico del propio Instituto Malbrán, fabricando él mismo parte del mobiliario
que se necesitaba para llevar a cabo las distintas prácticas, o reciclando
muebles viejos y ya inservibles; obviamente, las dificultades presupuestarias
se relacionaban en forma directa con este hecho.
Tras el golpe militar de 1962, el
instituto Malbrán fue intervenido y el trabajo de Milstein, perjudicado:
diversos inconvenientes político-institucionales, que incluyeron numerosas
cesantías, perturbaron a su equipo en la etapa crucial de un programa de
estudios muy avanzados para el contexto de entonces, incluso a nivel mundial.
Milstein era uno de los que no había sido directamente damnificado, aunque ya
estaba cansado de las gestiones y las estratagemas, de las intrigas y de los
comentarios a hurtadillas: todo esto le sacaba la energía que deseaba dedicar a
sus actividades científicas. Y así, Milstein y su esposa hicieron las valijas y
partieron, otra vez, rumbo a Gran Bretaña. En 1964 estaba nuevamente en el
Medical Research Council de Cambridge, y fue durante ese mismo año que
consiguió los primeros resultados que dos décadas más tarde lo harían merecedor
del Premio Nobel de Medicina.
Hacia fines del siglo XIX, se
logró establecer que los principales causantes de las enfermedades son
microorganismos (virus y bacterias). Poco después se lograron identificar una
serie de elementos minúsculos que viajaban por el torrente sanguíneo
persiguiendo a las bacterias, a los virus -ambos agentes infecciosos provenientes
del ambiente exterior-, e incluso a pequeñas porciones celulares pertenecientes
al propio organismo. Esta resistencia natural que todos los seres humanos
llevan consigo sería muchos años más tarde rebautizada con el nombre de respuesta inmunitaria del organismo.
Los principales protagonistas de
la lucha son, por el lado del organismo humano, las células macrófagas, los
comúnmente conocidos como anticuerpos, denominadas "T helper" o
cooperadoras, y las "T killer" o asesinas. Estas clases de conformaciones
celulares deberán vérselas con el antígeno (el agente extraño que se introduce
en el cuerpo y desata la respuesta inmune). No siempre el sistema inmune
triunfa, y hay veces en que los microorganismos se salen con la suya, burlando
al sistema inmunológico y ocasionándole al individuo una serie de trastornos
orgánicos que pueden llevarlo a la muerte.
Al cabo de siglos, los
microorganismos han demostrado ser buenos conocedores de las grietas que ofrecen
este sistema defensivo, y lo suficientemente sagaces como para
desaprovecharlas.
Las células T llamadas T helper o
cooperadoras, se encargan de reconocer y codificar las propiedades del invasor
y luego dejan el campo a otro tipo de células, las "T killer"
(asesinas), que serán las encargadas de destruir al virus o bacteria. Esta
operación se repite cuantas veces sea necesario, hasta vencer al último de los
microorganismos.
Una vez destruido el antígeno, o
agente invasor, la información correspondiente queda archivada en el sistema
inmunológico, de modo que el organismo quede bien pertrechado para una posible
segunda incursión. Las especialistas en este trabajo son las llamadas "T
memoria", otra variedad que se encarga de acumular, procesar y clasificar
información de modo que el organismo pueda responder de inmediato a un nuevo
ataque sin necesidad de tener que atravesar todas y cada una de las etapas del
proceso anterior.
Aunque estos procesos se producen
todos los días, a toda hora y en cualquier lugar sin que nadie tome debida
nota, en más de una ocasión provocan malestares de índole variada, dolores,
debilidad repentina, e incluso pueden dejar de por vida huellas visibles sobre
la propia conformación de la piel. Esto es, ni más ni menos, lo que ocurre
cuando las personas enferman.
El período que corresponde al
desarrollo de las hostilidades entre el antígeno invasor y el sistema inmune,
coincide con el tiempo que transcurre desde el momento en que se incuba la
enfermedad, hasta que ésta se rinde ante las defensas inmunológicas. Cuando la
primacía entre los bandos no está bien definida, es el momento en que las
vacunas y los antibióticos empiezan a jugar un rol decisivo dentro del
organismo.
