Según libro, el exterminio de los selk'nam fue
ordenado por el mayor latifundista de Magallanes
El
genocidio de indígenas en el sur de Chile que la historia oficial intentó
ocultar
Después de varios años de investigación en La
Patagonia chilena y argentina, el historiador español José Luis Alonso
Marchante publicó el libro "Menéndez. Rey de la Patagonia", el texto
definitivo –según expertos en el tema– sobre la verdad de la extinción de los selk'nam
en la Tierra del Fuego, que en rigor se trató de un exterminio ordenado por
José Menéndez, el gran latifundista del sur de Chile, sobre cuya familia
existen sendos museos en Punta Arenas, y a quien se le atribuye el desarrollo
económico de la región.
Por Héctor Cossio
El año pasado el
historiador español José Luis Alonso Marchante encontró en la Biblioteca
Nacional de España el texto original de Treinta años en Tierra del Fuego,
del misionero salesiano, gran naturalista y expedicionario Alberto de Agostini.
Con este libro en sus manos, el historiador comprobó que en las actuales
reediciones del texto, incluida la realizada el 2013, faltaban párrafos y no
cualquiera. En los textos censurados, el misionero era implacable: la extinción
del pueblo selk’nam en la Patagonia chilena y argentina no fue obra de su
“ignorante glotonería”, “guerra entre tribus” o producto de su “miserable
contextura física”, como dictó durante muchos años la historia oficial, sino
que producto del exterminio y la cacería, ordenada por un solo hombre: José
Menéndez, el gran latifundista del extremo sur de Chile.
“Exploradores,
estancieros y soldados no tuvieron escrúpulos en descargar sus máuser contra
los infelices indios, como si se tratase de fieras o piezas de caza”, reza uno
de los párrafos censurados (De Agostini, 1929: 244).
Este
hallazgo junto a otros importantes testimonios se encuentran contenidos en el
libro Menéndez. Rey de la Patagonia (Editorial Catalonia),
recientemente lanzado en Chile y que, según historiadores expertos en La
Patagonia, como Osvaldo Bayer, vendría siendo “el libro definitivo sobre la
verdad ocurrida en el sur chileno y argentino”.
“Hubo dos cosas que me impactaron en la investigación: el genocidio de todo un pueblo (los selk’nam) en pleno Siglo XX y la trágica suerte de los obreros (también masacrados) que trabajan en esas estancias”, dice Alonso Marchante, casi al comienzo de la conversación con Cultura + Ciudad, en la que explica sin eufemismos la naturaleza de la responsabilidad criminal de quien fuera también el abuelo de Enrique Campos Menéndez, el escritor favorito de Pinochet y redactor de los bandos militares del Golpe.
La censura
La censura en el texto de De Agostini, explica Alonso Marchante, fue más bien una autocensura que el religioso aplicó a sus libros luego que la Congregación fuera presionada por el poder de Menéndez para cambiar la historia y exculpar de la masacre al más grande latifundista del sur de Chile, quien acumulara una de las más grandes fortunas de América Latina con el comercio lanero.
“Los
primeros salesianos no negaban las matanzas, los primeros, como Faganno y De
Agostini, fueron gente que estuvieron en el terreno, que levantaron las
misiones de la nada, y en sus diarios publicaban cómo se estaban exterminando a
los indígenas. Ocurre que después hubo un cambio en la historiografía de los
salesianos. Los que vienen después ya están sometidos al poder económico de los
Menéndez, entonces ahí se reescribe la historia de la colonización, y ahí
sostienen que los indios simplemente desaparecen sin que mediaran los
estancieros”, explica Alonso.
La motivación
por investigar el papel de Menéndez y de sus descendientes en Chile nació casi
por casualidad. Un día –cuenta– paseando por el Museo Asturiano en Buenos
Aires, encontró un busto de José Menéndez. Nunca había escuchado una palabra de
él, pese a que el historiador también es asturiano. En su región natal, Alonso
no encontró calle que llevara su nombre, pero sí una escuela –fundada a
comienzos del siglo pasado–, que era la forma que tenían los “indianos” (como
se conoce a los colonos europeos que viajaron a América) de retribuir a su patria
la fortuna alcanzada en sus aventuras.
“Se construyeron
más de 350 escuelas en Asturias, en las primeras décadas del siglo XX, y entre
ellas está la de José Menéndez en Miranda y que lleva su nombre”, cuenta
Alonso, remarcando así el punto de partida de una historia marcada por la
fortuna, la crueldad y la mentira.
