CLUB SOCIAL SAN JUSTO
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"Al Servicio de la Comunidad de San Justo y La Matanza"

domingo, 22 de febrero de 2015

El Secreto

El Club Social San Justo continua con las publicaciones literarias, al inicio anual del “Ciclo de Poesías, Narrativas y Cuentos Breves 2015” que es un espacio para poetas y escritores que deseen publicar sus trabajos literarios a través de sus letras en nuestra Web Institucional; los mismos serán seleccionados y publicados en esta página digital los días domingos. Aconsejamos para ver esta página Web usar el Navegador Mozilla.
Reseña bibliográfica de Roxana Marisa Giavedoni: Nació el 18 de agosto de 1966 en la ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe; Estudio letras. Es docente, poeta y escritora contemporánea, desempeña su labor educativa en la Escuela 913 de Capitán Bermúdez, ciudad donde vive. Como escritora desarrolla las técnicas de la narrativa en toda su expresión, que se manifiestan en todos sus cuentos.
El Secreto
Cuando me enteré de lo ocurrido, contaba con apenas doce años. Mi abuelo y mis padres hablaban un lenguaje casi secreto para que yo no me diera cuenta, pero mi curiosidad, que en aquella época ya se manifestaba con una exuberancia evidente, permitió que advirtiera primero y más tarde conociera, el secreto hecho que celosamente trataban de ocultarme.
Era muy común que en aquella época los menores de edad quedaran al margen absoluto de muchos temas considerados por los adultos como “contraproducentes” para el “normal desarrollo de la infancia y su debida inocencia”. Por consiguiente eran “secretos” y sólo tratados por mayores, quienes vigilaban celosamente que dichos contenidos permanecieran siempre encerrados en ese clima de misterio que le confería un plus de curiosidad. Entre los temas tabúes desfilaban aquellos referidos al sexo, al parto y embarazo, a las enfermedades terminales y a la muerte en sí, sin discriminar si era ocasionada o no por causas naturales.
Fue una tarde de otoño en la que los inesperados fríos de la estación amenazaban con  un cruel invierno.  Habíamos llegado hacía solo unos instantes a la casa de mi abuelo y éste, con una conversación entrecortada, que me llamó poderosamente la atención y logró que agudizara aún más mis cinco sentidos, les contó a mis padres lo ocurrido, aunque sólo pude entender que algo grave había sucedido en “La Angélica”.
“La Angélica” nombró mi abuelo a un campo que compró, en honor a mi abuela, que así se llamaba ella. Se encontraba a unos cinco kilómetros de distancia del pueblo donde ellos vivían, por un camino de tierra, desde la ruta principal. La lejanía del lugar no permitió la llegada de la electricidad ni tampoco la asiduidad de la gente.
Podría describirlo como el reino de la soledad. Llegando a la tranquera, la entrada principal consistía en un desierto camino de tierra y altos pastizales que se alzaban alrededor de árboles viejos cuyas cortezas se desarmaban en diversas capas mostrando lo antiquísimo de sus gruesos troncos. No sé por qué pero siempre, tanto en invierno como en verano, el viento tuvo, en este misterioso lugar, un reinado perpetuo, emitiendo un sonido extraño, casi un aullido, cada vez que sacudía con furia las endebles ramas de aquellos eucaliptus. La distancia a la casa era de unas dos cuadras casi. Previo a ella se alzaba un oscuro galpón de chapas tan destruidas como mi ánimo cada vez que pisaba aquel suelo.
La casa, una vieja construcción que databa, por lo que oí decir a mi abuelo, del siglo diecinueve, estaba compuesta de una larga galería muy iluminada por grandes ventanales que se abrían al campo. Una serie de habitaciones en fila se distribuían a lo largo de la misma. Con techos extremadamente altos y gruesas puertas de madera maciza, aquello había sido, en sus mejores épocas, un verdadero palacete campero que el tiempo y la desidia de quienes lo habitaron posteriormente se habrían encargado de destruir. Al final de la galería, el baño. Un amplísimo cuarto que contaba, entre otras cosas, con una enorme bañera. Me llamaba la atención este objeto, casi de lujo, para un lugar así, considerando, además, la época en que debió instalarse allí. Y para cerrar la estructura edilicia, que tendría como unos quinientos metros cuadrados de construcción, dos habitaciones más enfrentaban la galería. Una de ellas oficiaba de cocina-comedor, la otra de dormitorio matrimonial. Haciendo una “ele”, aquel inmenso corredor, según lo recuerdo hoy día, culminaba sobre un patio de tierra en donde dos altísimas palmeras, testigos mudos de la historia del lugar, custodiaban, cual inmutables mastines, la entrada.
Los aromas siempre se prenden a los recuerdos, y aquel conserva el fresco y agradable perfume que regalaba una madreselva trepada al muro de la casona. Aquello era toda una contradicción, la belleza y olor  de las pequeñas florcitas en medio de la sombría construcción, que clamaba a gritos, a través de sus paredes arruinadas, la tristeza del abandono.
Más allá, cruzando el alambrado que separaba lo “habitable” del lugar con el campo mismo, un pequeño bosquecito de árboles, tan viejos como la casa, conferían al paisaje un plus de misterio. Extrañas historias eran contadas por los lugareños sobre cuerpos enterrados allí desde hacía casi un siglo por una secta que, a través de rituales, obtenía beneficios imposibles de lograr.
Según rumores, los habitantes anteriores, una familia de inmigrantes europeos compuesta por tres hermanos casados, sus respectivas esposas y sus padres, mantenían costumbres esotéricas basadas en sacrificios de animales y también humanos. Bien conocido es el dicho que reza “pueblo chico, infierno grande”, y creo que mucho de eso había en aquellas creencias pueblerinas, cargadas de supersticiones, sobre lo siniestro de esa gente. Pienso que mucho ayudaba a esto el hecho de lo huraños que se mostraban ante las personas del pueblo. Evitaban los contactos sociales y sólo se limitaban a realizar las compras necesarias para su subsistencia. Además, el viejo, padre de los muchachos, de unos setenta años o más, había padecido de un problema en sus cuerdas vocales que lo dejó casi mudo. A través de un orificio en su tráquea, por donde respiraba, emitía sonidos cuasi humanos, con los que escasamente se comunicaba con las personas del pueblo. Era reconocido por su gran altura y el mismo pañuelo color rojo con el que ocultaba su problema, según contaban aquellos que lo conocieron.
