Un vagabundo culto,
insolvente y feliz
Por Mario
Vargas Llosa
LIMA.-
Cuando estoy en Madrid camino todos los días, temprano en las mañanas, por un
circuito que, arrancando de la Plaza de las Descalzas, me lleva a cruzar la
Plaza de Isabel II, el Palacio de Oriente, pasar ante los Jardines de Sabatini,
bordear el Parque Debod, bajar por el Paseo del Pintor Rosales hasta la
transversal que se hunde en el Parque del Oeste, dar allí media vuelta y
desandar todo lo andado por un desvío que me permite recorrer, esta vez desde
el interior, todo el Parque Debod y divisar a veces la solitaria ardillita que
vive allí, saltando entre sus árboles. Es un itinerario tranquilo y agradable,
que toma una hora justa, en la que suelo cruzarme y descruzarme con las mismas
personas: el cojito del gran danés, el japonés marcial y su paso de ganso, las
alegres comadres del Debod y su solitario gonfalonero, y Ángela Molina
despidiendo a su hijita menor en la puerta del autobús de su colegio.
Pero hace
algunos años advertí una novedad en mi recorrido: una de las bancas del paseo
que discurre al pie de la suave colina donde está el templo egipcio había sido
decorada con las hojas y ramitas que el viento arranca y había en este arreglo
una gracia y un buen gusto que llamaban la atención. No muchos días después
conocí al decorador. Nunca supe su nombre y me acostumbré a llamarlo siempre el
hombre-florero. Porque él se decoraba también a sí mismo, con la elegancia y
picardía con que adornaba la banca en la que -supongo- vivía y dormía. A
diferencia de la mayoría de las personas que pasan la noche en las bancas y
jardines del lugar, y que suelen ser moldavos, rumanos y búlgaros, el
hombre-florero era español y, por su acento, inequívocamente castellano. Al
pasar yo frente a su banca, ya estaba lavado, peinado y decorado, con flores,
hojas y ramitas que animaban su sombrerito y sus orejas, su camisa y hasta sus
pantalones. Había mucha gracia en la manera como se engalanaba y, más tarde,
cuando nos hicimos amigos, me aseguró enfáticamente que toda esa vegetación con
la que él coloreaba su banca, su cuerpo y su atuendo no había sido jamás
arrebatada por él a las plantas, las flores o los árboles, sino por otros o por
el viento: él se limitaba a recogerla del suelo y a darle una segunda vida, ya
no natural, sino estética.
Nuestra amistad
nació de un episodio circunstancial. Una de esas mañanas, al pasar frente a su
banca, vi al hombre-florero discutiendo con dos policías que querían sacarlo de
allí, alegando que esa banca que él había convertido en su vivienda y en una
especie de monumento a la ecología y al arte bruto era un bien público. Me
apenó mucho que fueran a echarlo de allí y me atreví a interceder por él. Por
fortuna, los dos policías me reconocieron y se dejaron convencer por mis
razones, que eran éstas: el hombre-florero no hacía daño a nadie ni a nada, más
bien colaboraba con los recogedores de la basura y había convertido aquella
banca del Parque Debod en una obra de arte que podía seguir siendo usada y a la
vez admirada por los transeúntes.
Desde entonces,
y mientras vivió en el Parque Debod, el hombre-florero, apenas me veía venir,
se ponía de pie, me acompañaba un buen trecho y conversábamos. Aunque, en
realidad, hablaba sobre todo él y yo lo escuchaba, fascinado por sus
conocimientos. Me ofrecía siempre, como una guía viviente, todos los
espectáculos artísticos de que uno podía disfrutar gratis en Madrid en esa
jornada o en las venideras: ensayos de orquestas o cantantes, películas u obras
de teatro que se daban en las embajadas, centros culturales extranjeros,
iglesias, cofradías, conferencias, mesas redondas, recitales, exposiciones y,
un día, hasta una función gratuita que daba un circo ¡para enfermos,
discapacitados e invidentes! Él asistía a todo eso y por ello tenía sus días
muy ocupados, pues se desplazaba por Madrid naturalmente siempre a pie. Su amor
por todas las manifestaciones de la cultura era tan genuino como el que
profesaba a la naturaleza, y sus opiniones sobre películas, dramas, pinturas,
música e ideas (a condición de que no fueran políticas, contra las que parecía
vacunado) siempre me parecieron respetables.
