LA HISTORIA DEL SERVICIO DE
“MEDIA VIDA” DEL ARA SAN JUAN EN LOS ASTILLEROS DE CINAR EN BUENOS AIRES.
El arte de reparar submarinos
Entre las tantas cosas que se llevaron
las privatizaciones estuvo la capacidad técnica de mantener submarinos. Este
invierno, el San Juan volvió navegando a Mar del Plata dejando atrás un nuevo
equipo especializado y un taller en funcionamiento.
Por: Sergio Kiernan
De las cosas
lindas que hay en este mundo, los barcos ganan por varios cuerpos: por algo son
cantados desde los tiempos de Homero. Y de los barcos que hay en este mundo,
pocos se comparan a un submarino, ese objeto tan raro, entre ladino y lobuno,
creado para ser cazador y para tener de tripulación a gente algo diagonal,
paciente, que termina loca de amor por su nave. A principios de este invierno,
una mañana de frío y buena luz, zarpó del puerto de Buenos Aires el submarino
San Juan, saludado por obreros navales –otra raza de románticos– que llevaron
hasta a sus chicos para que vieran su trabajo. Era un día importante, porque no
sólo se recuperaba una nave, sino que se recuperaba la capacidad material de
repararlas, mantenerlas y relanzarlas al mar. Algo que, para variar, se había
perdido en los noventa.
Esta historia
tuvo lugar en un rincón porteño que es el borde del borde de la ciudad.
Escondido atrás de la Reserva Ecológica, entre el río y los pajonales, está el
Complejo Industrial Naval Argentino, el Cinar, que reúne el astillero de
reparaciones de Tandanor y el construcciones navales Almirante Storni, que
fuera por muchos años el Domecq García. Estatales ambos, fueron eyectados de la
propiedad pública con una inquina sorprendente, con el mismo Domingo Cavallo
visitando el lugar impaciente por venderlo. Lo único que lo frenó era que se
estaba realizando, allá por 1994, la reparación de media vida del submarino
Salta, que no se podía interrumpir porque significaba perderlo. Ni Cavallo se
atrevía a tanto, con lo que el astillero ganó algunos meses, sus trabajadores
hasta formaron una cooperativa para terminar la reparación –ya los habían
echado– y guardaron herramientas y piezas en containers que se salvaron de la
debacle.
La siguiente vez
que hubo que reparar un submarino, el Santa Cruz, hubo que ir a Brasil, que
tiene en Río un astillero militar capaz de hacer la tarea. Los socios en el
Mercosur hicieron un precio de amigo, pero hubo que pagar y en dólares por algo
que se hacía en casa y en pesos. Con los dos astilleros en manos estatales y
formando el Cinar se decidió recuperar el personal, el conocimiento y la
capacidad técnica de hacer este tipo de tareas. Si se piensa que un submarino
como el San Juan, alemán y de 1700 toneladas, cuesta hasta 500 millones de
dólares –dependiendo del equipamiento y armas– tiene sentido poder hacerles el
mantenimiento y recuperarlos. Es que estas máquinas de inmensa complejidad
tienen una vida de hasta treinta años, si tanto, y luego reciben un service
alucinante, una verdadera reconstrucción, que se llama “reparación de media
vida” y le da otros treinta años de servicio. Nuevamente, los números cierran.
El problema era
que habían pasado casi veinte años desde que el equipo que sabía hacer estas
cosas se había desbandado. Aquí aparece en la historia el capitán de navío e
ingeniero naval Ricardo Dasso, gerente del Proyecto Submarino y un hombre muy
simpático que tiene una carrera única. Dasso fue enviado muy joven a seguir la
construcción del Santa Fe de la quilla a la vela, en el astillero de Alemania.
El joven oficial hizo un duro curso de alemán y se mudó a las orillas del
Báltico, para volver sólo en esa nave y transformado en un experto. Dasso fue
de los que reactivaron el Cinar como centro de reparación de submarinos y
encontró a varios de los que habían reparado el Salta, usando pistas como las
tarjetas de Navidad que recibía. De este equipo, el que terminó como ángel
guardián es Manuel Echegaray, al que encontraron en el maxikiosco que había
abierto con la indemnización y que abandonó de inmediato para volver a hacer el
control de calidad de los trabajos. Dasso cuenta que así juntó a quince
veteranos que entrenaron a otros 45, hasta logra el número mágico de sesenta,
los necesarios para encarar estas cosas. La primera tarea fue, paradójicamente,
cambiarle las baterías al mismo Salta, que así fue el último y el primero en
esta saga. Luego, en 2008, se le animaron a la gran tarea, la de hacerle la
media vida al San Juan. Y esto requiere una explicación.