Cierto es, y documentado está en los anales policiales, que mucho antes de que mi abuelo adquiriera aquellas tierras, un hecho criminal enlutó al pueblo. Y el trágico lugar en donde se había concretado era precisamente aquella casona de campo. En un sitio en donde la monotonía se respira como oxígeno, la superstición y la  realidad se mezclaron, entonces, en el aire dando rienda suelta a cuanta fantasía quisiera descargar la gente, que siempre ve y oye más allá de los parámetros de lo que llamamos normal. A partir de aquel enlutado suceso “La Angélica” estaría estigmatizada por la desgracia.
 Según los relatos más veraces, el hecho ocurrió la madrugada de un fresco día otoñal de 1928, mientras toda la familia dormía. Ramona, que así se llamaba la esposa del menor de los tres hermanos que habitaban el lugar, mantenía un affaire amoroso con un joven peón que trabajaba para la familia. Quizás presa de la soledad y el rudo trato al que era sometida por su marido, no halló otra puerta para huir que la que le confería aquella aventura amorosa, prohibida y deseada hasta el punto de la locura. Pero la locura de amor no siempre se diluye en ese inexplicable éxtasis pasional que aliena los sentidos hasta deshumanizarnos, convirtiéndonos en simples seres animados, movidos por el deseo. Muchas veces la culpa corroe el alma miserable de los pobres seres sedientos de amor y la única puerta a la libertad es el fin a la vida.
Entre los dichos que aún sobreviven en el pueblo, a pesar del tiempo transcurrido, uno cuenta que Ramona se dirigió hacia el galpón aquel en donde su amante dormía. Dicen que iba caminando como una autómata, persiguiendo vaya a saber qué oscuro fin, ciega a su decisión. La oscuridad y el silencio fueron sus cómplices aquella madrugada de abril. Un fuerte destello seguido de un terrible estruendo retumbó en el galpón levantando de un salto al pobre muchacho quien se encontró con el cadáver a sus pies y la cabeza de su amante destrozada por la bala de un revólver.
 A este trágico suceso le correspondieron miles de historias tejidas con el increíble ingenio de la imaginación de todos aquellos que habitaban el pueblo. No faltó quien dijera que Ramona fue presa de un conjuro satánico encomendado por su despechado esposo. Otros aseguraban que el mismo marido, en venganza por su quebrantado honor, habría matado a Ramona y silenciado al chico para que sea cómplice de su terrible acto. Lo cierto es que el hecho terminó caratulado como suicidio, el peón indemnizado y la familia sumida en un profundo silencio que no hizo más que agregarle un plus de sospechas al triste final de Ramona, aquella hermosa morena llena de vida y pasión.
 Los años que vinieron después de lo ocurrido fueron tan oscuros como aquel lugar siniestro. Tal vez la rutina de los días que siguieron se encargó de cubrir con un manto de piedad las almas de aquellos acusados por las voces del pueblo que luego de un tiempo se calmaron y hasta llegaron a olvidar lo sucedido. Pero lo cierto es, que desde aquel día, el campo quedó marcado con el sello del mal y por más que se guardara silencio por miedo a ofender a quienes formaron parte de aquella familia, la sangre derramada clamaba a gritos a través del pensamiento colectivo de un puñado de personas que miraban con miedo y desconfianza el  aciago lugar.
La tragedia influyó notablemente para que el campo se vendiera después de un tiempo más que prudencial. La familia se mudó a otra provincia y no se supo más nada de ella. Muchos años más debieron transcurrir hasta que  mi abuelo, un hombre avezado en negocios, vio con agrado la oportunidad de conseguir aquellas tierras a un precio más que bueno, y no la desperdició. Sin dudarlo siquiera las adquirió inmediatamente y allí se puso a trabajar restaurando como pudo las arruinadas instalaciones  que habían sufrido los avatares del olvido y el abandono.
La principal actividad que desarrolló en “La Angélica” fue la ganadería, para lo cual contrató a un tambero, quien cubría las necesidades de atención requeridas por los animales. Durante dos veces al día, una cantidad moderada de vacas lecheras esperaban, mugiendo impacientes, ser ordeñadas.  Las tareas agropecuarias requieren de esfuerzos, sacrificios y mucha idoneidad. Es muy rudo el trabajo del campo y quienes lo realizan, más allá de ser su medio de vida, guardan esa pasión por lo que hacen que los lleva a disfrutar de aquello como si fuera una verdadera vocación. Levantarse de madrugada, en medio de fuertes heladas y  tormentas; cuidar el ganado y reconocer signos de enfermedad en los animales; no disponer de días francos ni vacaciones, las vacas no dejan nunca de producir leche y necesitan ser ordeñadas. Además del conocimiento que se debe poseer para poder hacerlo: saber sobre los tiempos de preñez, de celo, del destete, parición, castración y alimentación, así como también la requerida sanidad y la paciente tarea del ordeñe, que por aquellos tiempos era manual. Tal vez esta acotada descripción pueda reflejar lo rudo y difícil que resulta vivir en el campo y cómo este modo de vida modela la personalidad de quienes la viven. Hombres y mujeres acostumbrados a callar sus necesidades, sus deseos y sus dolores. A postergar sueños y olvidarse de disfrutar de hasta el más mínimo placer.
Ya habían pasado varios años y tamberos por “La Angélica” cuando llegó el “Tano”, un delgado hombre de ojos claros y palabras sencillas. Venía de un pueblo distante, con su flamante esposa, una hermosa joven morena, casi una niña, muchos años menor que él.  El puesto había quedado vacante nuevamente y la necesidad de techo y dinero para hacerle frente a su nueva familia hizo que el Tano no lo pensara dos veces ni diera crédito a los consabidos rumores pueblerinos sobre el halo de misterio que abonaba cada centímetro de esa tierra.
Con las pocas pertenencias con las que contaba en ese momento llegó al campo. Siguiendo sus pasos iba Isabel, la joven mujer que el destino, o tal vez la imperiosa necesidad de huir de una situación peor, había puesto en su camino. Unos meses atrás se habían casado en la iglesia de un pueblo cercano, entre la urgencia por culminar el trámite y la esperanza de formar una familia diferente. Su rostro, mezcla de niña y mujer, delataba la inmadurez cándida de los primeros años de juventud. Esa mirada completa de vida, esa sonrisa fresca, ese actuar ágil e inesperado. La recuerdo alegre, aunque mi recuerdo es bastante vago, pues yo tendría apenas unos nueve años. Aún así, a pesar de la diferencia de edad, solíamos dialogar cada vez que acompañaba a mi abuelo a la casona de “La Angélica”. De qué hablábamos. No lo sé. Quedó guardado en algún recóndito espacio de mi vulnerable mente. Lo que sí recuerdo muy bien es su fresca alegría y ese inagotable deseo de vivir que se acrecentaba con el correr del tiempo.
