CLUB SOCIAL SAN JUSTO
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"Al Servicio de la Comunidad de San Justo y La Matanza"

domingo, 19 de julio de 2015

El veredicto

El Club Social San Justo continua con las publicaciones literarias  anual del “Ciclo de Poesías, Narrativas y Cuentos Breves 2015” que es un espacio para poetas y escritores que deseen publicar sus trabajos literarios a través de sus letras en nuestra Web Institucional; los mismos serán seleccionados y publicados en esta página digital los días domingos. Aconsejamos para ver esta página Web usar el Navegador Mozilla.
Roxana Marisa Giavedoni: Nació el 18 de agosto de 1966 en la ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe; Estudio letras. Es docente, poeta y escritora contemporánea, desempeña su labor educativa en la Escuela 913 de Capitán Bermúdez, ciudad donde vive. Como escritora desarrolla las técnicas de la narrativa en toda su expresión libre, que se manifiestan en todos sus cuentos.
El veredicto
Desde la silla de la oscura y fría sala del tribunal donde estaba siendo juzgada por homicidio agravado, Julia mantenía sus oscuros ojos fijos en la  ventana que daba al pequeño jardín interno del edificio, mirando hacia la nada, o tal vez tratando de escapar de aquel sitio, aunque sólo pudiera hacerlo con su mente. Un zorzal colorado buscaba su alimento entre las crujientes y amarillas hojas que ya el otoño le había arrebatado al único olmo.
Las voces de los abogados sonaban en el recinto como ecos de un lugar remoto, tan lejano que ya no le pertenecía. Siguió con la vista los movimientos ágiles del ave que de vez en cuando alzaba corto vuelo haciendo giros en el aire y volviéndose a posar nuevamente entre la hojarasca una vez y sobre el alféizar de la ventana luego, con una inquieta actitud que manifestaba el gozo por la libertad tenida, esa misma libertad que Julia había perdido desde hacía más de un año.
La última luz del día arrastraba lenta los rosados reflejos del crepúsculo y se filtraba tenue por los altos vidrios casi opacos de tiempo y angustias contenidas. Julia, como una muda autómata, se levantó de la silla al mismo tiempo que su abogado, esperando sin consciencia el veredicto final que el jurado había decidido. Dentro del silencio de su alma, el sonido del recuerdo taladraba la memoria y aún fijos sus ojos en el pequeño zorzal que desde la ventana la observaba inquieto, las imágenes del pasado acudieron convulsivas  a su pobre y quebrantada mente:
El visor del relojito de su mesa de luz mostraba el número tres. Un sueño raro había agitado su aletargado cuerpo en reposo y la había sobresaltado como si alguien, un ser físico y real, la hubiese sacudido con fuerza. Intentó recordar qué era lo que la había devuelto a la vigilia, pero, por más que se esforzaba no podía. Quiso conciliar nuevamente el sueño perdido y cerró los ojos obligándose a dormir. Las horas de descanso que restaban no eran muchas y debía aprovecharlas al máximo. A pesar de ser su último día de trabajo,  ya que unas aliviadoras vacaciones la esperaban en el mar con una amiga, Julia sabía que debía tener la concentración y el ánimo dispuestos como si fuera el primero. La guardia en el hospital duraba doce horas. Doce horas de exigencia física y mental. La vida de muchas personas que llegan hasta allí, a veces, pende de un hilo sutil y sus decisiones eran fundamentales para establecer la diferencia entre vivir y morir.
Desde hacía tres años integraba el equipo de guardia de emergencias del Hospital de San Pedro, un edificio viejo y venido a menos, olvidado de la conciencia de quienes debían encargarse de él, funcionando gracias a la buena predisposición de aquellos que llevan la vocación como estandarte de vida. Nadie entendía bien cómo se podían conseguir tan buenos resultados con tan pocos recursos. Indudablemente, la riqueza humana de aquellos que trabajaban diariamente, cubría los innumerables déficits por parte del estado y el Hospital seguía funcionando  pese a las carencias presupuestarias. Además, Julia era portadora de una extrema sensibilidad, pocas veces vista en quienes el peso de la muerte es una constante diaria que se debe soportar. “Estos son trabajos muy duros para las mentes débiles”, repetía insistente el muy querido por ella Dr. Alaos, su antiguo profesor de residentes. “Si no te encuentras en la vereda de enfrente te llevará por delante la desesperación de la impotencia Julia”, le decía cada vez que la encontraba acariciando la mano de quien ya había agotado las ilusiones de vida.
