“Servir es el estilo mediante el cual se vive la misión de evangelizar”,
el Papa en el Jubileo de los Diáconos
(RV).- “Para ser
capaces del servicio, se necesita la salud del corazón: un corazón restaurado
por Dios, que se sienta perdonado y no sea ni cerrado ni duro”, lo dijo el Papa
Francisco en su homilía en la Celebración Eucarística en el Jubileo de los Diáconos.
El evento jubilar que congregó a diáconos de todo el mundo bajo el lema: “El
diácono, imagen de la misericordia para la promoción de la nueva
evangelización”, concluyó con la Misa presidida por el Santo Padre.
«Servidor
de Cristo» (Ga 1,10).
En su homilía,
el Obispo de Roma recordó las expresiones con las cuales se define el apóstol
Pablo cuando escribe a los Gálatas, a ellos se presenta como servidor y
apóstol. “Ambos términos, apóstol y servidor, afirma el Papa, están unidos, no
pueden separarse jamás; son como dos caras de una misma moneda: quien anuncia a
Jesús está llamado a servir y el que sirve anuncia a Jesús”. En este sentido,
el Pontífice explicó que el Señor ha sido el primero que nos ha mostrado el
servicio, Él se hizo servidor para traernos la Buena Noticia. Por ello, “el
discípulo de Jesús – afirma el Papa – no puede caminar por una vía diferente a
la del Maestro, sino que, si quiere anunciar, debe imitarlo. Dicho de otro
modo, si evangelizar es la misión asignada a cada cristiano en el bautismo,
servir es el estilo mediante el cual se vive la misión, el único modo de ser
discípulo de Jesús”.
Invitados
a vivir la disponibilidad
Y el verdadero
testigo de Cristo, señala el Sucesor de Pedro, es el que hace como Él, es
decir, el que sirve sin cansarse de Cristo humilde, sin cansarse de la vida
cristiana que es vida de servicio. Y para ser testigos de Cristo, como primer
paso, estamos invitados a vivir la disponibilidad. “El siervo aprende cada día
a renunciar a disponer todo para sí – subraya el Papa – y a disponer de sí como
quiere. Si se ejercita cada mañana en dar la vida, en pensar que todos sus días
no serán suyos, sino que serán para vivirlos como una entrega de sí”. En
efecto, quien sirve no es un guardián celoso de su propio tiempo, sabe que el
tiempo que vive no le pertenece, sino que es un don recibido de Dios para a su
vez ofrecerlo. “El siervo – agrega el Pontífice – sabe abrir las puertas
de su tiempo y de sus espacios a los que están cerca y también a los que llaman
fuera de horario, a costo de interrumpir algo que le gusta o el descanso que se
merece”. Solo así, queridos diáconos, los alentó el Papa, viviendo en la
disponibilidad, su servicio estarán exentos de cualquier tipo de provecho y
serán evangélicamente fecundos.
La mansedumbre
y humildad del servicio cristiano
Comentando el
Evangelio que la liturgia presenta este IX Domingo del Tiempo Ordinario, el
Vicario de Cristo señaló que de él podemos sacar enseñanzas preciosas sobre el
servicio. Sobre todo de la actitud del Centurión. “Le asombra la gran humildad
del centurión, afirma el Papa, su mansedumbre… Se comporta, quizás sin saberlo,
según el estilo de Dios, que es «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29)”. En
efecto, agrega el Pontífice, Dios, que es amor, llega incluso a servirnos por
amor: con nosotros es paciente, comprensivo, siempre solícito y bien dispuesto,
sufre por nuestros errores y busca el modo para ayudarnos y hacernos mejores.
“Estos son también los rasgos de mansedumbre y humildad del servicio cristiano,
que es imitar a Dios en el servicio a los demás: acogerlos con amor paciente,
comprenderlos sin cansarnos, hacerlos sentir acogidos, a casa, en la comunidad
eclesial, donde no es más grande quien manda, sino el que sirve”.
Jesús,
«no nos llama más siervos, sino amigos»
Antes de
concluir su homilía, el Papa Francisco recordó que además del apóstol Pablo y
el centurión, en las lecturas de hoy hay un tercer siervo, aquel que es curado
por Jesús. “De alguna manera, podemos reconocernos también nosotros en ese siervo.