No pasaron demasiados meses para que llegara un ser nuevo a completar la familia. El niño nació sano y comenzó a crecer en medio de la pareja, que sin darse cuenta se iba transformando, como toda pareja que camina por el  sinuoso sendero del matrimonio. Ninguna convivencia es fácil y menos aún si las carencias de todo tipo la condiciona.
Al cabo del año  de nacido Pedro, llegó al mundo Clarita. Las tareas se complicaron, entonces. Para Isabel era casi imposible ayudar al Tano en las actividades ganaderas de las que ella formaba parte: el arreo de la hacienda, la preparación de los animales, darles la ración adecuada a los terneros y tantas otras más. La necesidad de que alguien lo asistiera en su trabajo hizo que Leandro llegara al campo durante el tórrido mes de diciembre. Clarita ya tenía varios meses y su presencia, aunque había llevado a Isabel al cansancio exhaustivo que resulta de criar dos pequeños, sola, en un lugar tan apartado y duro, iluminaba la casa que ahora se vestía de rosa junto con la madreselva que trepaba los muros perfumando el aire estival.
Leandro contaba con unos diecisiete o tal vez dieciocho años al arribar a “La Angélica”. Según oí, era un pariente lejano de un conocido de mi abuelo. Al parecer sin padres y cargado también de necesidades. De él no puedo precisar su aspecto, pocas veces lo vi y no guardo su imagen en el baúl de los recuerdos que ocupa mi mente. Aunque creo que la juventud de esa edad seguramente le otorgó el don de la belleza y la virilidad a flor de piel. Un claro contraste con  el Tano, ya entrado en años,  en quien las incontables arrugas habían dibujado en su rostro las marcas de la ruda vida vivida.
Leandro, además de asistir al Tano en su trabajo de campo, ayudaba también a Isabel en sus diarios quehaceres. El Tano no era hombre de compartir las tareas domésticas: “Esas son cosas de mujeres”, solía decir. Nunca se lo vio cambiando un pañal o dándoles una mamadera a los chicos. Aunque sí se lo veía frecuentar los bares del pueblo en sus ratos libres, que por cierto no eran muchos. A caballo, entrada la tarde, llegaba al pueblo  en donde el bar de Doña Anita, que aún hoy guarda la histórica fachada de aquellos edificios del siglo diecinueve, lo esperaba con la consabida botella de ginebra y la mesa compartida con otros que, como él, buscaban entre esas paredes un lugar ideal en donde despejar las penurias de la rudeza del día.
 Mientras tanto Pedro y Clarita crecían inocentes frente a la amenaza que se iba creando en el ambiente. No es muy difícil imaginar que aconteció luego de un tiempo. Aunque el silencio se tragó el por qué de lo ocurrido. Por el campo quedó flotando el misterio del hecho inexplicado, no inexplicable. Las lenguas más osadas del pueblo entretejieron historias en base a rumores inexactos que provenían de otras voces también inexactas y “La Angélica” volvió a sostener el olvidado título de “lugar macabro”.
 Todo ocurrió una fresca mañana de un día de otoño. Como si el siniestro pasado condenatorio de aquel lugar recobrara su vida después de tantos años. ¿Qué sombrío destino esperaba a aquellas personas, como agazapado detrás de aquel bosquecito de árboles añosos que exhalaban hedor a muerte?  
Algunas voces del pueblo, como vaticinando el desenlace, habrían anticipado lo inevitable. Y, aunque  los rumores pretenden un alto grado de veracidad en los sucesos, los que enmarcaron esta historia muy alejados están de la verdadera realidad acontecida aquel día siniestro.
El Tano llegó hasta el pueblo desfigurado por el horror y la carrera que lo llevó en menos de quince minutos al galope rápido en su yegua mora, trayendo la terrible noticia y buscando un médico. Mi abuelo, que era farmacéutico, de aquellos de antes, de los que además de elaborar sus propios remedios tenían vastos conocimientos en medicina y ayudaban a los médicos en sus consultas, corrió hacia “La Angélica” acompañando al doctor, que por suerte se encontraba en el pueblo. Al llegar encontraron la triste escena. Sobre el aire flotaba el aliento de la muerte que a través de un tiro certero en el pecho quería cobrarse a su víctima, quien se esforzaba por mantenerse viva a pesar del terrible daño ocasionado, como si fuera menester retener ese minúsculo hálito de existencia para comunicar algo importante, esencial . La sangre manchaba el piso opaco por el tiempo otorgándole un brillo sobrenatural y tétrico. Dos niños miraban atónitos el cuerpo que expiraba, un débil aliento de vida se iba apagando sin tregua mientras los segundos transcurrían. Largas lágrimas recorrían sus rojas mejillas dejando surcos brillantes entre la suciedad de las caritas.
Con premura y prestancia el médico y mi abuelo socorrieron a la víctima quien emitía, entre los estertores de la muerte, algunas palabras inentendibles para ellos. Con mucho cuidado colocaron el cuerpo inerte sobre la cama y, dado a la insistencia de las palabras inaudibles, mi abuelo acercó su oído a los labios que casi se movían intentando pronunciar una oración que él apenas logró entender.
De nada sirvieron  los auxilios y los intentos por retenerla con vida. Isabel abandonó su cuerpo inevitablemente, luego de mirar a sus dos niñitos, que de pie y paralizados por el terror, seguían la escena.
La policía llegó al lugar unos minutos después. Se llevó al Tano y una pariente cercana se encargó de los niños. Una ambulancia recogió el cuerpo exangüe de Isabel acompañado por mi abuelo y el médico.
La urgencia de los hechos, lo terrible del suceso y la angustia que se respiraba habían sido capaces de anestesiar hasta las mentes más atentas. La bruma del misterio cubrió el ambiente.