El imperio Menéndez
En la Región de
Magallanes, específicamente en Punta Arenas, las mansiones de la familia
Menéndez se conservan en forma de museos, dando cuenta –a través de su
fastuosidad– de la época dorada de la región magallánica.
En el libro se
explica que Menéndez, tras una breve estancia en Cuba, llega a nuestro país en
1868. Al poco tiempo recibe miles de hectáreas como beneficio del gobierno
chileno por la colonización en el sur. La idea era traer el desarrollo
económico a la zona y establecer reservas indígenas. En esos años Mauricio
Braun, otro inmigrante, también había recibido miles de hectáreas, lo mismo que
Julius Popper en Argentina.
Alonso Marchante
cuenta que, como parte de una gran inversión, las familias Menéndez y Braun se
unen a través del matrimonio de sus hijos, y las tierras de Popper, tras una
extraña muerte por presunto envenenamiento, son cedidas a Menéndez,
convirtiéndose este último en el dueño y señor de toda la Patagonia
chilena y argentina a través de la Sociedad Explotadora Tierra del Fuego.
El imperio económico, que llegó a
sumar bancos y navieras, tuvo su origen el comercio de lana de oveja, que
vendían a Inglaterra a cambio de libras esterlinas. En la inserción de las
ovejas en la zona y consecuente desplazamiento del guanaco, animal que
poblaba esas zonas, se encuentra –según el libro– el origen de una de las
matanzas más grandes de indígenas y que contó con todo el poder editorial de
esos años para tapar el genocidio.
El exterminio de los selk’nam
“A medida que
comenzó a avanzar la frontera ovina, porque toda la riqueza de las dinastías
económicas se sustentaba en el ganado de lana”, cuenta el historiador,
“comenzaron a requerirse cada vez más tierras para terminar instalándose en el
territorio selk’nam”.
Al instalarse en
la zona, se divide el terreno mediante alambradas, y el guanaco –principal
sustento alimenticio y de abrigo de los onas– se ve arrinconado hacia
tierras más altas.
“Una vez que el
guanaco desaparece los Selk’nam empiezan a pasar hambre. Cuando se dan cuenta
de la aparición de las ovejas empiezan a alimentarse de este animal y lo
entienden como algo absolutamente natural, no saben muy bien cómo han aparecido
esas ovejas ahí, ni conocían el concepto de propiedad”, explica el historiador.
“Cuando los Selk’nam empiezan a
atacar a las ovejas, José Menéndez da la orden de acabar con ellos. Lo
hacen primero disparándoles directamente para exterminarlos, y con las
mujeres y niños se produce una cacería. Los van cazando para después
ofrecerlos en plazas públicas”, cuenta Alonso, quien precisa que todo esto es
muy posterior a la exhibición de indígenas como piezas de circo, en lo que
se llamó “zoológicos humanos”.
La familia
Menéndez, especialmente José Menéndez –remarca el historiador–, fueron los
instigadores de la matanza. “José Menéndez puso como capataz y como
administrador de su estancia a un escocés de nombre Alexander Mc Lennan (El
chancho colorado), quien fue el mayor matador de indígenas y reconocido
por él mismo. Él recibía órdenes directas de José Menéndez, era su empleado”.
En el libro se
sostiene que por cada indígena muerto, Menéndez pagaba una libra esterlina, de
modo que en la fortuna que alcanzó a tener este escocés podría incluso calcularse
la cantidad de indígenas asesinados y que, de acuerdo a las versiones de otros
historiadores, podría estimarse en varios cientos, si no miles.
“Cuando se retiró Mc Lennan, José
Menéndez le regaló un carísimo reloj en agradecimiento por todos esos servicios”,
relata.
La historia oficial
“Logré
contactarme con un bisnieto de Alexander Mc Lennan, quien me decía que no se
puede decir que esté bien matar indios, pero que, gracias a lo que hizo su
abuelo y José Menéndez, hoy no hay indígenas en la Tierra del Fuego, así que no
hay problemas. Y eso me lo dicen en pleno 2014″, recuerda con asombro el
historiador.
Durante muchos
años, la historia oficial que se contó tuvo como propósito ocultar los
crímenes, que fueron incluso celebrados como deporte.
