El autor previene a padres y madres para que no provoquen en sus
hijos aversión por la lectura; les recomienda no comparar los hábitos lectores
de sus hijos con los suyos propios a su edad; les advierte que deben respetar
sus gustos, entre los que destaca el cómic, un género que muchos adultos
rechazan por no considerarlo literatura. También considera que forzarles a leer
es contraproducente, del mismo modo que es erróneo proponerles la lectura como
alternativa a otros entretenimientos como la televisión.
Presentar el libro como alternativa a la TV
Ésta es, quizá, una de las estrategias más eficaces para que
nuestros hijos se alejen cabezonamente de los libros. Por un lado, porque para
ellos la televisión es uno de los inventos más maravillosos y útiles de la
historia de la humanidad. Y, por otro, porque los chicos no son tontos y
piensan: «Oye, papi, si te parece que ver la tele es perder el tiempo, ¿por qué
mamá y tú os pasáis todos los días varias horas delante del televisor?»
Además, somos tan poco delicados con sus gustos y aficiones que
les decimos que tienen que leer en vez de mirar la tele, que han de coger los
libros de la escuela «... en lugar de perder el tiempo con esas estupideces».
¡Viva el respeto a las ideas ajenas!
Para los niños la TV
no es una «estupidez» sino un entretenimiento divertido, ameno y útil. Tal vez
objetivamente sea cierto que le dedican más tiempo de lo necesario, o que se
refugian a veces «en aquel estado de semiinconsciencia en el cual el
telespectador cae después de cierto tiempo, y del que es síntoma la total
pasividad con la que acepta cualquier programa de la pequeña pantalla, sin
escoger y sin reaccionar».
Pero no podemos olvidar que los méritos educativos de la TV superan a sus deméritos:
enriquece el punto de vista, nutre el vocabulario, acerca una cantidad
inverosímil de informaciones, enriquece el bagaje cultural de los niños… Sí, no
seamos obtusos: ¡en cuántas casas el encefalograma cultural es absolutamente
plano! Aunque sea discutible su calidad, la tele transmite cierta cultura.
Y no olvidemos que desde el punto de vista psicológico, negar
una distracción, «una ocupación placentera (o sentida como tal, que es lo
mismo), no es el modo ideal de hacer que se prefiera otra: será más bien el
modo de echar sobre esta otra una sombra de fastidio y de castigo».
Enfrentando los libros a los cómics
Cuántas veces escuchamos de pequeños a algún adulto sabiondo
escupirnos la frasecita: «¡Deja de leer tebeos, que son una tontería!» Nuestro
maestro o nuestro padre amenazaba: «¡Te quemaré todos los tebeos si no te veo
leer!». «¿Sólo un suficiente en lengua, eh? A partir de mañana se
acabaron los tebeos»...
Hemos olvidado lo mal que nos sentíamos cuando nos prohibían
abrir la páginas de El guerrero del antifaz, Corto Maltés, Flash Gordon,
Tintín, El Capitán Trueno, Mortadelo y Filemón… Y ahora somos nosotros los
que castigamos a nuestros hijos sin leer sus tebeos de Bola de Dragón,
Spiderman o Sinchán.
En este caso prohibir no sirve para nada porque acabarán leyendo
tebeos escondidos en el cuarto de baño como hacíamos nosotros, o en casa de un
amigo.
Los cómics no pueden ser considerados en sentido estricto un
subgénero de la literatura, pero su función de puente hacia lecturas más canónicas
es indiscutible. En medio de las cenagosas y obligatorias lecturas escolares,
las aventuras de los tebeos suponen una ventana por la que penetra un mundo
fantástico e ilusionante.
Verne, Salgari, Gordon, Blyton, Agatha Christie… han sido para
muchos de los adultos de hoy la lectura más estimulante, más instructiva y
probablemente la más educativa de su infancia, aunque los críticos literarios
podrían hablar de «subliteratura».
El cómic –nos recuerda Rodari– «posee la función de nutrir y
alimentar la necesidad de aventuras, de comicidad de rápida consumición y
renovación constante: es manejable, es económico, es cambiable. Los niños no
tienen necesidad sólo de buenas lecturas».
No existe relación de causa-efecto entre la lectura de tebeos y
el rechazo de los libros «de verdad»: todos conocemos chicas y chicos (también
adultos) que leen mucho y con la mano izquierda cultivan también el huertecillo
de los tebeos.
Cuando yo era joven los chavales leíamos más
A menudo tenemos la tentación los adultos (y raras veces la
resistimos) de añorar nuestra infancia porque guardamos de ella un recuerdo
distorsionado por el paso del tiempo y la necesidad de idealizar lo que no
tenemos. La memoria es una aduladora y engaña hábilmente, pero es difícil darse
cuenta de ello.
¡Cómo se leía cuando éramos pequeños! ¿De verdad? ¿Cuándo? ¿Hace
cien años, cuando la mayoría de los españoles eran analfabetos? ¿Hace cuarenta
años, cuando varios millones ni siquiera sabían leer? Además, los que leían más
eran los hijos de la burguesía, porque lo que es el resto de los mortales,
trabajadores y clase miserable, no tenía dinero para comprar unos libros que no
poseían ni siquiera un aspecto medianamente atractivo porque sus ediciones eran
en muchos casos vulgares y cutres.
