Nuestra historia hace que debemos
recordar los hechos históricos que han marcado nuestra patria pues por ello
recordamos algunos acontecimientos, uno de ellos es el primer golpe cívico militar
de 1930, hoy a 81 años de aquel siniestro acontecimiento lo recordamos en la memoria de los años de antaño.
El golpe que el 6 de septiembre de 1930
derrocaría al presidente constitucional Hipólito Yrigoyen venía siendo
anunciado mucho antes de que Leopoldo Lugones exaltara “la hora de la espada”.
En ese discurso el prestigioso poeta llamaría al Ejército “esa última
aristocracia” a tomar las riendas, y la conspiración sentaría precedentes que
lamentablemente iban a hacer escuela en la Argentina. Los golpistas del futuro
aprendieron en el 30 que la cosa debía empezar con el desprestigio del gobierno
y el sistema a través de una activa campaña de prensa; asimismo, lograr la
adhesión y el auxilio económico de los grandes capitales nacionales y
extranjeros a cambio de entregarles el manejo de la economía; rebajar los
sueldos y pedir sacrificios a los asalariados que luego se traducirían en una
hipotética prosperidad; las arengas debían ser fascistas pero el Ministerio de
Economía sería entregado a un empresario o gerente liberal al que no le
molestaran mucho los discursos y las actitudes autoritarias, a un liberal al
que lo tuvieran sin cuidado el respeto a los derechos humanos y todos aquellos
derechos impulsados justamente por el liberalismo. Para que quede claro, un
“liberal” argentino, en los términos de la genial definición de Alberdi: “Los
liberales argentinos son amantes platónicos de una deidad que no han visto ni
conocen. Ser libre, para ellos, no consiste en gobernarse a sí mismos sino en
gobernar a los otros. La posesión del gobierno: he ahí toda su libertad. El
monopolio del gobierno: he ahí todo su liberalismo. El liberalismo como hábito
de respetar el disentimiento de los otros es algo que no cabe en la cabeza de
un liberal argentino. El disidente es enemigo; la disidencia de opinión es
guerra, hostilidad, que autoriza la represión y la muerte”.
El golpe del 6 de septiembre de 1930
significó para la tradicional elite terrateniente exportadora la recuperación,
no del poder real, que nunca había perdido, sino del control del aparato del
Estado. Quedaba además demostrado que el radicalismo, por su origen de clase y
por sus enormes contradicciones internas, no había podido o no había querido
conformar ni impulsar sectores económicos dinámicos modernos que pudieran
disputarle el poder al tradicional sector terrateniente. El golpe terminó también
con la alianza que había comenzado en la Revolución de 1890 entre una parte de
aquella elite y los sectores medios, que en un principio apoyaran el golpe del
30 porque pensaban que los incluía entre los beneficiarios del asalto al poder
y las arcas públicas; sin embargo, pronto se dieron por enterados en carne
propia, como ocurriría con todos los golpes de Estado posteriores, que les
agradecían los servicios prestados, pero que no estaban invitados a la fiesta.
La elite volvió a tener la posibilidad de marginar políticamente —como antes de
la sanción de la Ley Sáenz Peña— a los sectores sociales que venía marginando
social y económicamente desde siempre. La vuelta al fraude electoral alejaba a
las mayorías populares de la posibilidad de decidir sus destinos; la sociedad
se preparaba para los grandes cambios que se avecinarían a mediados de los años
40. Pero para eso faltaba mucho tiempo, mucho sufrimiento y mucha lucha. Estaba
comenzando una década claramente infame.
Fuentes consultadas: Alberdi, Juan Bautista, Escritos
póstumos, tomo X, Buenos Aires, Editorial Cruz, 1890 y Pavón Pereyra,
Enrique, Yo Perón, Buenos Aires, Milsa, 1993.