CLUB SOCIAL SAN JUSTO
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"Al Servicio de la Comunidad de San Justo y La Matanza"

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Miguel Cané



El 5 de setiembre de 1905 fallece en Buenos Aires el escritor, legislador, catedrático y periodista Miguel Cané. Es autor de obras de diversas traducciones como ser:”Juvenilia”; "En viaje", "Prosa ligera" y "Charlas literarias". Nació en Montevideo durante el exilio de sus padres, el 27 de enero de 1851.


JUVENILIA


Introducción

Toutes ces premières impressions... ne peuvent nous toucher que médiocrement; il y a du vrai, de la sincerité; mais ces peintures de l'enfance, recommencées sans cesse, n'ont de prix que lors qu'elles ouvrent la vie d'un auteur original, d'un poète célèbre.
Sainte – Beuve

Tal era el epígrafe que había puesto en la primera hoja del cuaderno en que escribí las páginas que forman este pequeño volumen. Quería tener presente el consejo del maestro del buen gusto, releerlo sin cesar, para no ceder a esa tentación ignorada de los que no manejan una pluma, y que impulsa a la publicidad, como la savia de la tierra pugna por subir a las alturas para que las vivifique el sol. Lo confieso y lo afirmo con verdad; nunca pensé al trazar esos recuerdos de la vida de colegio en otra cosa que en matar largas horas de tristeza y soledad, de las muchas que he pasado en el alejamiento da patria, que es hoy la condición normal de mi existencia. Horas melancólicas, sujetas a la presión ingrata de la nostalgia, pero que se iluminaban con la luz interior del recuerdo, a medida que evocaba la memoria de mi infancia, y que los cuadros serenos y sonrientes del pasado iban apareciendo bajo mi pluma, haciendo huir las sombras como huyen las aves de las ruinas al venir la luz de la mañana. Creo que me falta una fuerza esencial en el arte literario, la impersonalidad, entendiendo por ella la facultad de dominar las simpatías íntimas y afrontar la pintura de la vida con el escalpelo en la mano, que no hace vacilar el rápido latir del corazón. Cuantas veces he intentado apartarme de mi inclinación, escribir, en una palabra, sobre asuntos que no amo, no he conseguido quedar satisfecho. Cada uno debe seguir la vía que su índole le impone, porque es la única en que puede desenvolver la fuerza relativa de su espíritu. La perseverancia, el arte y el trabajo pueden hacer un versificador elegante y fluido; pero cada estrofa no será un pedazo de alma de poeta, y el que así horada el ritmo rebelde para engastar una idea, tendrá que descender a las alturas para elegir su símbolo, dejando al pelícano cernirse en el espacio o desgarrarse las entrañas en el pico de una roca. Entre una herida que chorrea sangre y una jaqueca, hay la distancia... de Byron a Tennyson.
Nada he escrito con mayor placer que estos recuerdos. Mientras procuraba alcanzar el estilo que me había propuesto, sonreía a veces al chocar con las enormes dificultades que se presentan al que quiere escribir con sencillez. Es que la sencillez es la vida y la verdad, y nada hay más difícil que penetrar en ese santuario. La palabra es rebelde, la frase pierde la serenidad de su marcha, y todos los recursos de nuestro idioma admirable suelen quedar inertes para aquel que no sabe comunicarles la acción.
No he conseguido por cierto ni aun acercarme a mi ideal, pero estoy contento de mi esfuerzo, porque si no lo he encontrado, por lo menos he buscado el buen camino.
J'aurai du moins I'honneur del'avoir entrepris. Ahora, ¿por qué publico estos recuerdos, destinados a pasar solo bajo los ojos de mis amigos? En primer lugar, porque aquellos que lo han leído me han impulsado a hacerlo, a llamarlos a la vida después de dos años de sueño... Pero, con lealtad, en el fondo hay esta razón suprema que los hombres de letras comprenderán: los publico porque los he escrito.
