El Club Social San
Justo continua con las publicaciones literarias, al inicio anual del “Ciclo de Poesías,
Narrativas y Cuentos Breves 2015” que es un espacio para poetas y
escritores que deseen publicar sus trabajos literarios a través de sus letras en
nuestra Web Institucional; los mismos serán seleccionados y publicados en esta página
digital los días domingos. Aconsejamos para ver esta página Web usar el
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Reseña
bibliográfica de Roxana Marisa Giavedoni: Nació el 18 de
agosto de 1966 en la ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe; Estudio letras. Es
docente, poeta y escritora contemporánea, desempeña su labor educativa en la
Escuela 913 de Capitán Bermúdez, ciudad donde vive. Como escritora desarrolla las
técnicas de la narrativa en toda su expresión, que se manifiestan en todos sus
cuentos.
El
Secreto
Cuando me enteré de lo
ocurrido, contaba con apenas doce años. Mi abuelo y mis padres hablaban un
lenguaje casi secreto para que yo no me diera cuenta, pero mi curiosidad, que
en aquella época ya se manifestaba con una exuberancia evidente, permitió que
advirtiera primero y más tarde conociera, el secreto hecho que celosamente
trataban de ocultarme.
Era muy común que en
aquella época los menores de edad quedaran al margen absoluto de muchos temas
considerados por los adultos como “contraproducentes” para el “normal
desarrollo de la infancia y su debida inocencia”. Por consiguiente eran
“secretos” y sólo tratados por mayores, quienes vigilaban celosamente que
dichos contenidos permanecieran siempre encerrados en ese clima de misterio que
le confería un plus de curiosidad. Entre los temas tabúes desfilaban aquellos
referidos al sexo, al parto y embarazo, a las enfermedades terminales y a la
muerte en sí, sin discriminar si era ocasionada o no por causas naturales.
Fue una tarde de otoño
en la que los inesperados fríos de la estación amenazaban con un cruel invierno. Habíamos llegado hacía solo unos instantes a
la casa de mi abuelo y éste, con una conversación entrecortada, que me llamó
poderosamente la atención y logró que agudizara aún más mis cinco sentidos, les
contó a mis padres lo ocurrido, aunque sólo pude entender que algo grave había
sucedido en “La Angélica”.
“La Angélica” nombró mi
abuelo a un campo que compró, en honor a mi abuela, que así se llamaba ella. Se
encontraba a unos cinco kilómetros de distancia del pueblo donde ellos vivían,
por un camino de tierra, desde la ruta principal. La lejanía del lugar no
permitió la llegada de la electricidad ni tampoco la asiduidad de la gente.
Podría describirlo como
el reino de la soledad. Llegando a la tranquera, la entrada principal consistía
en un desierto camino de tierra y altos pastizales que se alzaban alrededor de
árboles viejos cuyas cortezas se desarmaban en diversas capas mostrando lo
antiquísimo de sus gruesos troncos. No sé por qué pero siempre, tanto en
invierno como en verano, el viento tuvo, en este misterioso lugar, un reinado
perpetuo, emitiendo un sonido extraño, casi un aullido, cada vez que sacudía
con furia las endebles ramas de aquellos eucaliptus. La distancia a la casa era
de unas dos cuadras casi. Previo a ella se alzaba un oscuro galpón de chapas
tan destruidas como mi ánimo cada vez que pisaba aquel suelo.
La casa, una vieja
construcción que databa, por lo que oí decir a mi abuelo, del siglo diecinueve,
estaba compuesta de una larga galería muy iluminada por grandes ventanales que
se abrían al campo. Una serie de habitaciones en fila se distribuían a lo largo
de la misma. Con techos extremadamente altos y gruesas puertas de madera
maciza, aquello había sido, en sus mejores épocas, un verdadero palacete
campero que el tiempo y la desidia de quienes lo habitaron posteriormente se
habrían encargado de destruir. Al final de la galería, el baño. Un amplísimo
cuarto que contaba, entre otras cosas, con una enorme bañera. Me llamaba la
atención este objeto, casi de lujo, para un lugar así, considerando, además, la
época en que debió instalarse allí. Y para cerrar la estructura edilicia, que
tendría como unos quinientos metros cuadrados de construcción, dos habitaciones
más enfrentaban la galería. Una de ellas oficiaba de cocina-comedor, la otra de
dormitorio matrimonial. Haciendo una “ele”, aquel inmenso corredor, según lo
recuerdo hoy día, culminaba sobre un patio de tierra en donde dos altísimas
palmeras, testigos mudos de la historia del lugar, custodiaban, cual inmutables
mastines, la entrada.