No logró dormirse a pesar de su esfuerzo por hacerlo. Con  los ojos cerrados comenzó a bucear por las escasas imágenes que creía recordar de lo soñado. Una ruta interminable, oscuridad, viento, frío y una llovizna persistente que la estremecía aún despierta. La exigencia de su mente por volver a ver las escenas oníricas vividas la llevaron a un estado de cansancio que la sumergió nuevamente en el sueño. Sentía esa extraña sensación de que el sueño no era sueño y detrás de las sombras que cubrían lo indescifrable pensó que, nuevamente el nivel alto de stress le estaba jugando una mala pasada.
El día transcurrió como siempre. Comenzó su guardia puntual a las siete de la mañana. Un aluvión de pacientes  recorría el hospital  con los lamentos de accidentados y familiares, el llanto de algún bebé enfermo, el taconeo de decenas de pies apurados por llegar a tal o cual lugar y el altavoz que informaba sobre la necesidad de algún profesional en determinado sector.
Hacia las diez de la noche  una ambulancia, con desesperada sirena de emergencia, avisó su entrada y la complejidad del caso. En su interior, un hombre joven le peleaba a la muerte sólo con los latidos de su corazón.
Julia se acercó al pasillo de la guardia por donde se reciben a los traumatizados pacientes y al ver al hombre sintió la extraña sensación de conocerlo. Depositado sobre una camilla observó sus signos vitales. El pulso acelerado manifestaba la contusión y varias heridas en su cuerpo inerte manchaban con la sangre ya seca la blanca piel. Los ojos cerrados del hombre se habían hinchado seguramente debido a algún golpe y su rostro estaba cubierto de lodo y restos de sangre. El tiempo, temible verdugo en los accidentes, se acortaba y la precisión de determinaciones acertadas sobre los pasos a seguir era inminente. La cosa no se perfilaba demasiado buena. Inmediatamente, junto a su equipo de guardia, compensaron, dentro de lo posible, su lastimado cuerpo y luego de exhaustivos estudios descubrieron que la situación era alarmante. Un severo trauma, recibido seguramente por el golpe del accidente sufrido, había causado una grave lesión cerebral por lo que se hallaba en estado de coma.
Las horas habían corrido tan deprisa que Julia no se dio cuenta de que ni siquiera había comido. Extenuada por la emergencia acontecida y la desdichada situación de  impotencia que le sobrevenía en estos casos, se desplomó en un sillón de la guardia para tomar un té que aliviara tantas tensiones vividas. Su cabeza estallaba. Casi sin dormir y con tanta presión no podía mantenerse en pie.  Tomás, su amigo enfermero que cubría el turno de la noche, le sugirió un descanso.
_ Julia, aunque en dos días estés metida en el mar mientras yo me sacudo aquí  los algodones con alcohol de la nariz, te voy a cubrir así te tirás un rato. ¡Estás terrible!
_Gracias Tomi, es que no pude dormir bien anoche.
_No creas que será gratis. Mis honorarios son una caja de los alfajores más caros de la costa.
 El hombre había sido llevado a la sala de cuidados intensivos y conectado a un respirador yacía estable. Las primeras horas eran críticas y las esperanzas de que saliera del estado comatoso profundo en el que se hallaba dependían de su evolución y el tiempo.
El sueño actuó de prisa y  Julia quedó sumida en un duermevela inquieto y nervioso. Numerosas imágenes la invadieron: nuevamente, una ruta oscura, luces intensas, la misma llovizna persistente de su sueño anterior y un hombre de espaldas, arrodillado sobre el pavimento helado, con su cabeza gacha, a punto de desvanecerse. Con paso lento, como si flotara por el aire, sintió que se acercaba casi involuntariamente a él. Al tocar su hombro el hombre giró la cabeza quedando a la vista su rostro convulsionado. El terror la invadió al verlo y despertó sobresaltada. Un frío sudor corría por su cara que ahora estaba tan pálida como el uniforme médico que llevaba puesto. ¿Qué le estaba pasando? Nunca antes había experimentado ese tipo de pesadillas y ahora, en menos de veinticuatro horas dos de ellas le habían arrancado la tranquilidad que un descanso proporciona al agotamiento mental. Se puso de pie inmediatamente y se acomodó el renegrido pelo  que posaba desprolijo sobre sus hombros. Miró su reloj y comprobó que sólo había transcurrido media hora.
