El último otoño, cuando le
propuse a mi amigo el Dr. Carlos estudiar ajedrez, con la idea de emerger de
nuestra rústica condición de jugadores de bar (Varela Varelita, viernes,
18.30), no había leído Muerte de reyes, de George Steiner (“La música,
las matemáticas y el ajedrez son actividades maravillosamente inútiles,
metafísicamente triviales e irresponsables. Se resisten a conectarse con el
mundo y aceptar la realidad como árbitro”). Ignorantes, un viernes a las nueve
de la noche entramos en la casona de Paraguay y Callao, cruzamos un pasillo con
libros y apuntes anillados, y buscamos a nuestro profesor, Luis Scalise, ex
compañero mío en Clarín, mítico
personaje del Club Argentino de Ajedrez. No lo veía desde hacía trece años.
En el salón de la planta baja,
entre hombres/escultura que sostenían sus mentones, pensadores de Rodin frente
a tableros, lo reconocí de espaldas: Luis miraba una película en una
computadora, sin sonido; un western, género que –lo supe después domina tanto
como el ajedrez. Lo saludé con la mano. Ensanchó su sonrisa muda y con una
mímica enfática, mezcla de saludo cordial y pedido de silencio, nos señaló el
pasillo. Afuera, se sacudió un hombro, el otro, como si espantara mosquitos, y
nos dijo: “Me llaman Caspablanca”. El mundo se divide, definitivamente, entre
los capaces de reírse de sí y los incapaces.
Un misterio: parecía más sereno y
feliz, aun, que en mi recuerdo. Subimos por una escalera de madera quejosa: en
el descanso, un rey negro de medio metro y fotos de los campeones del mundo. En
la planta superior, una atmósfera entre turfística y aristocrática. Las mesas
de las finales Capablanca-Alekhine (1927) y Fischer-Petrosian (1971), con las
piezas detenidas para siempre en la movida fatal o gloriosa, según la
perspectiva. Hogares a leña, arañas, cortinas pesadas, juegos modelo Staunton,
relojes dobles. Londres, siglo XIX, pensé. Y sin embargo, no sentí que aquel
mundo fuera anacrónico ni ajeno.
Esa noche soñé con mi padre y su
amigo Néstor jugando ajedrez: una escena real de mi infancia. Salvo que mi
viejo, al que nunca vi fumar, sostenía un habano; y Néstor, con su cara
vagamente anglosajona, vagamente equina, era Bobby Fischer y también Dick Van
Dyke. Al despertarme, recordé una anécdota contada por Luis: el gran Najdorf,
en Cuba, jugando simultáneas con los líderes de la Revolución. Diplomático,
en un punto les ofreció tablas. El Che se negó: cayó dando batalla. Fischer,
pensé por otro lado, era, a comienzos de los 70, el hombre que enfrentaba –sin
más compañía que su genialidad y su locura– a la “poderosísima maquinaria
soviética”. O eso, al menos, decían los medios.
Pero volvamos al presente. Desde
aquella clase inaugural, con el Dr. aguardamos –como si fuéramos jóvenes,
incapaces de presentir o, mejor, capaces de no presentir– el viaje de los
viernes: Varela Varelita, colectivo 111, el hipertenso corazón porteño que se
esfuma en Paraguay 1858, la sonrisa de Luis, nuestro generoso buda. El Club
Argentino es, entre tantas otras cosas, una grieta en lo real. Un cosmos donde
la elegancia puede prescindir de la vanidad; el coraje, de la autodestrucción;
el lenguaje, de la palabra. Lo habitan héroes solitarios; algunos dirán
antihéroes, da lo mismo. El Che, Bobby Fischer, el incesante Najdorf –que le
daba 100 dólares al conserje para que no cerrara el club hasta las 6 de la
mañana–, mi viejo, Néstor, el Dr. Carlos, los protagonistas de los westerns de
Luis, Luis, sobre todo, y el resto de los ajedrecistas forman parte de lo que
intento explicar.
A veces siento que los personajes
del Club Argentino merecerían un documental. Me pregunto si sus extravagancias
serán causa o consecuencia del ajedrez. La única certeza es que ahí se sienten
–nos sentimos– a salvo de los fallos de la realidad. Preferible acatar los de Luis,
que es árbitro internacional y nunca lastima. Dice Steiner:”Hay momentos
mágicos en los que criaturas normales dedicadas a otra cosa, como Lenin o yo
mismo, sienten la tentación de renunciar a todo –matrimonio, hipoteca, carrera
o Revolución Rusa– para pasar días y noches moviendo pequeños objetos tallados,
sobre un tablero cuadrado. Ante el tablero, aun cuando sea el más barato de los
juegos portátiles de plástico, nuestros dedos se crispan y un leve escalofrío
recorre la columna. Y no se trata de ganar dinero ni de obtener conocimiento o
renombre, sino de un encantamiento autista, tan puro como los cánones
invertidos de Bach o la fórmula de los poliedros de Euler”.
Por Miguel Frías
Fuente de la nota: Clarín.com 18-01-2014