Luego del entierro, al cual pudo acudir el Tano sólo con custodia policial, ya que se encontraba detenido por ser el principal sospechoso de la muerte de su esposa, mi abuelo retornó a la casona. El silencio era aún más denso que el habitual, aunque se colaba de a ratos ese rumor incesante del viento entre los árboles. Abrió la puerta sigilosamente, como temiendo perturbar la calma de una fiera y caminó hasta la habitación en donde había transcurrido el hecho. A pesar de la insistencia por limpiar la triste escena, el piso delataba, a través de una gran mancha de color ocre, el lugar en donde cayó Isabel casi muerta.
Según los informes policiales, a los que mi abuelo pudo acceder gracias a la relación de amistad que mantenía con el comisario, el Tano sostenía su inocencia, a pesar de los crudos métodos utilizados, en aquella época, para extraer una confesión que conformara a todos. Pero aún así, la cosa no cerraba. Muchos hilos sueltos de una madeja tan enredada como la misma historia de la casona.
 El arma asesina había sido una escopeta calibre doce que el Tano usaba para cazar liebres, patos y perdices, además de tenerla como medio de seguridad en una zona tan distante y vulnerable a cualquier tipo de asalto. Él mismo la cargaba sólo antes de ir de caza, declaró, ya que aseguraba que sentía un cierto temor a que el arma se disparase por accidente. Muchos habían sido los casos de muerte accidental por manejo imprudente de armas. Los cartuchos estaban escondidos en un doble cajón secreto de un antiguo mueble que se encontraba en la galería y que por alguna extraña razón, ya que muchas fueron las personas que tuvieron en su poder aquel antiquísimo aparador, aún conservaba la llave original. Dicho mueble databa de una época anterior, perteneciente, seguramente, a la primer familia que habitó aquella casa.
_ Estaba en el galpón de ordeñe, haciendo el tambo de la mañana, cuando escuché un ruido tan fuerte que me congeló la sangre. El tiro provenía de la casa. Dejé todo y salí corriendo. Al llegar la vi _ en ese momento del relato irrumpía en llanto ahogado_ Isabel estaba tirada en el suelo, boca arriba, los chicos llorando a su lado y la escopeta a un costado, todavía humeando a pólvora. No entiendo de dónde sacó los cartuchos, ni cómo hizo, ya que la llave del cajón en donde los guardo, la llevaba yo, como siempre, en el llavero que tengo en el pantalón de trabajo junto con las demás. Llamé a los gritos a Leandro para que me ayude pero no vino _ y otra vez, una desesperación, mezcla de angustia y rabia, se adueñaba de su endeble equilibrio emocional para arrojarlo, una vez más, al mar de lágrimas y gemidos que profería entre una respiración dificultosa y entrecortada.
El juez de turno que había tomado cartas en el asunto y la fiscalía ordenaron todo tipo de pericias criminalísticas que trataran de arrojar un halo de luz sobre los oscuros sucesos. El Tano era un hombre muy conocido y también querido en el pueblo. De pocas palabras, pacífico y sencillo como era, despertaba en la gente una compasión por lo sucedido que se apoyaba en el hecho de su declaración de inocencia a ultranza. Las autoridades judiciales se debatían en lucha por mantener una carátula de suicidio, aún cuando las circunstancias y pruebas pujaban por cambiarla a la de homicidio.  Una de las tantas hipótesis que se barajaba dentro de las esferas policiales era la del crimen pasional. Leandro habría asesinado a Isabel por no querer abandonar al Tano y se fugó. Mas, del joven no había ni rastro. Se llevó a cabo una búsqueda exhaustiva, a cargo de investigadores y policías, dentro y fuera del campo, pero nada se encontró. Como si la misma tierra se lo hubiese tragado. Rastrillaron la zona con la posibilidad de hallar su cadáver y alertaron a  las demás regiones  y provincias para su captura, en caso de que se lo encontrara con vida, pero no hubo ni siquiera un indicio sobre su paradero. La desaparición de Leandro, que ya llevaba más de tres días de ausencia y el hallazgo de una de sus camisas con manchas de sangre que correspondía a su mismo grupo sanguíneo, en el potrero de un campo vecino comenzó a transformar la situación otorgándole a la tragedia el rótulo de “homicidio doble, agravado por el vínculo”.
Un abogado de oficio intentó defender lo indefendible. El cuerpo de Isabel clamaba a gritos que había sido asesinada. La distancia entre el gatillo de la escopeta y su pecho no coincidía. Nunca hubiera podido dispararse ella sola. El largo de su brazo era menor al que requería la auto ejecución del arma. Además, en sus manos, no se halló huella de pólvora alguna que delatase que fuera ella la que la hubiese disparado. Los pequeños, Pedro y Clarita, a parte de su corta edad para poder entender lo ocurrido y declarar, atravesaban un terrible trauma por lo vivido. El caso se cerraba en una sola conclusión: el Tano, enajenado por los celos, habría asesinado a su esposa y a Leandro al encontrarlos juntos en alguna escena amorosa y se habría deshecho del cuerpo del joven de una manera ingeniosa. El juez, urgente por resolver el caso que conmovía y movilizaba al pueblo, dictó sentencia y el veredicto correspondió a una pena de reclusión perpetua por el doble crimen con alevosía, agravado por el vínculo.
El tiempo se encargó de borrar el horror de la tragedia, aunque mi abuelo tuvo que vender los animales debido a que nadie quiso trabajar en La Angélica. Los potreros se sembraron y la actividad pasó de ser ganadera a agrícola.
De Leandro no se volvió a saber absolutamente nada. Muchos rumores sostenían que su cuerpo había pasado a engrosar el número de cadáveres enterrados en el monte cercano a la casa, a pesar de que el oportuno rastrillaje realizado en su momento no evidenció signos de entierro ni tumba.
Pedro y Clarita fueron criados por una tía, hermana del Tano, que vivía en un pueblo aledaño a la zona. Ya adultos, Pedro siguió con la tradición de su padre, el trabajo rural; Clarita se casó muy jovencita con un muchacho del lugar y formó su propia familia, la que de chica le fue negada por un trágico destino que le arrebató a su madre y a su padre a la vez.
El Tano siguió su vida, si puede nombrarse de esa forma a la mísera existencia que llevó, hasta el día de su muerte, tras las rejas. Inmerso en la soledad de la celda húmeda de una cárcel de Coronda. Abandonado y repudiado por toda su familia. Sin poder ver el crecimiento de Pedro ni de Clarita. Abrumado de dolor e impotencia. Ahogando en gritos de angustia su clamor de inocencia hasta el final de sus días.