Cada uno de nosotros es muy querido por Dios, amado y elegido por él, y está
llamado a servir, pero tiene sobre todo necesidad de ser sanado interiormente.
Para ser capaces del servicio, se necesita la salud del corazón: un corazón
restaurado por Dios, que se sienta perdonado y no sea ni cerrado ni duro”. Por
ello, afirma el Papa, “nos hará bien rezar con confianza cada día por esto,
pedir que seamos sanados por Jesús. Pidan cada día esta gracia en la oración,
en una oración donde se presenten las fatigas, los imprevistos, los cansancios
y las esperanzas: una oración verdadera, que lleve la vida al Señor y el Señor
a la vida”. Sólo así encontraran la presencia de Jesús, que se entrega, para
que ustedes se den a los demás, los alentó el Papa, sólo así, podrán ser
disponibles en la vida, mansos de corazón y en constante diálogo con Jesús,
sólo así, no tendrán temor de ser servidores de Cristo, de encontrar y
acariciar la carne del Señor en los pobres de hoy.
Texto completo de la homilía del Papa Francisco
«Servidor de
Cristo» (Ga 1,10). Hemos escuchado esta expresión, con la que el apóstol Pablo
se define cuando escribe a los Gálatas. Al comienzo de la carta, se había
presentado como «apóstol» por voluntad del Señor Jesús (cf. Ga 1,1). Ambos
términos, apóstol y servidor, están unidos, no pueden separarse jamás; son como
dos caras de una misma moneda: quien anuncia a Jesús está llamado a servir y el
que sirve anuncia a Jesús.
El Señor ha sido
el primero que nos lo ha mostrado: él, la Palabra del Padre; él, que nos ha
traído la buena noticia (Is 61,1); él, que es en sí mismo la buena noticia (cf.
Lc 4,18), se ha hecho nuestro siervo (Flp 2,7), «no ha venido para ser servido,
sino para servir» (Mc 10,45). «Se ha hecho diácono de todos», escribía un Padre
de la Iglesia (San Policarpo, Ad Phil. V,2). Como ha hecho él, del mismo modo
están llamados a actuar sus anunciadores. El discípulo de Jesús no puede
caminar por una vía diferente a la del Maestro, sino que, si quiere anunciar,
debe imitarlo, como hizo Pablo: aspirar a ser un servidor. Dicho de otro modo,
si evangelizar es la misión asignada a cada cristiano en el bautismo, servir es
el estilo mediante el cual se vive la misión, el único modo de ser discípulo de
Jesús. Su testigo es el que hace como él: el que sirve a los hermanos y a las
hermanas, sin cansarse de Cristo humilde, sin cansarse de la vida cristiana que
es vida de servicio.
¿Por dónde se
empieza para ser «siervos buenos y fieles» (cf. Mt 25,21)? Como primer paso,
estamos invitados a vivir la disponibilidad. El siervo aprende cada día a
renunciar a disponer todo para sí y a disponer de sí como quiere. Si se
ejercita cada mañana en dar la vida, en pensar que todos sus días no serán
suyos, sino que serán para vivirlos como una entrega de sí. En efecto, quien
sirve no es un guardián celoso de su propio tiempo, sino más bien renuncia a
ser el dueño de la propia jornada. Sabe que el tiempo que vive no le pertenece,
sino que es un don recibido de Dios para a su vez ofrecerlo: sólo así dará
verdaderamente fruto. El que sirve no es esclavo de la agenda que establece,
sino que, dócil de corazón, está disponible a lo no programado: solícito para
el hermano y abierto a lo imprevisto, que nunca falta y a menudo es la sorpresa
cotidiana de Dios. El servidor está abierto a las sorpresas, a las sorpresas
cotidianas de Dios. El siervo sabe abrir las puertas de su tiempo y de sus
espacios a los que están cerca y también a los que llaman fuera de horario, a
costo de interrumpir algo que le gusta o el descanso que se merece. El servidor
descuida los horarios. A mí me hace mal el corazón cuando veo un horario – en
las parroquias – de tal hora a tal hora. ¿Después? No hay una puerta abierta,
no está el sacerdote, no está el diácono, no hay un laico que reciba a la
gente… esto hace mal. Descuidar los horarios: tienen esta valentía, de
descuidar los horarios. Así, queridos diáconos, viviendo en la disponibilidad,
vuestro servicio estará exento de cualquier tipo de provecho y será evangélicamente
fecundo.