El submarino es
el único navío que no flota, y esto no es solamente porque quiere sumergirse.
Si a un submarino se le mueren todos sus sistemas, si se queda sin potencia, ni
luz, ni aire, no le queda el recurso de simplemente flotar al garete, como a
todo tipo de barco. El submarino se hunde como una piedra, porque es más pesado
que el agua que desplaza. Quien recorra uno, de cualquier modelo y tipo,
entenderá que está en un cilindro casi completamente relleno de equipos,
máquinas y tuberías, con una tripulación que se mueve en los intersticios. Lo
artificial, lo deliberado, es que un submarino flote, con lo que se entiende
que todos los que lo operan, reparen y mantienen tengan una fuerte obsesividad
por los detalles. El nivel de precisión requerido es realmente sorprendente.
Lo primero que
le hicieron al San Juan fue sacarlo del agua en una plataforma que a uno le
parece un patio de cargas pero que en realidad es un ascensor sumergible.
Montado en un carro, como se lo ven en las fotos, el submarino fue llevado a la
nave cubierta del Storni, de 206 metros de largo y 35 de altura. Bien asentado,
le hicieron algo que hay que animarse: lo cortaron en dos. Este contrasentido
se explica por un factor muy simple, que un submarino de este modelo tiene sólo
dos accesos, las escotillas de cubierta, que miden 80 centímetros de diámetro.
Por un lugar donde no se pasa con un bolso al hombro es imposible entrar
equipos y mucho menos sacar maquinarias.
Con lo que, como
muestra la secuencia de fotos, la nave se corta para poder acceder y hacer el
radical trabajo de reemplazo de todo lo que no funcione o esté al fin de su
vida útil, y de reparación de todo lo demás. Cortar un submarino exige una
línea perfecta de 24 metros de largo que deje un borde limpio y exactamente
circular, con lo que se entiende que se tomaran dos meses para marcarlo, de
diciembre de 2008 a febrero de 2009. El corte en sí tomó apenas un día y el
resultado fue excelente: en una tarea en la que se aceptan hasta doce errores,
imperceptibles para un lego, se detectaron apenas tres. Apenas abierto y por lo
tanto accesible, el submarino fue prácticamente desarmado. Se sacaron los
motores diesel, el motor eléctrico, las baterías, 9000 de los 11000 metros de
cañerías, 37.000 metros de cableado y las 1295 válvulas. Para dar un ejemplo de
la prolijidad del trabajo, cada válvula fue desarmada, limpiada, reparada y
numerada a cuño. Cada número fue ingresado en un banco de datos, para que en el
futuro se pueda saber exactamente qué le hicieron.
También se
repararon y limpiaron la colección de tanques –de lastre, de aire, de agua
potable– que tiene la nave, se repasó toda la electrónica de a bordo y se
replacaron las 960 baterías enormes que impulsan el motor principal, un trabajo
supervisado de cerca por el fabricante alemán. En noviembre de 2011 se cerró el
casco con 32 pasadas de soldadura, todo supervisado por especialistas del INTI,
lo que tomó un mes con equipos que se alternaban en turnos de dos horas para
hacer una pasada completa sin parar, ya que el metal no puede enfriarse porque
se deforma. Luego se empezó a trabajar en los planos de navegación, los ejes,
la hélice, la circulación, los tubos lanzatorpedos e infinitos detalles de
terminación. Para mayo de 2013 se embarcaban las baterías, se probaba todo en
seco y se ajustaban los detalles. Este verano, el San Juan volvió al agua en la
cala del astillero para las últimas pruebas, las llamadas “de puerto”. El dos
de junio, con todo el astillero presente y muchas de sus familias, el submarino
zarpó para la base naval de Mar del Plata, donde lo esperaban sus controles de
tiro renovados y listos.
Aquí, en la
orilla de esta ciudad, quedaron sesenta trabajadores navales con más de 5000
horas de entrenamiento del tipo más concreto posible, con ingenieros de la
Universidad Tecnológica Nacional también acostumbrados a estos trabajos y la
certificación Lloyds para los soldadores. La última vez que existió un grupo
semejante, fue porque se entrenaron en Alemania. En la rada espera que suba la
marea el Santa Cruz, para un mantenimiento de rutina. Y en la misma nave donde
repararon el San Juan espera un sueño, su gemelo el Santa Fe, el primero en ser
construido en este país bajo licencia de los alemanes. Pintada de antióxido,
con la estructura terminada en un 80 por ciento, el que sería el primer
submarino argentino es “una buena plataforma” para empezar de nuevo con el
proyecto, después de treinta años.
Nota periodística Página 12 –
domingo 3 de agosto de 2014.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/3-252116-2014-08-03.html