 Pasaron veinticinco años desde aquel luctuoso hecho cuando una tarde, de un otoño gris y frío, mi abuelo me pidió que lo llevara hasta La Angélica. Su avanzada edad y la enfermedad terminal, que desde un tiempo lo estaba desgastando a un ritmo vertiginoso, no le permitían manejar y una insistencia por volver a ver la casona lo perturbaba desde hacía ya varios meses. Consciente de que su vida se extinguía demasiado rápido y preocupada por complacerlo en éstos, sus últimos deseos, muy a pesar de mi ánimo y voluntad, lo llevé hasta La Angélica. Nada había cambiado desde aquel entonces en que, con mis casi doce años, visitaba el lugar. El viento seguía su rumor triste por entre la fronda otoñal de los viejos árboles, ahora de un color amarillento. El galpón todavía se mantenía firme pese a que los temporales, sufridos a lo largo de los años, le habían conferido un carácter de lúgubre tapera. Contaba con apenas unas cuantas chapas por techo y su portón desvencijado gemía insistente con el vaivén del viento, como si ese quejido fuese humano. Más adelante, aún soberbia, a pesar de su deplorable estado de abandono, se erguía la casona. Sus muros, desprovistos de revoque y enmohecidos por el efecto de la oscura humedad que lo rodeaba, desafiaban las miradas despreciativas con su altura y el aroma a madreselvas que besaban sus ladrillos. Las palmeras, enclavadas en lo que otrora fuera el parque, se agitaban en lo alto al compás de las ráfagas de viento que ahora se había tornado insistente. Dentro de la galería se divisaba el antiguo mueble. Aquel que contenía, entre sus maderas gastadas y rotas, el secreto de lo ocurrido aquella madrugada.
Ingresamos por lo que se suponía había sido la puerta de entrada. Herrumbrada y pesada como estaba por el trato de los años no nos impidió el paso. Observé atenta y conmovida a mi abuelo que se dirigía al aparador como guiado por un trance hipnótico que lo conducía deprisa. Sus celestes y brillantes ojos delataban la emoción de su corazón casi sin aliento ya. Lo vi abrir el cajón con la vieja llave extraída de su bolsillo derecho y hurgar en su fondo aquel compartimiento que había ofrecido un falso escondite seguro. Las temblorosas y manchadas manos procedieron a extraer, dificultosamente, del interior oculto, una llave similar a aquella que abría el antiguo mueble. Las formas de los dientes, el color que revelaba su antigüedad, el tamaño, la marca acuñada en un extremo, todo coincidía extrañamente. Asombrada por lo raro de la situación lo miré fijamente a sus ojos como pidiéndole alguna explicación. Era sabido, y constaba como uno de los argumentos que la fiscalía había incorporado como prueba contundente para la acusación del Tano, que sólo existía una llave que abría el cajón en donde se encontraban los cartuchos. Además, de acuerdo con su propia declaración, hecha sin el consejo ni el cuidado de ningún profesional, el arma siempre, absolutamente siempre, se hallaba descargada por temor a que ocurriera un accidente con los niños.
Los celestes ojos, cansados por los años y deslucidos por los fármacos prescriptos contra una enfermedad que para nada detenía su implacable marcha, se fijaron en los míos y dos gruesas lágrimas corrieron urgentes por sus mejillas tan envejecidas. La incomprensión, la duda, el asombro y el horror por descubrir una verdad negada y oculta durante tantos años  me sacudió de pronto. Una vez más el aciago lugar devoraba mis sentidos y me sumergía en ese clima escalofriante al que siempre lograba conducirme.
Intenté hablar, pero no pude, en mi garganta un nudo de angustia y desilusión me oprimía la voz y me ahogaba cada vez más. Fue entonces cuando mi abuelo me contó la verdad. Aquella que fue cobardemente silenciada. La verdad que conminó, de por vida, a un ser humano a ser encerrado entre las rejas de una prisión aún mayor a aquella en la que debió vivir, la prisión de la soledad y el abandono, la prisión de no poder ver crecer a sus hijos, de no ser llamado papá, de no escuchar sus risas ni sus llantos, de no cobijarlos con su protección de padre y ser testigo del cambio de sus vidas con el paso de los años.
Su voz temblaba al paso de cada palabra por su boca pero ello no opacaba la legibilidad de cada frase dificultosamente pronunciada.
Estoy muy cansado y viejo. La culpa que cargué durante todo este tiempo me ha devastado y convertido en la sombra del hombre que fui. En un ser que no puede ser calificado de humano. La desesperación por ocultar los hechos fue más grande que el remordimiento._ trataba de escucharlo pero un zumbido insistente se apoderaba de mí y debía esforzarme por comprenderlo_  Sabrá Dios si puede perdonar a este viejo que calló, ocultó y  tergiversó las pruebas de un asesinato cruel e injusto que arrebató la vida de una pobre chica y la libertad de un hombre bueno. Vos aún no habías nacido cuando me ocurrió lo impensado. Tuve que ir por negocios hasta Misiones, a un pueblo alejado, llamado Azara. Tenía que contactar allí a un vendedor de animales. Vacas a muy buen precio que había conseguido por intermedio de un amigo.
 El viaje se demoró más de lo pensado. Un temporal arruinó los caminos de tierra y perjudicó mi regreso en el tiempo estipulado. Tuve que quedarme más de diez días en el campo donde realicé la compra. La gentileza de esa gente sencilla me permitió sobrellevar las ganas por volver a mi hogar. Me hospedaron como si fuera un pariente. El matrimonio, de origen alemán él y criollo ella, tenía cuatro hijos, tres mujeres y un varón menor a todas sus hermanas. La más grande, Fernanda, me impactó desde un principio, no sólo por su belleza, esa mezcla de razas que armoniza y otorga una indescifrable perfección a las mujeres, sino también por su calidez, inocencia, sencillez y dulzura. Pienso que fue esto último lo que finalmente me atrapó dejándome hipnotizado por completo. En tan corto lapso la fuerza de la atracción realizó lo que en otras personas  demanda meses y años. No pude evitarlo. No quise evitarlo. Me invadió la sensualidad de su voz, de su cuerpo, de su juventud, tenía casi veinte años. Era veintidós años menor que yo que aún conservaba un físico joven y cuidado. No medí las consecuencias y en un arrebato de deseo extremo solté las riendas de la pasión y fue mía. Su cuerpo, aún inocente, me amó sin condiciones ni reclamos. Ella se había enamorado de un ser miserable que le robó todo lo que poseía en la vida. Se enamoró de mí.
