La tarde del
sábado 11 de abril, víspera del II Domingo de Pascua, el Santo Padre Francisco
convocó oficialmente el Jubileo Extraordinario de la Misericordia con la
publicación de la Bula "Misericordiae vultus". Al ingreso de la
Basílica de San Pedro, el Obispo de Roma entregó la Bula a los cuatro
cardenales arciprestes de las basílicas papales de Roma: el Cardenal Ángelo
Comastri, arcipreste de la Basílica de San Pedro en el Vaticano, el Cardenal
Agostino Vallini, arcipreste de la Basílica de San Juan de Letrán, el Cardenal
James Michael Harvey, arcipreste de la Basílica de San Pablo Extramuros, el
Cardenal Santos Abril y Castelló, arcipreste de la Basílica de Santa María la
Mayor. Con la lectura de algunos extractos del documento oficial de
convocatoria del Año Santo extraordinario a cargo del Regente de la Casa
Pontificia, Mons. Leonardo Sapienza, Protonotario Apostólico, se dio inicio a
la celebración de las Primeras Vísperas del Domingo de la Divina Misericordia.
EXTRACTOS
DE LO LEIDO POR MONS. SAPIENZA, EN PRESENCIA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Jesucristo es el
rostro de la misericordia del Padre. El misterio de la fe cristiana parece
encontrar su síntesis en esta palabra. Ella se ha vuelto viva, visible y ha
alcanzado su culmen en Jesús de Nazaret. El Padre, « rico de misericordia » (Ef
2,4), después de haber revelado su nombre a Moisés como « Dios compasivo y
misericordioso, lento a la ira, y pródigo en amor y fidelidad » (Ex 34,6) no ha
cesado de dar a conocer en varios modos y en tantos momentos de la historia su
naturaleza divina. En la « plenitud del tiempo » (Gal 4,4), cuando todo estaba
dispuesto según su plan de salvación, Él envió a su Hijo nacido de la Virgen
María para revelarnos de manera definitiva su amor. Quien lo ve a Él ve al
Padre (cfr Jn 14,9). Jesús de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda
su persona1 revela la misericordia de Dios.
Siempre tenemos
necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría,
de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la
palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el
acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia:
es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con
ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia:
es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de
ser amados no obstante el límite de nuestro pecado.
Hay momentos en
los que de un modo mucho más intenso estamos llamados a tener la mirada fija en
la misericordia para poder ser también nosotros mismos signo eficaz del obrar
del Padre. Es por esto que he anunciado un Jubileo Extraordinario de la
Misericordia como tiempo propicio para la Iglesia, para que haga más fuerte y
eficaz el testimonio de los creyentes.
El Año Santo se
abrirá el 8 de diciembre de 2015, solemnidad de la Inmaculada Concepción. Esta
fiesta litúrgica indica el modo de obrar de Dios desde los albores de nuestra
historia...
El domingo
siguiente, III de Adviento, se abrirá la Puerta Santa en la Catedral de Roma,
la Basílica de San Juan de Letrán. Sucesivamente se abrirá la Puerta Santa en
las otras Basílicas Papales. Para el mismo domingo establezco que en cada
Iglesia particular, en la Catedral que es la Iglesia Madre para todos los
fieles, o en la Concatedral o en una iglesia de significado especial se abra
por todo el Año Santo una idéntica Puerta de la Misericordia. A juicio del
Ordinario, ella podrá ser abierta también en los Santuarios, meta de tantos
peregrinos que en estos lugares santos con frecuencia son tocados en el corazón
por la gracia y encuentran el camino de la conversión. Cada Iglesia particular,
entonces, estará directamente comprometida a vivir este Año Santo como un
momento extraordinario de gracia y de renovación espiritual. El Jubileo, por
tanto, será celebrado en Roma así como en las Iglesias particulares como signo
visible de la comunión de toda la Iglesia.