Afuera llovía torrencialmente y los sonidos de la tormenta se filtraban por los cristales de las amplias ventanas de la sala de guardia. Como una autómata se dirigió hacia terapia intensiva. Un largo corredor la separaba del lugar. Las cortinas de color verde dividían las camas de la unidad de cuidados. Se dirigió hacia una en especial, la que ocupaba el joven del accidente reciente. Numerosas máquinas conectadas a su inerte cuerpo dormido trabajaban dándole la vida que su propio ser ya no tenía. Observó los distintos monitores y controló  los signos vitales. No tenía apuro en su examen. El tiempo transcurría tranquilo y no había por qué apresurarse. Tomó la carpeta de registro médico que se encontraba al pie de la cama y comenzó a leerlo atentamente. Alzó su vista y se detuvo a mirar la cara de aquel hombre que ya no sería nunca más lo que fuera. En un solo segundo un frío helado le recorrió el cuerpo. Se obnubilaron sus sentidos y sintió desvanecerse. Los latidos de su corazón se aceleraban a cada instante y creyó que no podría resistirlo. La sensación amarga de su boca se extendió hacia el estómago, que ahora se contraía como si alguien desde afuera lo estuviera retorciendo con invisibles dedos. El rostro del joven era el mismo que el de aquel hombre que había perturbado su sueño. Ese rostro convulsionado que la miró desde la ruta en donde se encontraba, arrodillado, bajo una intensa oscuridad invadida de repente  por  luces de sirenas y ruido a muerte.
Las enfermeras le habían  quitado los vestigios del accidente: sangre, barro, pastos y restos de su propia piel magullada. Su cara, aunque hinchada por el golpe recibido, se mostraba apacible, como dormida. Inmerso en el profundo mundo de su inconsciente, su mente no parecía registrar actividad alguna.
De  pronto sintió una serie de sensaciones imprecisas y extrañas que arrebataron la claridad de su pensamiento y cayó en la triste verdad de que algo incomprensible, fuera de todo lo que ella consideraba normal, le estaba ocurriendo.
Salió de la sala de cuidados intensivos con la mirada extraviada, absorta en sus pensamientos cuando de pronto la interrumpió una voz suave:
_ ¿Usted es médica de terapia?
_ La mujer dejaba ver en su hermosa cara señas de haber transitado durante los últimos momentos por una angustia muy grande
_ ¿Cómo está Santiago Prussino? Soy su novia. Como desconocían su identidad no me habían avisado de lo ocurrido. Al no regresar a casa comencé a llamar a todos los hospitales y comisarías de la zona hasta que por fin di con él.
Entrecortada y débil, las palabras salían de su boca sin detenerse, como tratando de justificar de alguna forma su ausencia durante todas esas horas.
_ ¡Sé que no es éste el momento de dar información pero estoy tan preocupada! ¡Por favor! ¡Me puede decir algo sobre él!
Una telaraña de pensamientos encontrados la invadió al instante. La sutileza de las palabras, la angustia encerrada en su pequeño rostro pálido, el brillo que en él dejó una lágrima incontenible de dolor y conocer que ella era la novia de Santiago, ese hombre extraño que dormía un sueño de muerte y que invadía el suyo.
_ Soy la doctora Julia Troyano.  Pertenezco a la guardia del hospital. El paciente ingresó aproximadamente a las 22 horas. Presenta múltiples traumatismos y serias lesiones en órganos vitales. La complejidad del trauma craneoencefálico padecido produjo un estado de coma por el cual su novio, señorita, ha perdido la capacidad de pensar y percibir su entorno, es decir, está en un estado de inconsciencia. Se le administraron los tratamientos específicos para su caso: una intubación orotraqueal debido a la presencia de apnea, incapacidad para respirar por sí solo, se lo compensó adecuadamente, a través de una canalización venosa, con suero y medicamentos  para restablecer la presión, la glucosa en sangre y todos los elementos corporales vitales. El equipo neurológico está evaluando, a través de exámenes específicos,  el problema. Las primeras horas son críticas y definitorias. Sólo resta esperar cómo evolucionará el paciente. Créame que hemos hecho todo lo debidamente necesario. Deberemos tener paciencia y aguardar a que transcurran las próximas horas. Dentro de un cuadro  tan delicado su pronóstico es reservado.
Las palabras resonaban en la sala como si fueran emitidas a través de un megáfono invisible. Julia intentaba ser lo necesariamente objetiva e imparcial posible. Demostrar el grado de profesionalismo indicado para tranquilizar a la chica que con un ahogado llanto trataba de incorporar todo lo que iba escuchando.
La saludó amablemente y se retiró nerviosa hacia la sala de residentes de guardia. Una maraña de pensamientos la atravesó sin piedad. Las sensaciones encontradas sobre Santiago, sus visiones, la angustia de la chica, la incertidumbre del pronóstico.