Mucho he suprimido, poco he agregado. Ciertas páginas íntimas han desaparecido, porque, para ser comprendidas, era necesaria la luz intensa del cariño que da cuerpo y vida a la forma vaga del recuerdo. Pero mientras corregía, pensaba en todos mis compañeros de infancia, separados al dejar los claustros, a quienes no he vuelto a ver y cuyos nombres se han borrado de mi memoria. A veces me complazco en hacer biografías de fantasía para algunos de mis condiscípulos, fundándome en las probabilidades del carácter y sin saber si aún existen. ¡Cuántos desaparecidos! ¡Cuánta matemática, cuánta química y filosofía inútil! No hace mucho tiempo, al entrar en una oficina secundaria de la administración nacional, vi a un humilde escribiente cuyo cabello empezaba a encanecer, gravemente ocupado en trazar rayas equidistantes en un pliego de papel. Como tuve que esperar, puede observarlo. Cada vez que concluía una línea, dejaba la regla a un lado, sujetándola para que no rodara, con un pan de goma; levantaba la pluma, e inclinando la cabeza como el pintor que después de un golpe de pincel se aleja para ver el efecto, sonreía con satisfacción. Luego, como fascinado por el paralelismo de sus rayas, tomaba de nuevo la regla, la pasaba por la mancha de una levita raída, cuyo tejido osteológico recibía con agrado ese apunte de negrura, la colocaba sobre el papel y con una presión de mano, serena e igual, trazaba una nueva paralela con idéntico éxito. Ese hombre, allá en los años de colegio, me había un día asombrado por la precisión y claridad con que expuso, tiza en mano, el binomio de Newton. Había repetido tantas veces su explicación a los compañeros más débiles en matemáticas, que al fin perdió su nombre parar no responder sino al apodo de Binomio . Lo contemplé un momento, hasta que levantando a su vez la cabeza, naturalmente después de una paralela réussie, me reconoció. Se puso de pie en una actitud indecisa; no sabía la acogida que recibiría de mi parte. ¡Yo había sido nombrado ministro no sé dónde!, él... Me enterneció y lancé un ¡Binomio! , abriendo los brazos, que habría contentado a Orestes en labios de Pílades. Me abrazó de buena gana y nos pusimos a charlar.
-¿Y qué tal, Binomio , cómo va la vida?
-Bien; estuve cinco años empleado en la aduana del Rosario, tres en la Policía, y como mi suegro, con quien vivo, se vino a Buenos Aires, busqué aquí un empleo y en él me encuentro desde que llegamos.
-¿Y las matemáticas? ¿Cómo no te hiciste ingeniero o algo así? Tú tenías disposiciones...
-Sí, pero no sabía historia.
-Pero no veo, Binomio , la necesidad de saber si Carlos X de Francia era o no hijo de Carlos IX para hacer un plano.
-Desengáñate, el que no sabe historia, no hace camino. Tú eras también bastante fuerte en matemáticas; dime, ¿cuántas veces, desde que saliste del colegio, has resuelto una ecuación o has pronunciado solamente la palabra "coseno"?
-Creo que muy pocas, Binomio .
-Y en cambio (¡oh!, ¡yo te he seguido!), en artículos de diario, en discursos, en polémicas, en libros, creo, has hecho flamear la historia. Si hasta una cátedra has tenido con sueldo, ¿no es así?
-Sí, Binomio .
-¡Con qué placer te oigo! ¡Ya nadie me dice Binomio ! Y ¿sabes quién tuvo la culpa de que yo no supiera historia? Cosson, tu amigo Cosson, que tenía la ocurrencia de enseñarnos la historia en francés.
-No seas injusto, Binomio ; era para hacernos practicar.
-Convenido, pero no practica sino el que algo sabe, y yo no sabía una palabra de francés. Así, la primera vez que me preguntó en clase, se trataba de un rey cuyo nombre sirvió más tarde de apodo a un correntino que para decirlo estiraba los labios una vara. Era muy difícil.
-Ya me acuerdo: Tulius Hostilius .
-Eso es: quise pronunciarlo, la clase se rió, creo que con razón, porque, a pesar de habértelo oído, no me atrevería a repetirlo; yo me enojé, no contesté nunca y por consiguiente no estudié historia. ¡Animal! Así, mi hijo, que tiene seis años, empieza ya a deletrear un Duruy. No hay como la historia, y si no, mira a todos los compañeros que han hecho carrera.
-Y ¿qué puedo hacer por ti, Binomio ?
Se puso colorado, al fin de mil circunloquios me pidió que tratara de hacer pasar en la Cámara un aumento que iba propuesto; ganaba cuarenta y tres pesos y aspiraba a cincuenta. ¡Pobre Binomio !
¡Cuántos como él, perdidos en el vasto espacio de nuestro país!