Al mejorar los caminos regresé a Santa Fe con la misma promesa hecha al hacerla mujer, la de volver a verla, de cuidar de ella y de vivir a su lado. Nada de eso fue verdad, aunque mi deseo profundo lo anhelaba. Tu abuela no se merecía el abandono. Mi infidelidad quedó atrapada en el secreto y la justificación banal de que es propio de buen macho tener una que otra amante. Volver a la realidad me robó el encantamiento y por fin, luego de unos meses, la olvidé.
Tardé un año en saber de ella. El mismo amigo que me había contactado con su padre me informó que se había enterado de un hecho vergonzoso que llevó a su familia a echarla del hogar. Había quedado embarazada y sin novio. Una desgracia para esa época. Se fue a vivir al pueblo con una tía vieja y loca que la mortificaba con sus ataques de ira. Por el tiempo del pequeño que ya había nacido deduje que no existía otra posibilidad de que fuera mi hijo. Me excusé con el pretexto de hacer nuevos negocios y volví a Azara. Pregunté en el pueblo y di de inmediato con ella. Me arrugó el alma verla convertida en una sombra de lo que era antes. Descuidada por el trabajo y el abandono. Con sus ropas casi en harapos y su pelo rubio desalineado, enmarañado y opaco. De una delgadez extrema, acunando a su hijo en brazos, acunando a nuestro hijo… La abracé sin medir reparos y llorando le pedí perdón. El pequeño era tan parecido a mí que no dudé ni por un instante de que yo fuera su padre. ¿Cómo podía enmendar tanto daño ocasionado? Imposible deshacer lo hecho. La realidad me tironeaba el alma y me impedía decidir por lo correcto. ¿Qué era lo correcto? A Angélica le acababan de diagnosticar un cáncer de útero y no podía abandonarla justo ahora. Ni tampoco confesarle mi terrible pecado. La terminaría en poco tiempo esa verdad ingrata e impensada. ¿Qué podía hacer? Me maldije de todas las formas que pude y maldije también el momento en que amé a Fernanda. La desesperación me arrebató el entendimiento y luché por sostener la razón a pesar del dolor de las circunstancias. Entonces hice lo único que me quedaba por hacer. Alquilé un pequeño departamentito interno en el que pudo crecer nuestro hijo y a través de una mensualidad  cubrí las mínimas necesidades de él y su madre. Cada tanto viajaba, aduciendo algún pretexto de índole comercial. Angélica no dudaba de mí en absoluto. Su confianza extrema me dolía en el alma. Recurría a mil mentiras diferentes para justificar el dinero que llevaba a Azara, los días de mi ausencia, los ininterrumpidos viajes a Misiones.
El tiempo pasó y, a pesar de que Fernanda conservaba en su corazón aquel amor puro por mí, las circunstancias de la vida hicieron que un joven pueblerino se interesara en ella. Él significaba dejar la soledad de los días sin mí. Un apoyo económico mayor. Una protección diaria que yo no podía brindarle, un apellido para su hijo. Lo charlamos mucho y alentada por mi opinión decidió juntarse con el muchacho. Mi compromiso de seguir aportando económicamente dinero para el niño siguió firme siempre. Nunca lo abandoné. A pesar de la llegada de sus otros medio hermanos. Un día sonó el teléfono de casa y al atender, la voz de Fernanda irrumpió por primera vez en mi hogar. Nuestro hijo ya tenía dieciocho años. Se la notaba angustiada y nerviosa. Por lo que pude entender se había desatado una fuerte pelea entre el chico y su padrastro, quien nunca lo aceptó como un hijo y siempre lo despreciaba con un trato diferente al de  sus hermanos y cargándolo de trabajo y obligaciones extremas para alguien de su edad. Me pidió con desesperación que lo ayudara. Que lo protegiera dándole un lugar y trabajo. Era la primera vez en dieciocho años que Fernanda me pedía ayuda. Su congoja me estremeció y le aseguré que me haría cargo del asunto. Tramité el viaje y organicé su llegada como pude. Si bien Angélica había fallecido hacía unos años, el secreto de mi hijo extramatrimonial había permanecido intacto. Ni tu madre, ni nadie sospechaba siquiera sobre su posible existencia.
Leandro llegó al campo en concepto de peón del Tano. Desconocía que yo fuera su padre. Había sido muy pequeño cuando Fernanda se casó con el que era su padrastro y ningún recuerdo guardaba de mí. Se hizo querer rápidamente por la familia. Pero, luego de un tiempo de convivir con ellos, sucedió lo que nunca hubiera tenido que pasar. Como una maldición del destino la historia volvía a repetirse una vez más. Leandro e Isabel se habían enamorado.  La fuerza de la juventud en su sangre pugnaba  contra cualquier obstáculo que se le interpusiese en el camino de su corazón. Después de un año de ser su amante y obnubilado  por la necesidad de tenerla sólo para él, Leandro le propuso a Isabel abandonarlo todo, todo por completo y unirse a su destino. El alma de madre rechazó su proposición, a pesar del amor que le profería. En una negación rotunda le aclaró que nunca jamás abandonaría a sus hijos. Además, el Tano había significado mucho en su triste vida. La había sacado de la miseria y el terrible padecimiento incestuoso al que su tío, su único familiar, con quien vivía desde niña, la sometía. Ella no podía pagarle de esa forma, dejándolo sólo con los niños. Presentía que el Tano sospechaba de su infidelidad. Pero él manifestaba una actitud más bien pasiva, como comprendiendo que era inevitable  que eso ocurriera dadas las diferencias de edad y su juventud. En silencio, su esposo, aceptaba el hecho de que tal vez ella tuviera un romance con aquel joven hermoso que manaba virilidad por los poros.