Al regresar a su casa, luego de cumplir la jornada de veinticuatro horas en el hospital,  la ciudad se mostraba  inquieta como siempre. Había cesado por fin la lluvia. Tomó el mismo colectivo de siempre, compró las mismas rosquitas con azúcar de siempre y saludó a su vieja vecina que, como siempre, paseaba a su perro, como si el rito del acto realizado diariamente no pudiera nunca interrumpirse.
Luego de un baño revitalizador alcanzó a tomar un tibio té sin sabor con las debidas rosquitas y se derrumbó en una cama que la esperaba desde hacía un día. El cansancio atroz la sumió en un sueño tan profundo como largo. Al despertarse notó una luz extraña que provenía del baño. La oscuridad de la habitación delataba que ya la noche había sellado por completo su solemne trato con el día. El reloj mostraba un número que extrañamente le fue indescifrable. Se levantó confundida, tambaleante, sintiendo a cada paso dado la fuerza de sus latidos que manifestaban un raro y desconocido temor. Como si fuese un perturbado insecto movido por la luz se dirigió hacia el baño. La puerta estaba entrecerrada y un ruido leve a agua cayendo manifestaba que algo no estaba bien. Entró sigilosa y con la respiración retenida por el miedo. La pileta, el inodoro, la cortina que cubría la bañera, todo estaba en perfecto orden. El constante sonido del agua provenía de la ducha oculta por la cortina. ¿Habría dejado abierta la canilla luego de ducharse? Estaba tan cansada que tal vez no recabó en ello al salir del baño, como tampoco en apagar la luz. Con paso cauteloso se acercó y al correr la tela descubrió lo que había imaginado. Cerró el grifo y respiró profundamente. Una suave y reconfortante sensación de alivio la relajó. Al volverse hacia la puerta, de pronto y sin pensarlo siquiera, dirigió su vista al espejo que se hallaba frente a ella y fue entonces cuando,  la mirada que se encontraba en el fondo del mismo, la paralizó instantáneamente. Aturdida por el terror desatado alcanzó apenas a reconocer los ojos de Santiago, ahora abiertos y observándola fijamente en el espejo que le devolvía la imagen reflejada. Inmediatamente volteó su cabeza para encontrar la supuesta forma real situada a su espalda y en ese mismo momento se despertó sobresaltada. Un sudor frío recorría su rostro y la respiración agitada la sofocaba. Se sentó en la cama tratando de procesar las visiones surgidas en su pesadilla. De pronto  pensó en llamar a Oscar, su compañero de guardias en el hospital,  para preguntarle por Santiago. De paso averiguaría también algo sobre su identidad. Una intriga abrumadora la acosaba por saber quién era ese joven que la torturaba en sus sueños.
Las noticias sobre el accidente eran elocuentes. “Un camión embistió a un motociclista que transitaba por la avenida Belgrano. Aún se desconocen las causas del siniestro aunque es probable que la lluvia y el estado de la ruta hayan sido en parte responsables del trágico accidente. El joven de la moto está en estado crítico.”
Toda la información recibida, a través de Oscar y los diarios sumió a Julia en un estado catatónico. Tratando de encontrarle respuestas a las innumerables preguntas que se cruzaban por su cabeza se dirigió al hospital, aunque tuviera el día libre.
Santiago seguía dormido, sumergido en ese profundo mar de misterio que encierra la mente humana, conectado a las máquinas que le proveían de vida artificial. Julia se aproximó a él y lo contempló absorta en sus pensamientos. Buscó la carpeta donde estaba registrada la información concerniente a su estado durante las últimas horas y comenzó a leerlo. Tomó una silla y la acomodó al lado de la cama. Extrañamente la sorprendió una irresistible tentación por tomar su única mano sin cables ni sondas. Blanca, extremadamente blanca, la mano inmóvil descansaba al costado de su cuerpo inerte. Sintió la débil tibieza de su piel al contacto con la suya y, como en un arrebato de conciencia, por su mente lúcida comenzaron a transitar imágenes sin sentido, como en una película  surrealista.
Se alejó de inmediato, sobresaltada, cuando en el mismo instante entraba Tomás con una bandeja provista con diferentes medicamentos, dispuesto a suministrárselos al paciente. Al verla se sorprendió, no sólo por su presencia, ya que era su primer día de vacaciones, sino también por su semblante. Pálida, intensamente pálida, con ojos casi desorbitados, como si hubiese visto un fantasma y la respiración agitada que revelaba haber sufrido un gran susto.