En 1971, el
historiador y descendiente del clan, Armando Braun Menéndez, portavoz de los
estancieros, señala que como causa de muerte de los indígenas estaban sus
hábitos alimenticios. “Era frecuente observar al lado de los restos de una
ballena, los cadáveres de los indígenas que, llegados tarde al festín, habían
sido víctimas de su ignorante glotonería” (Braun 1971: 135). Insiste a tal
punto en el tema que escribe que “era tan miserable su contextura física que no
pudieron soportar ni su propio clima”.
Esta absurda
conjetura –explica Alonso en su libro– chocó con la respuesta contundente del
etnólogo suizo Jean-Christian Spahni, quien señala: “Mis investigaciones
alrededor de los habitantes me han demostrado que los genocidios habían
existido realmente y que fueron causados justamente por los propietarios de las
estancias a los que Armando Braun intenta defender”.
Otro de los
herederos de los hacendados, el escritor favorito de Pinochet, Enrique Campos Menéndez,
llega incluso a exponer sus dudas sobre un posible canibalismo de los Selk’nam,
cuestión que, al momento de sus dichos, ya nadie se atrevía siquiera a
mencionar.
La historia
oficial de negación del genocidio intenta a tal punto instalarse, que otro de
los herederos, Eduardo Braun Menéndez, llega a obligar –se narra en el libro–
“al científico Alexander Lipschutz (Premio Nacional de Ciencias 1969) a la
eliminación de cualquier referencia a la caza de indígenas, como paso previo
para publicar sus ensayos en la revista Ciencia e investigación, que
dirigía el nieto de José Menéndez”.
La Patagonia trágica
Además del
exterminio de los onas, el libro de Alonso toca otro de los temas sensibles en
La Patagonia, y que tiene que ver con las matanzas de más de 1.400 obreros
chilenos en 1921.
Estos crímenes
fueron recogidos en un libro llamado La Patagonia Trágica,
publicado en Argentina en 1928 por José María Borrero. En este libro, escrito
sin rigurosidad científica, había una denuncia en cada página y al poco tiempo
se convirtió en un mito al desaparecer de las librerías. Un segundo texto,
presuntamente llamado Orgías de sangre y que, según el mito,
narraba los asesinatos de 1921, se convirtió en leyenda tras asegurarse que el
manuscrito había sido robado y quemado.
Parte de esa
historia fue recogida con seriedad científica por Osvaldo Bayer, quien publicó La
Patagonia rebelde, en 1972, un libro testimonial de no ficción que
trataba sobre la lucha protagonizada por los
trabajadores anarcosindicalistas en rebelión de la provincia de Santa Cruz, en la Patagonia argentina, entre 1920 y 1921. Esta historia comenzó como una huelga contra la explotación de los obreros por parte de
sus patrones, luego reprimida por el Ejército al
mando del teniente Héctor Benigno Varela,
enviado por el entonces presidente Hipólito Yrigoyen.
“Se fusilaron a
centenares de peones de las estancias, la mayoría de ellos chilenos, pero
también asturianos, argentinos, alemanes, italianos. Esas son las dos grandes
tragedias de esta historia, creo que esta historia no la podemos ver con una
sonrisa porque es una historia trágica, porque desaparecen de manera brutal los
pueblos que habitaron por milenios esas tierras y además hay una represión
salvaje sobre los peones que trabajaron en las estancias”, sostiene Alonso
Marchante, de cuyo libro el propio Bayer reconoce que “después de este acopio
de pruebas nadie podrá señalar que las versiones críticas que surgieron a
medida que se producían los hechos eran exageradas o de pura imaginación”.
¿Como
historiador crees que hay responsabilidad del Estado chileno en estas
masacres?
Los peones
fueron fusilados por el Ejército argentino, pero la mayoría eran chilenos, y
las autoridades chilenas no solamente no levantaron la voz sino que colaboraron
con las autoridades argentinas en el silencio. Esto lo demostró Osvaldo Bayer
hace ya mucho tiempo, cuando descubrió cómo los propios carabineros chilenos
llevaban a los peones a Argentina, en donde el Ejército de ese país los fusiló.
Es verdad que estos hechos ocurrieron hace casi un siglo, pero los Estados
deben hacer un reconocimiento. En Argentina, en la zona en que ocurrieron los
fusilamientos, en cada cuartel en donde hubo un centro de detención hay unas
placas que identifican que en ese lugar y en ese cuartel se mató gente. Yo
no se qué homenajes han hecho las autoridades chilenas a esos peones.