Loco de celos, Leandro la tomó por los brazos increpándola. La locura de ese amor correspondido a medias lo enajenaba por completo. Nunca se había sentido así de amado, de deseado, de correspondido. Era su primera experiencia sexual con una mujer, su primera experiencia de amor. Él, que nunca había sido demasiado querido.  Él, que debía aceptar los tristes rechazos de su padrastro y también de su madre, quien para no contrariar a su hombre le demostraba una indiferencia afectiva que lo martirizaba. Ahora experimentaba por fin la gloria de ser amado. No iba a renunciar a ello de ninguna manera, aunque le costara la vida. Isabel comenzó a gritar temiendo que su ofuscación la pudiera poner en peligro a ella o a los niños que corrían por la extensa galería. En un arrebato de cólera la tumbó al suelo de una sacudida brusca y corrió hacia el mueble antiguo en busca de algo. Isabel no entendía que era lo que le estaba sucediendo y entre sus sollozos le propinaba una serie interminable de insultos y amenazas. Desilusionado, abatido y sin las esperanzas que le habían hecho creer que la felicidad con Isabel era posible, abrió con una llave que guardaba en su bolsillo el cajón secreto y extrajo dos cartuchos sin pensarlo. La escopeta dormía contra la pared cercana a la puerta de salida. Como previendo lo planeado por Leandro, Isabel se levantó enérgicamente y corrió hacia ella tomándola entre sus manos para evitar que mi hijo la agarrara.  Leandro la siguió, cegado por sus sentimientos antagónicos que habían desatado en él una furia incontrolable y profiriendo amenazas contra ella le arrebató el arma. En menos de un segundo colocó un cartucho y gritó con locura: “ Voy a matar a ese hijo de puta que tiene derechos sobre vos, si no sos mía, no sos de nadie!!!!” Atónita ante la situación  que se había trocado en ingobernable, Isabel emitió un alarido desgarrador. Tal vez, en una milésima de segundos, se le hayan cruzado por su mente afligida y desconcertada los niños, su esposo, su vida, la culpa de una muerte injusta y la complicidad en la que se vería afectada por ser la amante de Leandro. Como eyectada por una fuerza animal e irracional corrió desesperada hacia él intentando detenerlo. Mi hijo se dio vuelta al oír los gritos inhumanos que salían de esa débil mujer, envuelta en un halo de pánico y desesperación. Casi sin darse cuenta, Isabel le estaba arrebatando el arma con furor. Su fuerza de hombre se lo impidió al mismo tiempo que un tiro salía disparado, fruto del forcejeo feroz en el que se encontraban.
El estruendo del disparo lo atontó y lo devolvió a la dura realidad que veía. Isabel desplomada en el suelo, mirándolo con ojos desorbitados, mientras los pequeños lloraban desconsolados a sus pies. La sangre manaba del pecho en forma insistente, tiñendo de un rojo brillante el viejo y deslucido piso. La desesperación lo consumió de pronto. Su mente, casi adolescente, no podía asumir la tragedia que había acabado de desatar y como un  niño asustado sólo atinó a huir. Dejó el arma entre las manos aún con vida de Isabel y se echó a correr por el monte de árboles frente a la casa. Allí aguardó expectante hasta que vio llegar al Tano. La fronda del lugar le proveía de un escondite seguro y ahí permaneció inmóvil, como si fuera un simple espectador de una obra de teatro. Al rato observó que el Tano se marchaba urgente con su caballo al galope y sin pausa regresó al lugar en donde Isabel se debatía con la muerte. La miró sin expresión alguna, hipnotizado por los hechos que se habían desencadenado sin querer. Con el vestido que se desparramaba por el suelo alcanzó a limpiar las posibles huellas dejadas en el arma. Prendida de un delgado hilo su vida, Isabel derramaba lágrimas mudas y él alcanzó a ver sus labios moverse. Sin voltear atrás nuevamente abandonó corriendo la casa refugiándose en el mismo escondite funesto, plagado de leyendas, que le ofreció un lugar seguro esa noche. Pudo ver llegar al Tano con el médico y conmigo detrás. Vio como  procurábamos atender con urgencia a la pobre chica en vano y cómo yo acercaba mi oreja hasta los labios de Isabel para entender ese balbuceo continuo y persistente con el que trataba de decirme algo. Algo que no hubiese querido escuchar nunca: “Fue Leandro”. Anonadado por la declaración permanecí inmóvil ante el cuerpo inerte de Isabel que ya estaba exhalando su espíritu. Miré discreto hacia todos lados y mi pensamiento corrió a mil. Creo que fue un presagio o alguna extraña visión la que me otorgó la certeza de que Leandro se hallaba escondido en el viejo monte de árboles. Luego de llevar el cuerpo de Isabel hacia el hospital, volví, casi entrada la noche, al campo. La Luna se asomaba indiscreta sobre un horizonte gris oscuro y teñía los contornos de las cosas con su luz plateada. Tomé coraje y me acerqué al monte. Me di cuenta de que Leandro se hallaba agazapado entre el follaje al oír sus pasos presurosos por correrse hacia otro espacio diferente, como un animalito asustado. Entonces lo llamé, sin gritar, sólo mencioné su nombre y le expresé mi voluntad por ayudarlo. Fui tan convincente en mi discurso que tardé escasos minutos para que el muchacho confiara en mí. Aparte, él siempre se había sentido muy a gusto conmigo. Mi trato hacia él era deferente, amable, rayando en la manifestación de un genuino cariño imposible de ocultar. Le había conseguido el trabajo, el lugar para vivir, una paga buena para mantenerse. Solíamos hablar mucho cada vez que visitaba el campo y nuestra relación era casi especial. Leandro salió sigiloso de su escondite con sus ojos grandes de pavor. Le hablé de protegerlo, de ocultarlo y de hacerme cargo de su huída. Sin perder tiempo tomé el cortaplumas que llevaba siempre en mi bolsillo y le corté la mano con la habilidad y rapidez de un cirujano experto, haciendo salir un buen chorro de sangre fresca con el que rápidamente empapé su camisa.  Le entregué un fajo de billetes que le permitirían viajar y mantenerse por un tiempo más que prudencial y lo llevé hacia la terminal de la ciudad de Santa Fe.