_ ¡Julia, que sorpresa! Pero,…. ¿qué te pasa nena? ¿Te sentís bien? ¡Estás helada!
_ ¡Tomás!
_ Pronunció el nombre casi entrecortado de su amigo
_ No, la verdad es que me siento terrible
_ Dijo saliendo del estado de estupor en el que se hallaba
_ Como estaba cerca del hospital quise venir a ver al chico. Quedé muy preocupada ayer al irme.
Sus palabras sonaban un tanto increíbles, ya fuera por el tono de su voz como por el hecho en sí mismo,  no era su costumbre visitar pacientes de terapia en su día franco.
Tomás la tomó de su hombro y la llevó hasta la sala de enfermería, situada al final del corredor extenso de la zona de terapia intensiva.
_Tomemos un té para relajarnos
_ Propuso  cordial.
El diálogo que sobrevino entre ellos alivió la tensión sufrida por Julia durante la extraña experiencia vivida al tomar contacto con Santiago. Mas nada habló sobre la increíble situación que estaba viviendo.
Ya en su casa y pensando sobre la posibilidad de no conciliar el sueño, tuvo la irresistible tentación de ingerir un somnífero que la tranquilizara. Al día siguiente viajaría con Juana hacia un tranquilo lugar de la costa, a unos seiscientos kilómetros de distancia. Hacía unos meses que estaban planeando este viaje y  habían logrado alquilar una cómoda cabaña frente al mar. Juana era su incondicional amiga de toda la vida, de aquellas que llegan para nunca más irse. Podría decirse que la relación que las unía era más bien la de hermanas. Ambas habían asistido al mismo colegio durante la infancia y adolescencia pero Juana eligió abogacía mientras que Julia se inclinó por la medicina. A pesar de eso continuaron su estrecha relación de amistad.
Inmediatamente desechó la idea del somnífero considerándola innatural. Lo que fuera que le estuviese ocurriendo debería enfrentarlo con lucidez, sin miedo. Esta decisión la llenó de coraje y una cierta seguridad en sí misma que le dio la paz necesaria para quedarse profundamente dormida.
La oscuridad de la noche la atrapó en la habitación inundada por un denso silencio. Inmediatamente una luz, proveniente de la puerta, diluyó las sombras y la figura esbelta de un hombre se acercó pausadamente hasta su cama. Se incorporó lo más que pudo en la cama pensando para sí misma que era sólo una pesadilla más. Con sus ojos bien abiertos observó al hombre que, frente a ella, la miraba como buscando ayuda. Reconoció que era Santiago. Extendió su mano para alcanzar la del hombre parado frente a ella y al tomarla lo vio con toda claridad, como si de pronto el sol con toda la luminosidad posible inundara la habitación. Era tan diferente su rostro. Tranquilo, sereno, sin ese marcado rictus de dolor físico que todos los pacientes sin proponérselo muestran. Llevaba una camisa color ámbar, abierta hasta el tercer botón por donde se entreveía el suave bello de su pecho masculino. La belleza de sus facciones la estremeció y encontró sus ojos en los suyos. La claridad de la mirada y la sonrisa de sus labios entumecieron sus miembros y quedó paralizada por el éxtasis irrefrenable de aquella belleza física y espiritual que la contemplaba. Inmersa en un  laberinto de sensaciones Julia se sintió desfallecer.
Un nudo en la garganta enmudeció las palabras que quería decirle. Sólo era una visión irreal. Santiago sólo era un despojo humano que ya no respondía a ningún estímulo. Se le nublaron los ojos y pensó en abrazarlo fuerte, en transmitirle la vitalidad necesaria para que volviera a ser él mismo. No sentía ya miedo alguno, no veía en él a ningún fantasma, tampoco comprendía bien lo que pasaba. ¿Cómo podía ser que le estuviera sucediendo esto justo a ella? Ella, que se reía de Juana cada vez que leía un horóscopo o refería  un milagro.
Toda su vida había transcurrido entre metas a alcanzar, el estudio, la independencia económica, la posibilidad de ascender profesionalmente. Curiosamente en el plano sentimental no se había propuesto nada, o tal vez no había querido hacerlo. A pesar de contar con una muy buena apariencia, Julia nunca había tenido una relación amorosa seria con ningún hombre.  Poseía un atractivo físico considerable por su altura, sus ojos intensos y un pelo renegrido que caía alborotado sobre los hombros, además del don de despertar confianza en los que se le acercaran. Su amabilidad, el tono suave de su voz, la serenidad de sus palabras, la simpleza y humildad en el trato y una característica peculiar suya, la capacidad de encontrar en cada situación de la vida, por más trivial o compleja que fuera, una chispa de humor y transformarla. Extrañamente, a pesar de ser deseable por su apariencia y su personalidad, Julia, con sus veintisiete años, no había encontrado el amor.