He escogido la
fecha del 8 de diciembre por su gran significado en la historia reciente de la
Iglesia. En efecto, abriré la Puerta Santa en el quincuagésimo aniversario de
la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. La Iglesia siente la
necesidad de mantener vivo este evento. Para ella iniciaba un nuevo
periodo de su historia. Los Padres reunidos en el Concilio habían percibido
intensamente, como un verdadero soplo del Espíritu, la exigencia de hablar de
Dios a los hombres de su tiempo en un modo más comprensible. Derrumbadas las
murallas que por mucho tiempo habían recluido la Iglesia en una ciudadela
privilegiada, había llegado el tiempo de anunciar el Evangelio de un modo
nuevo. Una nueva etapa en la evangelización de siempre. Un nuevo compromiso
para todos los cristianos de testimoniar con mayor entusiasmo y convicción
la propia fe.
El Año jubilar
se concluirá en la solemnidad litúrgica de Jesucristo Rey del Universo, el 20
de noviembre de 2016. En ese día, cerrando la Puerta Santa, tendremos ante todo
sentimientos de gratitud y de reconocimiento hacia la Santísima Trinidad por
habernos concedido un tiempo extraordinario de gracia.
Encomendaremos
la vida de la Iglesia, la humanidad entera y el inmenso cosmos a la Señoría de
Cristo, esperando que difunda su misericordia como el rocío de la mañana para
una fecunda historia, todavía por construir con el compromiso de todos en el
próximo futuro.
Con la mirada
fija en Jesús y en su rostro misericordioso podemos percibir el amor de la
Santísima Trinidad. La misión que Jesús ha recibido del Padre ha sido la de
revelar el misterio del amor divino en plenitud.
Su persona no es
otra cosa sino amor. Un amor que se dona y ofrece gratuitamente. Sus relaciones
con las personas que se le acercan dejan ver algo único e irrepetible. Los
signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres,
excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la
misericordia. En él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de
compasión.
La misericordia
es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su acción
pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a los
creyentes; nada en su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer
de misericordia. La credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino del
amor misericordioso y compasivo. La Iglesia « vive un deseo inagotable de
brindar misericordia ».8 Tal vez por mucho tiempo nos hemos olvidado de indicar
y de andar por la vía de la misericordia. Por una parte, la tentación de
pretender siempre y solamente justicia ha hecho olvidar que ella es el primer
paso, necesario e indispensable; la Iglesia no obstante necesita ir más lejos
para alcanzar una meta más alta y más significativa.
La primera
verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. De este amor, que llega hasta el
perdón y al don de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los hombres.
Por tanto, donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la
misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las comunidades, en las
asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos,
cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia.
En este Año
Santo, podremos realizar la experiencia de abrir el corazón a cuantos viven en
las más contradictorias periferias existenciales, que con frecuencia el mundo
moderno dramáticamente crea. ¡Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento
existen en el mundo hoy! Cuántas heridas sellan la carne de muchos que no tienen
voz porque su grito se ha debilitado y silenciado a causa de la
indiferencia de los pueblos ricos. En este Jubileo la Iglesia será llamada a
curar aún más estas heridas, a aliviarlas con el óleo de la consolación, a
vendarlas con la misericordia y a curarlas con la solidaridad y la debida
atención.
Es mi vivo deseo
que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de
misericordia corporales y espirituales. Será un modo para despertar nuestra
conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar
todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados
de la misericordia divina.
La palabra del
perdón pueda llegar a todos y la llamada a experimentar la misericordia no deje
a ninguno indiferente. Mi invitación a la conversión se dirige con mayor
insistencia a aquellas personas que se encuentran lejanas de la gracia de Dios
debido a su conducta de vida. Pienso en modo particular a los hombres y
mujeres que pertenecen a algún grupo criminal, cualquiera que éste sea. Por
vuestro bien, os pido cambiar de vida. Os lo pido en el nombre del Hijo de Dios
que si bien combate el pecado nunca rechaza a ningún pecador.