 Luego de tres horas de viaje en el cual le expliqué hacia dónde le convenía escaparse y le entregué ropa nueva, un bolso y algo de comestibles para pasar las próximas horas, llegamos y compró pasajes para un ómnibus que lo llevó directo a Brasil. Durante el camino, su insistencia por conocer el por qué de mi proceder, de ampararlo en un crimen horrendo que inculparía a gente inocente, hizo que al fin le confesara que él era mi hijo. En esas tres horas le conté, en forma breve, la historia de amor que había unido las vidas de su madre y la mía, el rechazo de sus abuelos, la imposibilidad de poder vivir juntos, el secreto que guardaba sobre esto a mi familia. Le confesé que, aunque en las sombras, siempre había velado por que nada le faltara. Por su parte, Leandro me confió el desencadenamiento de los hechos, desde su llegada al campo hasta el final trágico. Entonces recordé, de pronto, el hecho de la llave del viejo mueble. Cuando se la entregué al Tano, al arribar por primera vez a la casa, le expliqué del doble cajón secreto y de la existencia de su única llave que entregué en sus manos.
_Acá tenés un lugar bien seguro y confiable para esconder o guardar cosas y papeles importantes_ recuerdo que le dije, casi en broma, aduciendo al escondite extraño que ofrecía el mueble.
 ¿De dónde había sacado él esa segunda llave con la que abrió el cajón secreto y sacó los cartuchos para activar el arma asesina? El Tano se desesperaba diciendo, mientras los policías lo custodiaban hacia la jefatura, que era imposible lo sucedido ya que la escopeta estaba descargada y la llave se encontraba en su poder. El pobre hombre no se daba cuenta de que se estaba poniendo él sólo las esposas de la cárcel a través de su declaración.
_ ¿Lo que no entiendo es cómo tenías la llave del mueble en el que el Tano guardaba los cartuchos? Vos sabías bien que allí estaban porque él se encargaba de tenerlos bien aislados de los chicos. Custodiaba el escondite con singular recelo por miedo a un accidente. Recuerdo que siempre me decía “A las armas, don Julio, las carga el hombre y las descarga el demonio. Él mismo se la mostró al policía que lo detuvo, sin pensar que este acto lo convertiría en el asesino de Isabel sin dudas.
 La respuesta de Leandro me enturbió la vista. Con cada palabra que pronunciaba, el asombro y el terror fueron ingresando paulatinamente por mis sentidos llevando su consabida carga hasta mi mente, que había intentado luchar contra toda clase de estupores y presiones durante las últimas veinticuatro horas. Noté sequedad en mi boca. El desconcierto trataba de luchar contra la razón y la incredulidad se apoderaba de mi conciencia.
_ Esta mañana_ comenzó a contarme Leandro_ cuando me dirigía a llevar a los terneros hasta el corral, un hombre extraño salió del galpón viejo. Primero me asustó mucho por su aspecto tan raro. Tenía una altura considerable para su edad, que calculo era de unos setenta años, o tal vez más. Llevaba un pañuelo de seda color rojo atado a su cuello, evitando que se le notara algo. Cuando me habló se me heló la sangre. Emitía un sonido raro por la garganta que con su dedo índice apretaba para que una voz dificultosa saliera. Pronunció muy despacio unas palabras  que apenas pude comprender. Me pidió que le regresara la llave al Tano, que se la había olvidado en el bar el día anterior. Me costó entenderlo, ya que era muy raro por el hecho de que el Tano nunca se olvidaría de algo así. Me entregó la llave, se dio media vuelta y se fue. La guardé en el bolsillo pensando entregársela al Tano. Ni cuenta me di cuando se alejó. Lo raro es que no escuché ni ruido a motor, ni galope de caballo. Al llegar a la casa vi a Isabel, estaba deslumbrante, con su cabello renegrido, sus ojos brillantes y esa frescura en su sonrisa que me volvía loco. Había meditado durante varios días lo que planeaba decirle y, en ese mismo momento, un arrebato me impulsó a confesarle mi intención de escaparme con ella, lejos de todo, para iniciar una vida juntos, solos, unidos por esta pasión loca que me robaba la vida. Ilusionado con la idea de que ella me aceptaría y herido atrozmente por su terrible rechazo, no pensé en nada. Creo que entré en estado de shock por la angustia que me laceraba por dentro y la bronca surgió de pronto. No recuerdo siquiera cuándo pensé en la llave que tenía. Como autómata abrí el mueble y saqué los cartuchos en medio de un descontrol que se adueñó de mi conciencia. El resto, ya se lo conté.
Me di cuenta de lo que había sucedido realmente. De quien fue el verdadero artífice de la tragedia que le costó la vida a la joven, que dejó a un hombre marcado por el crimen y a otro encerrado de por vida en el infierno de algo más que una cárcel, de una gran injusticia. Como si la venganza por la infidelidad de Ramona no hubiese acabado con su muerte, como si una vez más debiera sentenciar los pecados de un amor prohibido, aquella alma había regresado para ajusticiar, nuevamente, a la infiel, como lo habría hecho aquella madrugada de 1928, en la que vengara el honor de su hijo.”
El atardecer caía pincelando de rosa y violeta un horizonte amplio, mientras la escasa luz de los últimos rayos de aquel sol de otoño me dejó observar el rostro perturbado de mi abuelo. La emoción del relato, el cansancio que le ocasionaba su enfermedad, el arrepentimiento por callar y ocultar el dolor de haber perdido definitivamente a aquel hijo tan secreto como toda la verdad de su vida, marcaban aún más sobre su rostro todos los años de una existencia llena de tristeza. Le tomé las manchadas manos y sentí pasar por mis venas el sentimiento de dolor agudo que lo aquejaba desde hacía tanto tiempo. El Tano había muerto tres años atrás y creo que fue esto lo que terminó de causarle el origen de ese mal que lo estaba carcomiendo por dentro. Un sentimiento de honda pena me inundó el alma. Miré la casa, el bosque, el desvencijado mueble, el viejo galpón y la madreselva que aún trepaba por los muros airosa. Desprendí de entre sus temblorosos dedos aquellas llaves, que guardaban lo siniestro del hecho y en un acto reflejo, con una fuerza increíble las arrojé lejos. Las vi desaparecer en el bosquecito, tras un ruido a hojas sacudidas por el impacto de aquel proyectil. Llevé a mi abuelo hasta el auto y emprendí el regreso al pueblo.
Mi abuelo murió a los dos días. Como si la verdad, salida a la luz después de aquella confesión, le otorgara la paz que desde hacía veinticinco años había perdido. Pero ahora era yo la que tomaba esa terrible posta de mentiras suspendidas en el tiempo. Yo, que debería seguir guardando bajo las llaves de un misterio increíble la inocencia de aquel padre quien, para sus hijos, fue el asesino de su madre… 
Roxana Marisa Giavedoni
Escritora
Capitán Bermúdez – Santa Fe