La imagen de Santiago se desvaneció en el mismo instante en que el sonido de su despertador le avisaba que  eran las siete. Confusa y aturdida retomó las riendas de su cordura, cada vez más débil. Se juró no pensar más en el hombre que la estaba atormentando desde su inconsciente. Preparó su equipaje y salió al encuentro de Juana. Serían tres semanas de relax y tranquilidad,  deseadas y esperadas,  nada debía enturbiar el momento. Y se prometió a sí misma llevarlo a cabo. Por ese motivo decidió no hablar de lo ocurrido con Juana y mucho menos pensar en Santiago.
Los paisajes nuevos tienen esa particularidad de renovar el espíritu cansado. Las dos amigas se acomodaron en la cabaña frente al mar. En todo el viaje habían estado charlando, riendo, recordando y planeando cada hora de cada día que las aguardaba.
Durante los primeros días disfrutaron de la playa, del sol, de la brisa fresca del mar y de sí mismas. La distensión y el relax le habían hecho olvidar casi por completo las alucinaciones anteriores.
De pronto una noche apareció. Una espesa nube inundó la habitación en la que Julia dormía, como si fuera un gris y denso humo que casi no permitía divisar nada, que la asfixiaba y confundía. Creyó inmediatamente que se trataba de un incendio y se incorporó en su cama. Al hacerlo la sofocó la visión repentina de dos grandes ojos que, emergidos de entre las sombras la miraban insistentes. Julia quiso gritar pero un nudo invisible estrangulaba su garganta. Por más que intentaba escapar de esa situación no podía,  estaba inmovilizada, aturdida, aterrorizada. Al cabo de unos segundos  logró reconocer que se trataba de la misma imagen del joven del hospital, de Santiago. El chico le hablaba un mudo lenguaje. Sus labios se movían desesperados y sin voz, sus ojos desorbitados buscaban los suyos insistentes, las formas extrañas de su cuerpo se movían suplicantes y en la tácita noche sumergida en tinieblas Julia comenzó a entenderlo aún sin palabras: era un silencioso grito de auxilio.  Santiago luchaba por la libertad de su alma encerrada en el infierno de un cuerpo muerto. El  angustiante estado de sentir que estaba atrapado en la cárcel de su ser laxo y desprovisto de vida y que mientras las numerosas máquinas lo conectaran con el hilo que artificialmente lo sostenía en este mundo,  las puertas de la libertad seguirían atrancadas. Caras amadas que lloraban su apócrifa ausencia. Inacabables horas, interminables días que se sucedían unos tras otros en una aborrecible continuidad de inexistencia.
Por una extraña razón, por un divino milagro, había encontrado en Julia una posible puerta hacia esa ansiada libertad. Aquella desconocida muchachita delgada de ojos dulces y alma sensible se había conectado con él, o mejor dicho, con lo que quedaba de él. Era su única esperanza de soltar esas terribles amarras que lo sostenían a un pobre cadáver incorrupto.
Julia supo entonces que ya no volvería a descansar hasta que escuchara esa ahogada voz y que su vida nunca sería la misma.
 Los días y las noches que siguieron estuvieron cargados por la misma intensidad, por la misma desesperación, por la misma inexplicable locura. Julia callaba su alienante estado y mientras día a día se sumergía cada vez más en ese delirio que antecede a la deshumanización de la demencia, Juana, que veía su transformación, no lograba entender nada. Nada había que decir. Nada se podía explicar. Nada se podía hacer. El deterioro psíquico fue in crescendo a medida que los días y las noches desfilaban por su vida como verdaderos fantasmas de sombras y locura.
Las vacaciones finalizaron antes de lo previsto. La situación se tornó casi insostenible ya que Julia, sin poder dormir y acosada por las extrañas apariciones nocturnas se convirtió en un ser irritable al extremo, desesperada, además, por la imposibilidad de confiarle a Juana lo que podría considerar  como un síntoma de enajenación mental.
Al regresar no dudó un instante en lo que  había decidido.
Ya sola en su casa no se demoró en desempacar. Tomó un taxi y se dirigió al único sitio que debía ir.