Una tarde había ido a comer a un cuartel donde estaba alojado un batallón cuyo jefe era mi amigo. A los postres me habló de un curioso recluta que la ola de la vida había arrojado, como un resto de naufragio, a las filas de su cuerpo. Pasaba el tiempo leyendo y el comandante tuvo más de una vez la idea de utilizarlo en la mayoría; pero ¡era tan vicioso! En ese momento pasaba por el patio y el jefe lo hizo llamar; al entrar, su marcha era insegura. Había bebido. Apenas la luz dio en su rostro, sentí mi sangre afluir al corazón y oculté la cara para evitarle la vergüenza de reconocerme. Era uno de mis condiscípulos más queridos, con el que me había ligado en el Colegio. Una inteligencia clara y rápida, una facilidad de palabra que nos asombraba, un nombre glorioso en nuestra historia, buena figura, todo lo tenía para haber surgido en el mundo. Había salido del Colegio antes de terminar el curso, y durante diez años no supe nada de él. ¡Cómo habría sido de áspera y sacudida esa existencia, para haber caído tan bajo a los treinta años! Poco después dejó de ser soldado. Lo encontré, traté de levantarlo, le conseguí un puesto cualquiera que pronto abandonó para perderse de nuevo en la sombra; todo era inútil: el vicio había llegado a la médula.
¿Recordaré otra inteligencia brillante, apta para la percepción de todas las delicadezas del arte, fina como el espíritu de un griego, auxiliada por una palabra de indecible encanto y un estilo elegante y armonioso? ¿Recordaré ese hombre, que solo encontró flores en los primeros pasos de su vida, que marchaba en el sueño estrellado del poeta, al amparo de una reputación indestructible ya? Era bueno y era leal, amaba la armonía en todo y la mujer pura le atraía como un ideal; pero la delicadeza de su alma exquisita se irritaba hasta la blasfemia, porque la naturaleza le había negado la forma, el cuerpo, el vaso cincelado que debió contener el precioso licor que chispeaba en sus venas. De ahí las primeras amarguras, la melancolía precursora del escepticismo. Sin ambiciones violentas que hubieran sepultado en el fondo de su ser los instintos artísticos, refugiado en ellos sin reserva, pronto cayó en el abandono más absoluto. De tiempo en tiempo hacía un esfuerzo para ingresar de nuevo en la vida normal y unirse a nuestra marcha ascendente, desenvolverse a nuestro lado. ¡Con qué júbilo lo recibíamos! Era el hijo pródigo cuyo regreso ponía en conmoción todo el hogar. Aquel cráneo debía tener resortes de acero, porque su inteligencia, en sus rápidas reapariciones después de largos meses de atrofia, resplandecía con igual brillo. ¿De atrofia he dicho? No, y ésa fue su pérdida.
La bohemia lo absorbió, lo hizo suyo, lo penetró hasta el corazón. Pasaba sus noches, como el hijo del siglo entre la densa atmósfera de una taberna, buscando la alegría que las fuentes puras le habían negado, en la excitación ficticia del vino, rodeado de un grupo simpático, ante el que abría su alma, derramaba los tesoros de su espíritu y se embriagaba en sueños artísticos, en la paradoja colosal, la teoría demoledora, el aliento revolucionario, que es la válvula intelectual de todos los que han perdido el paso en las sendas normales de la tierra. El bohemio de Murger, con más delicadeza, con más altura moral. El pelo largo y descuidado, el traje raído, mal calzado, la cara fatigada por el perpetuo insomnio, los ojos con una desesperación infinita en el fondo de la pupila, tal lo vi la última vez y tal quedó grabado en mi memoria. ¿Vive aún? ¿Caerán estas líneas bajo su mirada? No lo sé; en todo caso, la entidad moral pasó, si la forma persiste. ¡Nunca se impone a mi espíritu con más violencia el problema de la vida, que cuando pienso en ese hombre!...
Hará doce o catorce años publiqué un cuento que últimamente releí con placer, haciendo oídos sordos a las imperfecciones de estilo con que está escrito. El principal personaje del Canto de Sirena es una simple reminiscencia del colegio; me sirvió de tipo para trazar la figura de Broth, un condiscípulo que sólo pasó un año en los claustros, extraordinariamente raro y al que no he vuelto a ver ni oído nombrar jamás. De una imaginación dislocada, por decir así, nerviosa, estremeciéndose en una gestación incesante de sueños y utopías, vivía lejos de nuestro mundo normal, fácil, claro, infantil. En vez de ser un portento de ciencia, como pinto a Broth, estudiaba poco los textos, y por lo tanto, sabía poco. La experiencia me ha hecho poner en cuarentena esos prodigios que jamás abren un libro y dejan atontados a los circunstantes en el examen.