Los aromas siempre se
prenden a los recuerdos, y aquel conserva el fresco y agradable perfume que
regalaba una madreselva trepada al muro de la casona. Aquello era toda una
contradicción, la belleza y olor de las
pequeñas florcitas en medio de la sombría construcción, que clamaba a gritos, a
través de sus paredes arruinadas, la tristeza del abandono.
Más allá, cruzando el
alambrado que separaba lo “habitable” del lugar con el campo mismo, un pequeño
bosquecito de árboles, tan viejos como la casa, conferían al paisaje un plus de
misterio. Extrañas historias eran contadas por los lugareños sobre cuerpos enterrados
allí desde hacía casi un siglo por una secta que, a través de rituales, obtenía
beneficios imposibles de lograr.
Según rumores, los
habitantes anteriores, una familia de inmigrantes europeos compuesta por tres
hermanos casados, sus respectivas esposas y sus padres, mantenían costumbres esotéricas
basadas en sacrificios de animales y también humanos. Bien conocido es el dicho
que reza “pueblo chico, infierno grande”, y creo que mucho de eso había en
aquellas creencias pueblerinas, cargadas de supersticiones, sobre lo siniestro
de esa gente. Pienso que mucho ayudaba a esto el hecho de lo huraños que se
mostraban ante las personas del pueblo. Evitaban los contactos sociales y sólo
se limitaban a realizar las compras necesarias para su subsistencia. Además, el
viejo, padre de los muchachos, de unos setenta años o más, había padecido de un
problema en sus cuerdas vocales que lo dejó casi mudo. A través de un orificio
en su tráquea, por donde respiraba, emitía sonidos cuasi humanos, con los que
escasamente se comunicaba con las personas del pueblo. Era reconocido por su
gran altura y el mismo pañuelo color rojo con el que ocultaba su problema,
según contaban aquellos que lo conocieron.
Cierto es, y
documentado está en los anales policiales, que mucho antes de que mi abuelo
adquiriera aquellas tierras, un hecho criminal enlutó al pueblo. Y el trágico
lugar en donde se había concretado era precisamente aquella casona de campo. En
un sitio en donde la monotonía se respira como oxígeno, la superstición y la realidad se mezclaron, entonces, en el aire
dando rienda suelta a cuanta fantasía quisiera descargar la gente, que siempre
ve y oye más allá de los parámetros de lo que llamamos normal. A partir de
aquel enlutado suceso “La Angélica” estaría estigmatizada por la desgracia.
Según los relatos más veraces, el hecho
ocurrió la madrugada de un fresco día otoñal de 1928, mientras toda la familia
dormía. Ramona, que así se llamaba la esposa del menor de los tres hermanos que
habitaban el lugar, mantenía un affaire
amoroso con un joven peón que trabajaba para la familia. Quizás presa de la soledad y el rudo trato al que era sometida
por su marido, no halló otra puerta para huir que la que le confería aquella
aventura amorosa, prohibida y deseada hasta el punto de la locura. Pero la
locura de amor no siempre se diluye en ese inexplicable éxtasis pasional que
aliena los sentidos hasta deshumanizarnos, convirtiéndonos en simples seres
animados, movidos por el deseo. Muchas veces la culpa corroe el alma miserable
de los pobres seres sedientos de amor y la única puerta a la libertad es el fin
a la vida.
Entre los dichos que
aún sobreviven en el pueblo, a pesar del tiempo transcurrido, uno cuenta que
Ramona se dirigió hacia el galpón aquel en donde su amante dormía. Dicen que iba
caminando como una autómata, persiguiendo vaya a saber qué oscuro fin, ciega a
su decisión. La oscuridad y el silencio fueron sus cómplices aquella madrugada
de abril. Un fuerte destello seguido de un terrible estruendo retumbó en el
galpón levantando de un salto al pobre muchacho quien se encontró con el
cadáver a sus pies y la cabeza de su amante destrozada por la bala de un
revólver.
