El 10 de mayo de 1933 Paraguay le declara la
guerra a Bolivia. Los dos pueblos más pobres de América del Sur, lo que no
tienen mar, los más vencidos y despojados, se aniquilan mutuamente por un
pedazo de mapa. Escondidas entre los pliegues de ambas banderas, la Standard Oil Company
y la Royal Dutch
Shell disputan el posible petróleo del Chaco. Metidos en la guerra, paraguayos
y bolivianos están obligados a odiarse en nombre de una tierra que no aman, que
nadie ama: el Chaco es un desierto gris, habitado por espinas y serpientes, sin
un pájaro cantor ni una huella de gente. Todo tiene sed en este mundo de
espanto. Las mariposas se apiñan, desesperadas, sobre las pocas gotas de agua.
Los bolivianos vienen de la heladera al horno: han sido arrancados de las
cumbres de los Andes y arrojados a estos calcinados matorrales. Aquí mueren de
bala, pero más mueren de sed. Nubes de moscas y mosquitos persiguen a los
soldados, que agachan la cabeza y trotando embisten a través de la maraña, a
marchas forzadas, contra las líneas enemigas. De un lado y del otro, el pueblo
descalzo es la carne de cañón que paga los errores de los oficiales. Los
esclavos del patrón feudal y del cura rural mueren de uniforme, al servicio de
la imperial angurria. Habla uno de los soldados bolivianos que marcha hacia la
muerte. No dice nada sobre la gloria, nada sobre la patria. Dice, resollando: Maldita
sea la hora en que nací hombre.
Contará Augusto Céspedes, del lado boliviano,
la patética epopeya. Un pelotón de soldados empieza a excavar un pozo, a pico y
pala en busca de agua. Ya se ha evaporado lo poco que llovió y no hay nada de
agua por donde se mire o se ande. A los doce metros, los perseguidores del agua
encuentran barro líquido. Pero después, a los treinta metros, a los cuarenta y cinco,
la polea sube baldes de arena cada vez más seca. Los soldados continúan
excavando, día tras día, atados al pozo, pozo adentro, boca de arena cada vez
más honda, cada vez más muda; y cuando los paraguayos, también acosados por la
sed, se lanzan al asalto, los bolivianos mueren defendiendo el pozo, como si
tuviera agua.
Contará Augusto Roa Vastos, del lado
paraguayo, la patética epopeya. También él hablará de los pozos convertidos en
fosas, y del gentío de muertos, y de los vivos que sólo se distinguen de los
muertos porque se mueven, pero se mueven como borrachos que han olvidado el
camino de su casa. Él acompañara a los soldados perdidos, que no tienen ni una
gota de agua para perder en lágrimas.
Después de noventa mil muertos, acaba la
guerra del Chaco. Tres años ha durado la guerra, desde que paraguayos y
bolivianos cruzaron las primeras balas en un caserío llamado Masamaclay (que en
lengua de indios significa lugar donde pelearon dos hermanos). Al mediodía
llega al frente la noticia. Callan los cañones. Se incorporan los soldados, muy
de a poco, y van emergiendo de las trincheras. Los haraposos fantasmas, ciegos
de sol, caminan a los tumbos por campos de nadie hasta que quedan frente a
frente el regimiento Santa Cruz, de Bolivia, y el regimiento Toledo, del
Paraguay: los restos, los jirones. Las órdenes recién recibidas prohíben hablar
con quien era enemigo hasta hace un rato. Solo está permitida la venia militar;
y así se saludan. Pero alguien lanza el primer alarido y ya no hay quien pare
la algarabía. Los soldados rompen la formación, arrojan las gorras y las armas
al aire y corren en tropel, los paraguayos hacia los bolivianos, los bolivianos
hacia los paraguayos, bien abiertos los brazos, gritando, cantando, llorando, y
abrazándose ruedan por la arena caliente.