Era un hombre
relativamente joven -entre 40 y 50, calculo- y nunca parecía haber llevado otra
vida que ésta, es decir, la de un hombre-florero de la calle, contento y entusiasta
con lo que hacía y, sobre todo, con lo que no hacía. Muchas veces tuve la
tentación de entrevistarlo, para saber cómo y por qué había llegado a ser eso
que era -un vagabundo culto, insolvente y feliz- y preguntarle si a veces no lo
sobresaltaba el temor de una enfermedad, de una vejez sin recursos, si en esa
soledad irreductible en la que parecía confinado no echaba a veces de menos la
idea de una pareja, de una familia, pero nunca me atreví. Tenía la impresión de
que someterlo a ese género de interrogatorio podía ofenderlo.
Un día descubrí
que otro de sus quehaceres era echar una mano a los drogadictos que, como él,
habían hecho de la calle su hogar. Había sobre todo un muchacho de origen
mexicano que caía por las noches en el Parque Debod y que, psíquicamente
maltratado por la heroína, padecía de ataques autodestructivos y hablaba de
suicidarse. Seguí a través de lo que me contaba sus desesperados esfuerzos para
convencerlo de que, pese a todo, la vida valía la pena de ser vivida, porque
había en ella muchas cosas hermosas, incluso para quienes carecían de recursos.
Un día me aseguró, resplandeciente de felicidad: "Creo que lo he
convencido". Era un optimista visceral y siempre estaba risueño. Un día me
atreví a preguntarle si una persona sin dinero, en Madrid, no estaba
irremediablemente condenada a perecer de inanición. "En absoluto", me
explicó. Y de inmediato me enumeró por lo menos una docena de refectorios y
comederos regentados por órdenes religiosas -católicas, evangélicas- o sociedades
laicas que ofrecían bocadillos o la tradicional "sopa de pobres" a
los menesterosos de la ciudad.
Como paso
intervalos de largos meses fuera de Madrid, al retorno de uno de ellos me llevé
la desagradable sorpresa, en mi caminata tempranera, de que la banca del hombre-florero
ya no existía. ¿La había abandonado él mismo, empujado por su espíritu nómada,
o la habían destruido unos policías menos tolerantes que aquellos gracias a los
cuales nació nuestra amistad? Me entristeció mucho la desaparición de ese amigo
momentáneo que daba siempre una nota emotiva y cálida a los paseos con que
comienzo el día. Pregunté a las alegres comadres del Parque Debod y ninguna de
ellas se acordaba siquiera de él. Pero el cojito del perro gran danés me dijo
que, aunque él mismo no lo había visto con sus ojos, pensaba que se había
mudado a la Plaza de Oriente, porque había divisado allí una banquita con los
adornos vegetales con que arropaba su banca de estos lares.
No encontré la
tal banca, pero sí lo encontré a él, muchos meses después de aquello que
cuento, al pie de la bella estatua ecuestre de la Plaza de Oriente. Nos dimos
un abrazo. Era el mismo personaje risueño, entusiasta y reconciliado con la
vida de antaño, pero era también otro. Ya no había rastro de vegetación en su
ropa ni en su cuerpo, y, en su boca, no era la cultura la que llevaba la voz
cantante sino la religión. Me habló, de entrada y sin parar, como si
retomáramos una conversación de la víspera, y con la misma fogosidad de antaño,
del Santo Padre Pío de Pietrelcina, un monje capuchino italiano que, al
parecer, hizo milagros y exhibía en sus manos los estigmas de la pasión de
Cristo, sobre el que tenía una información apabullante. Conocía su vida, sus
enfermedades, sus virtudes, sus hazañas sobrenaturales, y, como en el pasado me
recomendaba espectáculos, charlas, recitales o exposiciones, ahora me ilustró
sobre las misas donde se escuchaban los sermones más inspirados y donde se oía
a los mejores coros de la ciudad y a las tertulias sagradas que valía la pena
no perderse. Al despedirnos, me dejó en las manos un prospecto de las
actividades de la semana en el vecino Monasterio de la Encarnación.
Fue la última
vez que lo vi, hace de esto dos o tres años. ¿Por qué escribo sobre él? Porque
esta mañana, mientras hacía mi caminata matutina en el malecón de Barranco,
dentro de una neblina que anuncia ya el próximo invierno de Lima, de repente
creí verlo, al borde de los acantilados, pobre y libérrimo, exaltado y feliz,
más que nunca convencido de que en esta vida nadie tiene derecho de aburrirse
ni de deprimirse, porque, pese a todo, ella es lo mejor que nos ha pasado.
Fuente: Diario La Nación (6-4-2015) http://www.lanacion.com.ar/1781866-un-vagabundo-culto-insolvente-y-feliz