A este trágico suceso le correspondieron miles
de historias tejidas con el increíble ingenio de la imaginación de todos
aquellos que habitaban el pueblo. No faltó quien dijera que Ramona fue presa de
un conjuro satánico encomendado por su despechado esposo. Otros aseguraban que
el mismo marido, en venganza por su quebrantado honor, habría matado a Ramona y
silenciado al chico para que sea cómplice de su terrible acto. Lo cierto es que
el hecho terminó caratulado como suicidio, el peón indemnizado y la familia
sumida en un profundo silencio que no hizo más que agregarle un plus de
sospechas al triste final de Ramona, aquella hermosa morena llena de vida y
pasión.
Los años que vinieron después de lo ocurrido
fueron tan oscuros como aquel lugar siniestro. Tal vez la rutina de los días
que siguieron se encargó de cubrir con un manto de piedad las almas de aquellos
acusados por las voces del pueblo que luego de un tiempo se calmaron y hasta
llegaron a olvidar lo sucedido. Pero lo cierto es, que desde aquel día, el
campo quedó marcado con el sello del mal y por más que se guardara silencio por
miedo a ofender a quienes formaron parte de aquella familia, la sangre
derramada clamaba a gritos a través del pensamiento colectivo de un puñado de
personas que miraban con miedo y desconfianza el aciago lugar.
La tragedia influyó
notablemente para que el campo se vendiera después de un tiempo más que
prudencial. La familia se mudó a otra provincia y no se supo más nada de ella.
Muchos años más debieron transcurrir hasta que
mi abuelo, un hombre avezado en negocios, vio con agrado la oportunidad
de conseguir aquellas tierras a un precio más que bueno, y no la desperdició.
Sin dudarlo siquiera las adquirió inmediatamente y allí se puso a trabajar
restaurando como pudo las arruinadas instalaciones que habían sufrido los avatares del olvido y
el abandono.
La principal actividad
que desarrolló en “La Angélica” fue la ganadería, para lo cual contrató a un tambero, quien cubría las necesidades de
atención requeridas por los animales. Durante dos veces al día, una cantidad
moderada de vacas lecheras esperaban, mugiendo impacientes, ser ordeñadas. Las tareas agropecuarias requieren de
esfuerzos, sacrificios y mucha idoneidad. Es muy rudo el trabajo del campo y
quienes lo realizan, más allá de ser su medio de vida, guardan esa pasión por
lo que hacen que los lleva a disfrutar de aquello como si fuera una verdadera
vocación. Levantarse de madrugada, en medio de fuertes heladas y tormentas; cuidar el ganado y reconocer
signos de enfermedad en los animales; no disponer de días francos ni
vacaciones, las vacas no dejan nunca de producir leche y necesitan ser
ordeñadas. Además del conocimiento que se debe poseer para poder hacerlo: saber
sobre los tiempos de preñez, de celo, del destete, parición, castración y
alimentación, así como también la requerida sanidad y la paciente tarea del
ordeñe, que por aquellos tiempos era manual. Tal vez esta acotada descripción
pueda reflejar lo rudo y difícil que resulta vivir en el campo y cómo este modo
de vida modela la personalidad de quienes la viven. Hombres y mujeres
acostumbrados a callar sus necesidades, sus deseos y sus dolores. A postergar
sueños y olvidarse de disfrutar de hasta el más mínimo placer.
Ya habían pasado varios
años y tamberos por “La Angélica” cuando llegó el “Tano”, un delgado hombre de
ojos claros y palabras sencillas. Venía de un pueblo distante, con su flamante
esposa, una hermosa joven morena, casi una niña, muchos años menor que él. El puesto había quedado vacante nuevamente y
la necesidad de techo y dinero para hacerle frente a su nueva familia hizo que
el Tano no lo pensara dos veces ni diera crédito a los consabidos rumores
pueblerinos sobre el halo de misterio que abonaba cada centímetro de esa
tierra.