Los ruidos del recinto aturdían los oídos que atentos trataban de escuchar el tan esperado veredicto. El juicio ya llevaba dos meses y por fin llegaba el momento de la resolución. El jurado llamó a silencio a los presentes. Entre las caras conocidas se encontraban la de su amiga y hermana del alma Juana, Tomás, los compañeros de guardia, el querido profesor de residentes Dr. Alaos, también había varios periodistas que apuntaban en cuadernos gordos palabras que describían aquella escena final de la trágica obra de su vida.
Tuvo la extraña sensación de que Santiago la observaba desde algún lado. Sonrió al pensarlo. Acercó su mano, atrapada en las esposas, al vidrio empañado de la ventana y el pequeño zorzal rojo voló desde la espesa capa de hojarasca amarilla hasta el alfeizar. Una suave melodía comenzó a brotar de aquella avecita inquieta. La dulzura de su canto la apartó de la angustiante sensación que la invadía por dentro. Las voces resonaban sordas en su entorno. Parecía como si estuviese fuera de la sala, en otra dimensión, alejada de ese espacio cruel en el que hombres desconocidos  la juzgaban desde el estrado. De pronto se dio cuenta de que la frase final ya había sido pronunciada. Las palabras más importantes de toda su vida. Aquellas que tendrían la potestad de cerrar las puertas de su futuro y confinarla al encierro definitivo o las que la liberarían de toda esta carga que segundo a segundo se iba haciendo cada vez más insostenible. Todos esos días, semanas, meses interminables por los que había pasado. La soledad de una celda. La violencia que encerrada entre rejas pujaba por escapar a cualquier costo y ella tratando de sobrevivir a ese infierno en el que los seres humanos pierden su cualidad de tal para convertirse en pobres fieras atrapadas en un cubículo inmundo de suciedad y odio.
Eran las nueve de la noche. El taxi estacionó frente al viejo edificio del Hospital Provincial de San Pedro. Julia bajó rápido, bruscamente cerró la puerta del vehículo y en una carrera descuidada y desesperada entró al lugar. Las enfermeras de cuidados intensivos cumplían sigilosas sus rutinas. En el angosto pasillo lo encontró a Tomás. Sus pasos apurados quisieron evadirlo pero fue imposible.
_ ¡Julia! ¡Qué sorpresa! Pero… ¿No estás aún de vacaciones? ¿Qué estás haciendo por acá?
_ Hola Tomi. Sí, es verdad, acabo de llegar de la Costa. Es que me puse a buscar una libreta en la que tengo agendados números importantes de teléfonos y no la he podido encontrar. Así que pensé que tal vez pudiera estar aquí
_Casi por instinto buscó la información que tanto ansiaba y le preguntó, sin pensarlo demasiado _ Decime, ¿Cómo están las cosas por aquí? ¿El chico del accidente en moto sigue vivo?  ¿El tal Santiago Prusino?
_Ah, ¿el pibe en coma?, no lo he vuelto a ver. Le diagnosticaron estado vegetativo persistente. Lo trasladaron a una clínica de cuidados específicos. Por lo demás todo sigue igual. El mismo traqueteo diario de siempre.
Julia quedó desconcertada ante la noticia. El cuerpo de Santiago ya no se encontraba allí. Había corrido desesperada para tratar de hallar una respuesta que la sacara de aquella terrible situación en la que se encontraba sumida. Una locura indescriptible. Un enigma indescifrable que tal vez al ver a Santiago pudiera  llegar comprender.
A pesar de la ausencia física, Santiago seguía atormentándola en sus sueños, buscándola entre las sombras de la noche con ese ruego insistente que aumentaba día a día.
¿Me pedís ayuda? ¿Cómo puedo ayudarte yo si ni siquiera sé dónde estás? ¿Por qué me estás torturando de esta forma Santiago? Ya no tengo vida. Hace semanas que casi no duermo. Estoy enloqueciendo.
Las respuestas resonaban sordas entre los muros de su habitación dentro del silencio de la noche y la imagen de Santiago se desvanecía.
Luego de varios días decidió buscarlo. Se fijó en el registro de pacientes, encontró los detalles de su caso y el nombre de la clínica donde había sido trasladado.
Tan dudosa como desesperada se dirigió al lugar en el que se hallaba. Un centro privado de rehabilitación con  tecnología de avanzada lo estaba asistiendo en su estado.
A través de mentiras y artimañas variadas y muy inteligentemente pensadas con antelación logró llegar hasta donde yacía el cuerpo dormido de Santiago. No fue fácil. Tuvo que recurrir a todo su arsenal de conocimientos, a su condición de médica y a su habilidad de persuasión. Estos centros de altísimo costo que son casi infranqueables denotaban la condición socio económica de sus pacientes.