Hay dentro de los muros del colegio, como en la penumbra del boudoir , coqueterías intelectuales exquisitas, jóvenes que se ocultan para estudiar, que durante las horas de instrucción colectiva leen asiduamente una novela, pero que se levantan al alba y trabajan con furor en la soledad. Cuando Horacio Vernet recibía numerosos visitantes en su taller, cogía febrilmente los pinceles, en una hora remataba una tela, la firmaba y pasaba a otra cosa. Alguien ha dicho, refiriéndose a esa coquetería del pintor que escribía las cartas en la soledad y les ponía el sobrescrito en público. Algo así pasa con los prodigios escolares. Lo que distinguía a Broth, es decir, al condiscípulo que me dio la idea primera del soñador, era su manera curiosísima de ver las cosas más triviales. Fantaseaba como un maniático inventor combina. Hablaba con facilidad, pero él mismo reconocía que cuanto escribía era, no solamente incorrecto, como todos nuestros ensayos, sino incoloro. Me sostenía que yo estaba destinado a tener estilo, y me lo decía con un aire tan complacido y solemne como si me augurara la fortuna o una corona, a la manera de los cuentos árabes. Para entonces me proponía una colaboración; él me daría el esqueleto y yo le pondría la carne. Pues bien, cuando recuerdo, vagamente y sin detalles, su confusa concepción de la vida de un médico en plena Edad Media, creyente en la magia de todos los colores, asistente asiduo y convencido al sabbat, inventor de un palo de escoba más ligero para llegar primero, fabricante de homúnculus (no había por cierto leído a Goethe aún), discípulo de Alberto el Grande; cuando recuerdo esas creaciones enfermizas de su imaginación, me persuado que había nacido para seguir con brillo la tradición de Hoffmann o Poe. Más de una vez he procurado rehacer en mi memoria los cuentos estrambóticos que me hacía; me queda algo confuso, y si no he ensayado escribirlos, es en la seguridad de que les daría mi nota personal, lo que no era mi objeto.
Otra existencia caída en la sombra impenetrable del olvido; en cuanto a ése, tengo la certeza de que ha muerto. Viviendo, habría surgido o habría hecho hablar de él. ¡Sabe el cielo, sin embargo, si las miserias y las dificultades de la vida no lo han hundido en la anestesia moral más obscura que la tumba!
No todos se han desvanecido y algunos brillan con honor en el cuadro actual de la patria. Si estas páginas caen bajo sus ojos, que vínculo del Colegio, debilitado por los años, se reanime un momento y encuentren en estos recuerdos una fuente de placer al ver pasar las horas felices de la infancia.
Nuestros hijos vienen atrás y sus cabecitas sonrientes asoman en el dintel de la vida, con la mirada plena de inconsciente aplomo, chispeando de inteligencia y de acción latente. A los diez años saben lo que nosotros alcanzamos imperfectamente a los quince; no olvidemos que son los nietos de nuestros padres, y que el cariño del abuelo es de los más profundos que vibran sobre la tierra. Paguemos la deuda filial, haciendo felices a los nietos, encaminándolos en la vida.
Todos, por un esfuerzo común, levantemos ese Colegio Nacional que nos dio el pan intelectual, desterremos de sus claustros las cuestiones religiosas, y si no tenemos un Jacques que poner a su frente, elevemos al puesto de honor un hombre de espíritu abierto a la poderosa evolución del siglo, con fe en la ciencia y en el progreso humano.

CAPITULO I

Debía entrar en el Colegio Nacional tres meses después de la muerte de mi padre; la tristeza del hogar, el espectáculo constante del duelo, el llanto silencioso de mi madre, me hicieron desear abreviar el plazo, y yo mismo pedí ingresar tan pronto como se celebraran las funerales.
El Colegio Nacional acababa de fundarse sobre el antiguo Seminario, con una nueva organización de estudios, en la que el doctor Eduardo Costa, ministro entonces de Instrucción Pública, bajo la presidencia del general Mitre, había tomado una parte inteligente y activa. Sin embargo, el establecimiento, que quedaba bajo la dirección del doctor Agüero, se resentía aún de las trabas de la enseñanza escolástica, y sólo fue más tarde, cuando M. Jacques se puso a su frente, que alcanzó el desenvolvimiento y el espíritu liberal que habían concebido el Congreso y el Poder Ejecutivo.