Con las pocas
pertenencias con las que contaba en ese momento llegó al campo. Siguiendo sus pasos
iba Isabel, la joven mujer que el destino, o tal vez la imperiosa necesidad de
huir de una situación peor, había puesto en su camino. Unos meses atrás se
habían casado en la iglesia de un pueblo cercano, entre la urgencia por
culminar el trámite y la esperanza de formar una familia diferente. Su rostro,
mezcla de niña y mujer, delataba la inmadurez cándida de los primeros años de
juventud. Esa mirada completa de vida, esa sonrisa fresca, ese actuar ágil e
inesperado. La recuerdo alegre, aunque mi recuerdo es bastante vago, pues yo
tendría apenas unos nueve años. Aún así, a pesar de la diferencia de edad,
solíamos dialogar cada vez que acompañaba a mi abuelo a la casona de “La
Angélica”. De qué hablábamos. No lo sé. Quedó guardado en algún recóndito
espacio de mi vulnerable mente. Lo que sí recuerdo muy bien es su fresca
alegría y ese inagotable deseo de vivir que se acrecentaba con el correr del
tiempo.
No pasaron demasiados
meses para que llegara un ser nuevo a completar la familia. El niño nació sano
y comenzó a crecer en medio de la pareja, que sin darse cuenta se iba
transformando, como toda pareja que camina por el sinuoso sendero del matrimonio. Ninguna
convivencia es fácil y menos aún si las carencias de todo tipo la condiciona.
Al cabo del año de nacido Pedro, llegó al mundo Clarita. Las
tareas se complicaron, entonces. Para Isabel era casi imposible ayudar al Tano
en las actividades ganaderas de las que ella formaba parte: el arreo de la
hacienda, la preparación de los animales, darles la ración adecuada a los
terneros y tantas otras más. La necesidad de que alguien lo asistiera en su
trabajo hizo que Leandro llegara al campo durante el tórrido mes de diciembre.
Clarita ya tenía varios meses y su presencia, aunque había llevado a Isabel al
cansancio exhaustivo que resulta de criar dos pequeños, sola, en un lugar tan
apartado y duro, iluminaba la casa que ahora se vestía de rosa junto con la
madreselva que trepaba los muros perfumando el aire estival.
Leandro contaba con
unos diecisiete o tal vez dieciocho años al arribar a “La Angélica”. Según oí,
era un pariente lejano de un conocido de mi abuelo. Al parecer sin padres y
cargado también de necesidades. De él no puedo precisar su aspecto, pocas veces
lo vi y no guardo su imagen en el baúl de los recuerdos que ocupa mi mente. Aunque
creo que la juventud de esa edad seguramente le otorgó el don de la belleza y
la virilidad a flor de piel. Un claro contraste con el Tano, ya entrado en años, en quien las incontables arrugas habían
dibujado en su rostro las marcas de la ruda vida vivida.
Leandro, además de
asistir al Tano en su trabajo de campo, ayudaba también a Isabel en sus diarios
quehaceres. El Tano no era hombre de compartir las tareas domésticas: “Esas son
cosas de mujeres”, solía decir. Nunca se lo vio cambiando un pañal o dándoles
una mamadera a los chicos. Aunque sí se lo veía frecuentar los bares del pueblo
en sus ratos libres, que por cierto no eran muchos. A caballo, entrada la
tarde, llegaba al pueblo en donde el bar
de Doña Anita, que aún hoy guarda la histórica fachada de aquellos edificios
del siglo diecinueve, lo esperaba con la consabida botella de ginebra y la mesa
compartida con otros que, como él, buscaban entre esas paredes un lugar ideal
en donde despejar las penurias de la rudeza del día.
Mientras tanto Pedro y Clarita crecían
inocentes frente a la amenaza que se iba creando en el ambiente. No es muy
difícil imaginar que aconteció luego de un tiempo. Aunque el silencio se tragó
el por qué de lo ocurrido. Por el campo quedó flotando el misterio del hecho
inexplicado, no inexplicable. Las lenguas más osadas del pueblo entretejieron
historias en base a rumores inexactos que provenían de otras voces también inexactas
y “La Angélica” volvió a sostener el olvidado título de “lugar macabro”.
Todo ocurrió una fresca mañana de un día de
otoño. Como si el siniestro pasado condenatorio de aquel lugar recobrara su
vida después de tantos años. ¿Qué sombrío destino esperaba a aquellas personas,
como agazapado detrás de aquel bosquecito de árboles añosos que exhalaban hedor
a muerte?
Algunas voces del
pueblo, como vaticinando el desenlace, habrían anticipado lo inevitable. Y,
aunque los rumores pretenden un alto
grado de veracidad en los sucesos, los que enmarcaron esta historia muy
alejados están de la verdadera realidad acontecida aquel día siniestro.