«Antes había buenos libros para los niños». No intentemos que
nuestros hijos añoren un pasado que no es el suyo porque no pueden
identificarse con la nada. Y, volvemos a recordar otra incoherencia adulta:
«Papi, si los libros que tenías de pequeño eran tan buenos y te gustaban tanto,
¿por qué no conservas ninguno?».
Los niños de hoy tenéis demasiadas distracciones
«…Y por eso leéis tan poco». La catastrófica organización del
tiempo libre de nuestros hijos no es la causa de que no lean. Unas veces el
tiempo libre no es más que «tiempo vacío», tiempo desaprovechado porque los
padres no enseñamos a nuestros pequeños a convertirlo en un ocio creativo y
estimulante.
Otras veces su tiempo libre, el no ocupado por las tareas
escolares, se barniza con una neurótica obsesión por las «clase de…»: les
obligamos a aprender informática, piano, inglés, ballet, artes marciales,
danzas húngaras… ¿Cuándo tienen un ratito para abrir un libro de Literatura
Infantil con la garantía de no quedarse dormidos por el agotamiento?
En muchas de nuestras ciudades no hay espacios para jugar, ni
espectáculos medianamente creativos y enriquecedores para niños, ni
bibliotecas, ni cosas por el estilo. En nuestras casas urbanas no hay sitio
para el cuarto de los niños entendido como espacio íntimo e infranqueable...
Sí, es cierto, hoy en día hay más distracciones, pero su
compatibilidad con los libros puede ser factible pues no depende «del número y
de la calidad de los pasatiempos (es decir, de las ocupaciones más libres y por
esto más queridas, y por esto de mayor eficacia educativa) sino del lugar que
el libro ocupa en la vida del país, de la sociedad, de la escuela».
Echando la culpa a los niños de que no prefieren los libros
Echar la culpa a los niños, además de fácil, es comodísimo,
porque sirve para ocultar las propias culpas. Reconocemos que los niños no leen
lo suficiente, pero hay demasiadas casas en las que jamás entra un libro, hay
millares de licenciados sin biblioteca, hay muchos padres que no leen siquiera
el periódico, y después se sorprenden si los hijos hacen como ellos, hay
responsabilidades de la escuela y del Estado... En las editoriales para niños,
el criterio comercial prevalece siempre sobre el criterio pedagógico.
«Acusado como el único responsable de una situación compleja y
agravada aún por la crisis de los ideales educativos hasta ayer pacíficamente
aceptados, el niño reacciona como puede: largándose a jugar al patio, o
escondiendo bajo la almohada su querido álbum de cómics».
Transformando el libro en instrumento de tortura
Este sistema se aplica intensamente en muchas escuelas: los
maestros obligan a los niños desde preescolar a copiar página por página su
primer libro de lectura. Tras esta tarea, que para el niño no tiene sentido ni
interés alguno, se añade la división en sílabas. ¡Si supiera cómo se divierten!
Con el tiempo llega el análisis gramatical y después hace su entrada triunfal
el análisis lógico, el resumir, el aprender de memoria, etc. Todos esos
ejercicios multiplican las dificultades de lectura y en lugar de facilitarlas,
le quitan al libro cualquier capacidad de entretener, de conmover, de
interesar.
«La lectura no es ya un fin a perseguir laudablemente, sino un
medio para actividades más serias, o que se presuponen como tales. El libro que
entra en la escuela bajo el esquema del rendimiento escolar produce respuestas
puramente escolares: no es algo hermoso y bueno de lo cual se tiene necesidad,
sino algo que utiliza el maestro para expresar un juicio».
Negarse a leer al niño
Este al narrar o leer un cuento al niño la intimidad, la
confianza, la comunión entre padres e hijos se expresan de un modo único e
irrepetible. Pero hoy en día pocos padres tienen tiempo y ganas de leer un
cuento a sus niños. Compartir la lectura es «promover el libro de mero objeto
de papel impreso a intermediario afectuoso, a momento de la vida».
No ofreciendo una elección suficiente
Si el abanico de materiales de lectura que ofrecemos a nuestros
hijos no es variado y rico, su rechazo a los cuentos puede significar tan solo
que le gustan otro tipo de lecturas: libros documentales, tebeos, prensa
deportiva, revistas juveniles, lecturas digitales, etc. Favorezcamos la
creación de «su» biblioteca personal, que iremos enriqueciendo consultando sus
gustos y momentos lectores.
Ordenando leer
Éste es el método más eficaz si se quiere que los jóvenes
aprendan a odiar los libros. Es seguro al ciento por ciento. Facilísimo de
aplicar. «Se toma a un muchacho, se toma un libro, se colocan los dos en una
mesa y se prohíbe que el trío se divida antes de determinada hora. Para
garantizar el éxito de la operación, se anuncia al muchacho que al finalizar el
tiempo estipulado deberá resumir las páginas leídas».
El joven sacará una lección por su cuenta que no olvidará en lo
sucesivo: hay que leer porque los mayores lo mandan.
No decimos que no sean necesarias las lecturas obligatorias. El
niño las aceptará si a cambio le damos oportunidad de leer dentro del tiempo
escolar lo que le dé la gana, sin pedirle nada a cambio.
«Una técnica se puede aprender con pescozones: así la técnica de
la lectura. Pero el amor por la lectura no es una técnica, es algo bastante más
interior y ligado a la vida y con pescozones (reales o metafóricos) no se
aprende».
Fuente: Kepa Osoro