En la mayoría de los casos, la
función que cumplen las vacunas es la de incentivar al sistema inmunológico
para que fabrique con un margen de tiempo razonable los anticuerpos necesarios
para posibilitar que las posibles invasiones sean detenidas en la frontera que
separa el cuerpo humano del mundo externo.
A pesar de que el mecanismo de
respuesta inmunitaria no ha sido totalmente aclarado por la ciencia, en 1940
Pauling sugirió una teoría según la cual el organismo poseería una proteína
capaz de amoldarse a cualquier agente invasor. Si esta suposición es correcta,
los anticuerpos específicos que naturalmente fabrica el cuerpo humano serían
algo así como trajes especialmente diseñados para determinadas ocasiones,
aunque sin una medida uniforme, cuyos talles, sizas y anchos de manga habrán de
confeccionarse en el momento de la acción. Como las poblaciones de células defensoras
están integradas por una clase variada de anticuerpos que se hallan
naturalmente capacitadas para atacar distintos puntos del antígeno invasor, han
sido denominados policlonales.
El sistema tiene sus bemoles, tal
como sucede habitualmente con cualquier sistema, y particularmente con los
sistemas defensivos. Su flanco débil está dado precisamente por su gran
capacidad de adaptación: esto constituye una limitación para el sistema
inmunológico, puesto que por esa misma razón carecen de la afinidad necesaria
como para enfrentarse con los agentes invasores de una forma contundente. En
determinados casos, la falta de especificidad de los anticuerpos policlonales
es comparable a la supuesta virtud de aquellos jugadores de fútbol que tienen
la capacidad de amoldarse a cualquier puesto, pero que en realidad terminan por
no jugar del todo bien en ninguno. Claro que esto sólo queda evidenciado cuando
el rival que tienen enfrente resulta superior.
Hace varias décadas que la
ciencia aplicada viene intentando con diferente fortuna fabricar líneas de
anticuerpos puros en forma artificial, es decir, inmunosueros capaces de
detectar y enfrentarse a una parte específica del antígeno con la esperanza de
poder vencerlo. Para Milstein, esta posibilidad se fue convirtiendo de a poco
en una obsesión que llevó consigo durante años, hasta que finalmente pudo
convertirla en hipótesis, primero, y en un logro concreto, después, en los
laboratorios de Cambridge y en colaboración con su colega George Köehler.
Milstein y Köehler debieron
ingeniárselas entre 1973 y 1975 para lograr configurar los llamados anticuerpos
monoclonales, de una pureza máxima, y por lo tanto mayor eficacia en cuanto a
la detección y posible curación de enfermedades.
El gran hallazgo que le valió a
Milstein el Premio Nobel produjo una revolución en el proceso de reconocimiento
y lectura de las células y de moléculas extrañas al sistema inmunológico. Los
anticuerpos monoclonales pueden dirigirse contra un blanco específico y tienen
por lo tanto una enorme diversidad de aplicaciones en diagnósticos,
tratamientos oncológicos, en la producción de vacunas y en campos de la
industria y la biotecnología.
En cuanto a sus posibilidades de
diagnosis para la realización de trasplantes, el uso de los monoclonales
permitiría establecer el grado de afinidad entre los órganos y el organismo
receptor, de tal modo de diagnosticar de antemano si el órgano trasplantado
sufrirá o no rechazo.
En 1983, Cesar Milstein se
convirtió en Jefe y Director de la
División de Química de Proteínas y Ácidos Nucleicos de la Universidad de
Cambridge.
Para entonces, Inglaterra lo
había adoptado como ciudadano y científico, por lo que iba a compartir con la Argentina el honor del
Premio Nobel que Milstein obtuvo en 1984 (compartido con Köehler), por el desarrollo
de los anticuerpos monoclonales.
En la actualidad, Cesar Milstein
continúa trabajando en el Laboratorio de Biología Molecular de Cambridge,
aunque con visita la
Argentina con bastante frecuencia. En 1987 fue declarado
ciudadano ilustre de la Ciudad
de Bahía Blanca y recibió el título de Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional
del Sur.