El Tano llegó hasta el
pueblo desfigurado por el horror y la carrera que lo llevó en menos de quince
minutos al galope rápido en su yegua mora, trayendo la terrible noticia y
buscando un médico. Mi abuelo, que era farmacéutico, de aquellos de antes, de
los que además de elaborar sus propios remedios tenían vastos conocimientos en
medicina y ayudaban a los médicos en sus consultas, corrió hacia “La Angélica”
acompañando al doctor, que por suerte se encontraba en el pueblo. Al llegar
encontraron la triste escena. Sobre el aire flotaba el aliento de la muerte que
a través de un tiro certero en el pecho quería cobrarse a su víctima, quien se
esforzaba por mantenerse viva a pesar del terrible daño ocasionado, como si
fuera menester retener ese minúsculo hálito de existencia para comunicar algo
importante, esencial . La sangre manchaba el piso opaco por el tiempo
otorgándole un brillo sobrenatural y tétrico. Dos niños miraban atónitos el
cuerpo que expiraba, un débil aliento de vida se iba apagando sin tregua
mientras los segundos transcurrían. Largas lágrimas recorrían sus rojas
mejillas dejando surcos brillantes entre la suciedad de las caritas.
Con premura y
prestancia el médico y mi abuelo socorrieron a la víctima quien emitía, entre
los estertores de la muerte, algunas palabras inentendibles para ellos. Con
mucho cuidado colocaron el cuerpo inerte sobre la cama y, dado a la insistencia
de las palabras inaudibles, mi abuelo acercó su oído a los labios que casi se
movían intentando pronunciar una oración que él apenas logró entender.
De nada sirvieron los auxilios y los intentos por retenerla con
vida. Isabel abandonó su cuerpo inevitablemente, luego de mirar a sus dos
niñitos, que de pie y paralizados por el terror, seguían la escena.
La policía llegó al
lugar unos minutos después. Se llevó al Tano y una pariente cercana se encargó
de los niños. Una ambulancia recogió el cuerpo exangüe de Isabel acompañado por
mi abuelo y el médico.
La urgencia de los
hechos, lo terrible del suceso y la angustia que se respiraba habían sido
capaces de anestesiar hasta las mentes más atentas. La bruma del misterio
cubrió el ambiente.
Luego del entierro, al
cual pudo acudir el Tano sólo con custodia policial, ya que se encontraba
detenido por ser el principal sospechoso de la muerte de su esposa, mi abuelo
retornó a la casona. El silencio era aún más denso que el habitual, aunque se
colaba de a ratos ese rumor incesante del viento entre los árboles. Abrió la
puerta sigilosamente, como temiendo perturbar la calma de una fiera y caminó
hasta la habitación en donde había transcurrido el hecho. A pesar de la
insistencia por limpiar la triste escena, el piso delataba, a través de una
gran mancha de color ocre, el lugar en donde cayó Isabel casi muerta.
Según los informes
policiales, a los que mi abuelo pudo acceder gracias a la relación de amistad
que mantenía con el comisario, el Tano sostenía su inocencia, a pesar de los
crudos métodos utilizados, en aquella época, para extraer una confesión que
conformara a todos. Pero aún así, la cosa no cerraba. Muchos hilos sueltos de
una madeja tan enredada como la misma historia de la casona.
El arma asesina había sido una escopeta
calibre doce que el Tano usaba para cazar liebres, patos y perdices, además de
tenerla como medio de seguridad en una zona tan distante y vulnerable a
cualquier tipo de asalto. Él mismo la cargaba sólo antes de ir de caza, declaró,
ya que aseguraba que sentía un cierto temor a que el arma se disparase por
accidente. Muchos habían sido los casos de muerte accidental por manejo
imprudente de armas. Los cartuchos estaban escondidos en un doble cajón secreto
de un antiguo mueble que se encontraba en la galería y que por alguna extraña
razón, ya que muchas fueron las personas que tuvieron en su poder aquel
antiquísimo aparador, aún conservaba la llave original. Dicho mueble databa de
una época anterior, perteneciente, seguramente, a la primer familia que habitó
aquella casa.