También el
Evangelio de hoy nos habla de servicio, mostrándonos dos siervos, de los que
podemos sacar enseñanzas preciosas: el siervo del centurión, que regresa curado
por Jesús, y el centurión mismo, al servicio del emperador. Las palabras que
este manda decir a Jesús, para que no venga hasta su casa, son sorprendentes y,
a menudo, son el contrario de nuestras oraciones: «Señor, no te molestes; no
soy yo quién para que entres bajo mi techo» (Lc 7,6); «por eso tampoco me creí
digno de venir personalmente» (v.7); «porque yo también vivo en condición de
subordinado» (v. 8). Ante estas palabras, Jesús se queda admirado. Le asombra
la gran humildad del centurión, su mansedumbre. Y la mansedumbre es una de las
virtudes de los diáconos, ¿eh? Cuando el diácono es manso, es servidor y no
juega a imitar a los sacerdotes, no, no… es manso. Él, ante el problema que lo
afligía, habría podido agitarse y pretender ser atendido imponiendo su
autoridad; habría podido convencer con insistencia, hasta forzar a Jesús a ir a
su casa. En cambio se hace pequeño, discreto, no alza la voz y no quiere
molestar. Se comporta, quizás sin saberlo, según el estilo de Dios, que es
«manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). En efecto, Dios, que es amor, llega
incluso a servirnos por amor: con nosotros es paciente, comprensivo, siempre
solícito y bien dispuesto, sufre por nuestros errores y busca el modo para
ayudarnos y hacernos mejores. Estos son también los rasgos de mansedumbre y
humildad del servicio cristiano, que es imitar a Dios en el servicio a los
demás: acogerlos con amor paciente, comprenderlos sin cansarnos, hacerlos
sentir acogidos, a casa, en la comunidad eclesial, donde no es más grande quien
manda, sino el que sirve (cf. Lc 22,26). Y jamás gritar: ¡jamás! Así, queridos
diáconos, en la mansedumbre, madurará vuestra vocación de ministros de la
caridad.
Además del
apóstol Pablo y el centurión, en las lecturas de hoy hay un tercer siervo,
aquel que es curado por Jesús. En el relato se dice que era muy querido por su
dueño y que estaba enfermo, pero no se sabe cuál era su grave enfermedad (v.2).
De alguna manera, podemos reconocernos también nosotros en ese siervo. Cada uno
de nosotros es muy querido por Dios, amado y elegido por él, y está llamado a
servir, pero tiene sobre todo necesidad de ser sanado interiormente. Para ser
capaces del servicio, se necesita la salud del corazón: un corazón restaurado
por Dios, que se sienta perdonado y no sea ni cerrado ni duro. Nos hará bien
rezar con confianza cada día por esto, pedir que seamos sanados por Jesús,
asemejarnos a él, que «no nos llama más siervos, sino amigos» (cf. Jn 15,15).
Queridos diáconos, podéis pedir cada día esta gracia en la oración, en una
oración donde se presenten las fatigas, los imprevistos, los cansancios y las
esperanzas: una oración verdadera, que lleve la vida al Señor y el Señor a la
vida. Y cuando sirváis en la celebración eucarística, allí encontraréis la
presencia de Jesús, que se os entrega, para que vosotros os deis a los demás.
Así, disponibles
en la vida, mansos de corazón y en constante diálogo con Jesús, no tendréis
temor de ser servidores de Cristo, de encontrar y acariciar la carne del Señor
en los pobres de hoy.
Fuente: Radio Vaticana (2016-05-29) http://www.news.va/es/news/servir-es-el-estilo-mediante-el-cual-se-vive-la-mi