Su respiración se agitó y los latidos del corazón se intensificaron al verlo tendido en su cama. Ya no estaba conectado a respiradores y extrañas máquinas. Su rostro dormido emanaba una sensación placentera de paz y armonía tan contradictorias como visibles ya que su alma luchaba por liberarse de ese cuerpo inerte y muerto. Un hermoso rostro delataba lo apuesto que habría sido Santiago antes de su trágico accidente. Alto, de proporciones equilibradas, cabello castaño claro y facciones delicadas. Julia desconcertada por la vorágine de sensaciones encontradas no dejaba de mirarlo, de preguntarse, dentro del silencio de su mente, qué podía hacer ella, qué estaba haciendo ella allí…
Tomó una de sus manos libre de sondas y comenzó a mirarlo intensamente. Una tras otras  lágrimas de impotencia y angustia surcaron el rostro de Julia. De pronto unos pasos ligeros se acercaron al recinto y con brusquedad una mujer le gritó asustada
_ ¿Qué hace usted aquí? ¿Quién es? Voy a llamar a la guardia inmediatamente. ¡Cómo puede ser que este lugar no disponga de los controles necesarios y pueda entrar cualquiera!
_ Por favor cálmese señora
_ Dijo Julia en un todo tan dulce como tranquilizador  y luego de presentarse como la doctora que lo había atendido en un primer momento le explicó que debido al hecho de haberse ausentado y a la necesidad de conocer sobre el estado de su paciente llegó hasta ese lugar.
El diálogo cordial y la sensación de ayuda que le inspiró a esa mujer soberbia y exaltada hicieron que se ganara su confianza lo que permitió que Julia accediera a visitar a Santiago las veces que ella quisiera.
Los días que siguieron no fueron diferentes. Su tiempo dividido entre el trabajo y las visitas a Santiago. Su imagen torturante  por las noches diciéndole que lo ayude,  que era insoportable su condición. Se acercaba en sus sueños y le hablaba. Ya no era traumático verlo en ese estado y hasta entablaba charlas con él. Una noche se presentó diferente:
_Mi tiempo a tu lado llegó a su fin, Julia. Tengo la firme idea de que no volveré a verte. Te dejaré tranquila con tu vida, te libraré de esta pesada carga que he sido para vos. No puedo seguir atormentándote de esta forma. Mi alma clama por la libertad mientras que encarcelo a otra persona en la prisión de la impotencia. Nunca me podrás ayudar porque vos das vida y yo no quiero más esta vida. Qué vida es ésta que no me deja abrazarte,  besarte, tomar tus manos entre las mías y sentir tu calor. La desesperación de ser libre se acrecienta con mis sentimientos, Julia. Te encontré en la peor noche de mi vida y aquí estás a mi lado, incondicionalmente. No quiero  hacerte sufrir más. Si pudiera elegir una condición física diferente me bastaría con ser un ave libre, tan sólo con eso me conformaría para verte no sólo con el espíritu y llegar a tus oídos aunque sea con un simple trino de pájaro. Este infierno en el que está mi alma no debe alcanzarte. Vengo a despedirme. En todo este tiempo transcurrido descubrí el verdadero amor, el amor desinteresado de un alma pura como la tuya. Vos no podés liberarme a mí de esta condición en la que me encuentro pero yo sí puedo liberarte a vos, mi amor, de mi hostigamiento, de esta carga en la que me he transformado y que  ha ido absorbiendo tu vida. Te devuelvo ahora la libertad que tanto te exigí y te quité.
Su imagen se desvaneció y Julia sintió que todo había acabado. Su corazón dio un vuelco y la angustia se apoderó de su alma. Todo ese tiempo deseando este momento y ahora era insoportable no tenerlo, aunque sea de esa forma.
Dos policías pertenecientes a la guardia del tribunal se acercaron tomando sus débiles brazos atrapados por las esposas de acero que brillaban con la escasa luz del recinto. El zorzal de la ventana la contemplaba.  Mientras sacudía su plumaje suave le regaló su última melodía. Un canto triste y libre que Julia logró comprender. Ese canto de libertad que tanto ansiaba, que tanto había deseado Santiago y que ella, contradictoriamente a sus principios, le había regalado cuando, la mañana después de su despedida, sin dudarlo, llegó hasta el centro de rehabilitación llevando consigo la dosis necesaria de morfina  para que Santiago se pudiera liberar de su cuerpo. Y en medio de un acto de amor inconmensurable lo ayudó a irse…