_ Estaba en el galpón
de ordeñe, haciendo el tambo de la mañana, cuando escuché un ruido tan fuerte
que me congeló la sangre. El tiro provenía de la casa. Dejé todo y salí
corriendo. Al llegar la vi _ en ese momento del relato irrumpía en llanto
ahogado_ Isabel estaba tirada en el suelo, boca arriba, los chicos llorando a
su lado y la escopeta a un costado, todavía humeando a pólvora. No entiendo de
dónde sacó los cartuchos, ni cómo hizo, ya que la llave del cajón en donde los
guardo, la llevaba yo, como siempre, en el llavero que tengo en el pantalón de
trabajo junto con las demás. Llamé a los gritos a Leandro para que me ayude
pero no vino _ y otra vez, una desesperación, mezcla de angustia y rabia, se
adueñaba de su endeble equilibrio emocional para arrojarlo, una vez más, al mar
de lágrimas y gemidos que profería entre una respiración dificultosa y
entrecortada.
El juez de turno que
había tomado cartas en el asunto y la fiscalía ordenaron todo tipo de pericias
criminalísticas que trataran de arrojar un halo de luz sobre los oscuros
sucesos. El Tano era un hombre muy conocido y también querido en el pueblo. De
pocas palabras, pacífico y sencillo como era, despertaba en la gente una
compasión por lo sucedido que se apoyaba en el hecho de su declaración de
inocencia a ultranza. Las autoridades judiciales se debatían en lucha por
mantener una carátula de suicidio, aún cuando las circunstancias y pruebas
pujaban por cambiarla a la de homicidio. Una de las tantas hipótesis que se barajaba
dentro de las esferas policiales era la del crimen pasional. Leandro habría
asesinado a Isabel por no querer abandonar al Tano y se fugó. Mas, del joven no
había ni rastro. Se llevó a cabo una búsqueda exhaustiva, a cargo de
investigadores y policías, dentro y fuera del campo, pero nada se encontró.
Como si la misma tierra se lo hubiese tragado. Rastrillaron la zona con la
posibilidad de hallar su cadáver y alertaron a las demás regiones y provincias para su captura, en caso de que
se lo encontrara con vida, pero no hubo ni siquiera un indicio sobre su
paradero. La desaparición de Leandro, que ya llevaba más de tres días de
ausencia y el hallazgo de una de sus camisas con manchas de sangre que
correspondía a su mismo grupo sanguíneo, en el potrero de un campo vecino
comenzó a transformar la situación otorgándole a la tragedia el rótulo de
“homicidio doble, agravado por el vínculo”.
Un abogado de oficio
intentó defender lo indefendible. El cuerpo de Isabel clamaba a gritos que
había sido asesinada. La distancia entre el gatillo de la escopeta y su pecho
no coincidía. Nunca hubiera podido dispararse ella sola. El largo de su brazo
era menor al que requería la auto ejecución del arma. Además, en sus manos, no
se halló huella de pólvora alguna que delatase que fuera ella la que la hubiese
disparado. Los pequeños, Pedro y Clarita, a parte de su corta edad para poder
entender lo ocurrido y declarar, atravesaban un terrible trauma por lo vivido.
El caso se cerraba en una sola conclusión: el Tano, enajenado por los celos,
habría asesinado a su esposa y a Leandro al encontrarlos juntos en alguna
escena amorosa y se habría deshecho del cuerpo del joven de una manera
ingeniosa. El juez, urgente por resolver el caso que conmovía y movilizaba al
pueblo, dictó sentencia y el veredicto correspondió a una pena de reclusión
perpetua por el doble crimen con alevosía, agravado por el vínculo.
El tiempo se encargó de
borrar el horror de la tragedia, aunque mi abuelo tuvo que vender los animales
debido a que nadie quiso trabajar en La Angélica. Los potreros se sembraron y
la actividad pasó de ser ganadera a agrícola.
De Leandro no se volvió
a saber absolutamente nada. Muchos rumores sostenían que su cuerpo había pasado
a engrosar el número de cadáveres enterrados en el monte cercano a la casa, a
pesar de que el oportuno rastrillaje realizado en su momento no evidenció
signos de entierro ni tumba.
Pedro y Clarita fueron
criados por una tía, hermana del Tano, que vivía en un pueblo aledaño a la zona.
Ya adultos, Pedro siguió con la tradición de su padre, el trabajo rural;
Clarita se casó muy jovencita con un muchacho del lugar y formó su propia
familia, la que de chica le fue negada por un trágico destino que le arrebató a
su madre y a su padre a la vez.