La misma llamada
llegue también a todas las personas promotoras o cómplices de corrupción. Esta
llaga putrefacta de la sociedad es un grave pecado que grita hacia el cielo
pues mina desde sus fundamentos la vida personal y social. La corrupción impide
mirar el futuro con esperanza porque con su prepotencia y avidez destruye los
proyectos de los débiles y oprime a los más pobres. Es un mal que se anida en
gestos cotidianos para expandirse luego en escándalos públicos.
¡Este es el
tiempo oportuno para cambiar de vida! Este es el tiempo para dejarse tocar el
corazón. Delante a tantos crímenes cometidos, escuchad el llanto de todas las
personas depredadas por vosotros de la vida, de la familia, de los afectos y de
la dignidad. Seguir como estáis es sólo fuente de arrogancia, de ilusión y de
tristeza. La verdadera vida es algo bien distinto de lo que ahora pensáis. El
Papa os tiende la mano. Está dispuesto a escucharos. Basta solamente que
acojáis la llamada a la conversión y os sometáis a la justicia mientras la
Iglesia os ofrece misericordia.
La misericordia
posee un valor que sobrepasa los confines de la Iglesia. Ella nos relaciona con
el judaísmo y el Islam, que la consideran uno de los atributos más
calificativos de Dios.
Este Año Jubilar
vivido en la misericordia pueda favorecer el encuentro con estas religiones y
con las otras nobles tradiciones religiosas; nos haga más abiertos al diálogo
para conocerlas y comprendernos mejor; elimine toda forma de cerrazón y
desprecio, y aleje cualquier forma de violencia y de discriminación.
El pensamiento
se dirige ahora a la Madre de la Misericordia. La dulzura de su mirada nos
acompañe en este Año Santo, para que todos podamos redescubrir la alegría de la
ternura de Dios. Ninguno como María ha conocido la profundidad el misterio de
Dios hecho hombre. Todo en su vida fue plasmado por la presencia de la misericordia
hecha carne.
Dirijamos a ella
la antigua y siempre nueva oración del Salve Regina, para que nunca se canse de
volver a nosotros sus ojos misericordiosos y nos haga dignos de contemplar el
rostro de la misericordia, su Hijo Jesús.
Un Año Santo
extraordinario, entonces, para vivir en la vida de cada día la misericordia que
desde siempre el Padre dispensa hacia nosotros. En este Jubileo dejémonos
sorprender por Dios. Él nunca se cansa de destrabar la puerta de su corazón
para repetir que nos ama y quiere compartir con nosotros su vida. La Iglesia
siente la urgencia de anunciar la misericordia de Dios. Su vida es auténtica y
creíble cuando con convicción hace de la misericordia su anuncio. Ella sabe que
la primera tarea, sobre todo en un momento como el nuestro, lleno de grandes
esperanzas y fuertes contradicciones, es la de introducir a todos en el
misterio de la misericordia de Dios, contemplando el rostro de Cristo. La
Iglesia está llamada a ser el primer testigo veraz de la misericordia,
profesándola y viviéndola como el centro de la Revelación de Jesucristo. Desde
el corazón de la Trinidad, desde la intimidad más profunda del misterio de
Dios, brota y corre sin parar el gran río de la misericordia. Esta fuente nunca
podrá agotarse, sin importar cuántos sean los que a ella se acerquen. Cada vez
que alguien tendrá necesidad podrá venir a ella, porque la misericordia de Dios
no tiene fin. Es tan insondable es la profundidad del misterio que encierra,
tan inagotable la riqueza que de ella proviene.
En este Año
Jubilar la Iglesia se convierta en el eco de la Palabra de Dios que resuena
fuerte y decidida como palabra y gesto de perdón, de soporte, de ayuda, de
amor. Nunca se canse de ofrecer misericordia y sea siempre paciente en el
confortar y perdonar. La Iglesia se haga voz de cada hombre y mujer y repita
con confianza y sin descanso: « Acuérdate, Señor, de tu misericordia y de tu
amor; que son eternos » (Sal 25,6).
Fuente:
Radio Vaticana