Me invade en este momento el recuerdo fresco y vivo de los primeros días pasados entre los obscuros y helados claustros del antiguo convento. No conocía a nadie, y notaba en mis compañeros, aguerridos ya a la vida de reclusión, el sordo antagonismo contra el nuevo, la observación constante de que era objeto, y me parecía sentir fraguarse contra mi triste individuo los mil complots que, entre nosotros, por el suave genio de la raza, sólo se traducen en bromas más o menos pesadas, pero que en los seculares colegios de Oxford y de Cambridge alcanzan a brutalidades inauditas, a vejámenes, a servidumbres y martirios. Me habría encontrado, no obstante, muy feliz con mi suerte, si hubiera conocido entonces el Tom Jones, de Fielding.
Silencioso y triste, me ocultaba en los rincones para llorar a solas, recordando el hogar, el cariño de mi madre, mi independencia, la buena comida y el dulce sueño de la mañana.
 Durante los cinco años que pasé en esa prisión, aun después de haber hecho allí mi nido y haberme connaturalizado con la monotonía de aquella vida, sólo dos puntos negros persistieron para mí: el despertar y la comida. A las cinco en verano, a las seis en invierno, infalible, fatal, como la marcha de un astro, la maldita campana empezaba a sonar. Era necesario dejar la cama, tiritando de frío casi siempre, soñolientos, irascibles, para ir a formarnos en fila en un claustro largo y glacial. Allí rezábamos un Padre Nuestro para pasar en seguida al claustro de los lavatorios.
¡Cuántas conspiraciones, cuántas tramas, qué gasto de ingenio y fuerza hicimos para luchar contra la fatalidad, encarnada a nuestros ojos en el portero, colgado de la cuerda maldecida! Aquella cuerda tenía más nudos que la que en el gimnasio empleábamos para trepar a pulso. La cortábamos a veces hasta la raíz del pelo, como decíamos, junto al badajo, encaramándonos hasta la campana, con ayuda de la parra y las rejas, a riesgo de matarnos de un golpe. Muy a menudo la expectativa nos hacía despertar en la mañana antes de la hora reglamentaria. De pronto oíamos la campana de mano, áspera, estridente, manejada con violencia por el brazo irritado del portero, eterno préposé a las composturas de la cuerda. Se vengaba entrando a todos los dormitorios, y sacudiendo su infernal instrumento en los oídos de sus enemigos personales, entre los cuales tenía el honor de contarme.
Atrasar el reloj era inútil por dos razones tristemente conocidas: la primera, la proximidad del Cabildo, que escapaba a nuestra influencia; la segunda, el tachómetro de plata del portero, que, bien remontado, velaba fielmente bajo su almohada. Algunas noches de invierno, la desesperación nos volvía feroces, y el ilustre cerbero amanecía no solo maniatado, sino un tanto rojiza la faz, a causa de la dificultad para respirar a través de un aparato, rigurosamente aplicado sobre la boca, y cuya construcción, bajo el nombre de Pera de angustia, nos había enseñado Alejandro Dumas en sus Veinte años después, al narrar la evasión del duque de Beaufort del castillo de Vincennes. Todo era efímero, todo inútil, hasta que estuve a punto de inmortalizarme, descubriendo un aparato sencillo, pero cuyo éxito, si bien pasajero, respondió a mis esperanzas. En una escapada, vi una carreta de bueyes que entraba al mercado; debajo del eje colgaba un cuero, como una bolsa ahuecada, amarrado de las cuatro puntas; dentro dormía un niño. Fue para mí un rayo de luz, la manzana de Newton, la lámpara de Galileo, la marmita de Papín, la rana de Volta, la tabla de Rosette de Champollion, la hoja enroscada de Calímaco. El problema estaba resuelto; esa misma noche tomé el más fuerte de mis cobertores, una de esas pesadas cobijas tucumanas que sofocan sin abrigar; la amarré debajo de mi cama, de las cuatro puntas, y cubriendo el artificio con los anchos pliegues de mi colcha, esperé la mañana. Así que sonó la campana, me sumergí en la profundidad, y allí, acurrucado, inmóvil e incómodo, desafié impunemente la visita del celador que, viendo mi lecho vacío, siguió adelante. Me preguntaréis quizá qué beneficio positivo reportaba, puesto que, de todas maneras, tenía que despertarme. Respondo con lástima que el que tal pregunta hiciera, ignoraría estos dos supremos placeres de todos los tiempos y todas las edades: el amodorramiento matinal y la contravención.
Mi invención cundió rápidamente, y al quinto día, al primer toque, las camas quedaron todas vacías. El celador entró: vio el cuadro, quedó inmóvil, llevó un dedo a la sien, y después de cinco minutos de grave meditación, se dirigió a una cama, alzó la colcha y sonrió con ferocidad.
 ¡Era la mía!