El Tano siguió su vida,
si puede nombrarse de esa forma a la mísera existencia que llevó, hasta el día
de su muerte, tras las rejas. Inmerso en la soledad de la celda húmeda de una
cárcel de Coronda. Abandonado y repudiado por toda su familia. Sin poder ver el
crecimiento de Pedro ni de Clarita. Abrumado de dolor e impotencia. Ahogando en
gritos de angustia su clamor de inocencia hasta el final de sus días.
Pasaron veinticinco años desde aquel luctuoso
hecho cuando una tarde, de un otoño gris y frío, mi abuelo me pidió que lo
llevara hasta La Angélica. Su avanzada edad y la enfermedad terminal, que desde
un tiempo lo estaba desgastando a un ritmo vertiginoso, no le permitían manejar
y una insistencia por volver a ver la casona lo perturbaba desde hacía ya varios
meses. Consciente de que su vida se extinguía demasiado rápido y preocupada por
complacerlo en éstos, sus últimos deseos, muy a pesar de mi ánimo y voluntad,
lo llevé hasta La Angélica. Nada había cambiado desde aquel entonces en que,
con mis casi doce años, visitaba el lugar. El viento seguía su rumor triste por
entre la fronda otoñal de los viejos árboles, ahora de un color amarillento. El
galpón todavía se mantenía firme pese a que los temporales, sufridos a lo largo
de los años, le habían conferido un carácter de lúgubre tapera. Contaba con
apenas unas cuantas chapas por techo y su portón desvencijado gemía insistente
con el vaivén del viento, como si ese quejido fuese humano. Más adelante, aún
soberbia, a pesar de su deplorable estado de abandono, se erguía la casona. Sus
muros, desprovistos de revoque y enmohecidos por el efecto de la oscura humedad
que lo rodeaba, desafiaban las miradas despreciativas con su altura y el aroma
a madreselvas que besaban sus ladrillos. Las palmeras, enclavadas en lo que
otrora fuera el parque, se agitaban en lo alto al compás de las ráfagas de
viento que ahora se había tornado insistente. Dentro de la galería se divisaba
el antiguo mueble. Aquel que contenía, entre sus maderas gastadas y rotas, el secreto
de lo ocurrido aquella madrugada.
Ingresamos por lo que
se suponía había sido la puerta de entrada. Herrumbrada y pesada como estaba
por el trato de los años no nos impidió el paso. Observé atenta y conmovida a
mi abuelo que se dirigía al aparador como guiado por un trance hipnótico que lo
conducía deprisa. Sus celestes y brillantes ojos delataban la emoción de su
corazón casi sin aliento ya. Lo vi abrir el cajón con la vieja llave extraída
de su bolsillo derecho y hurgar en su fondo aquel compartimiento que había
ofrecido un falso escondite seguro. Las temblorosas y manchadas manos
procedieron a extraer, dificultosamente, del interior oculto, una llave similar
a aquella que abría el antiguo mueble. Las formas de los dientes, el color que
revelaba su antigüedad, el tamaño, la marca acuñada en un extremo, todo
coincidía extrañamente. Asombrada por lo raro de la situación lo miré fijamente
a sus ojos como pidiéndole alguna explicación. Era sabido, y constaba como uno
de los argumentos que la fiscalía había incorporado como prueba contundente
para la acusación del Tano, que sólo existía una llave que abría el cajón en
donde se encontraban los cartuchos. Además, de acuerdo con su propia
declaración, hecha sin el consejo ni el cuidado de ningún profesional, el arma
siempre, absolutamente siempre, se hallaba descargada por temor a que ocurriera
un accidente con los niños.
Los celestes ojos,
cansados por los años y deslucidos por los fármacos prescriptos contra una
enfermedad que para nada detenía su implacable marcha, se fijaron en los míos y
dos gruesas lágrimas corrieron urgentes por sus mejillas tan envejecidas. La
incomprensión, la duda, el asombro y el horror por descubrir una verdad negada
y oculta durante tantos años me sacudió
de pronto. Una vez más el aciago lugar devoraba mis sentidos y me sumergía en
ese clima escalofriante al que siempre lograba conducirme.
Intenté hablar, pero no
pude, en mi garganta un nudo de angustia y desilusión me oprimía la voz y me
ahogaba cada vez más. Fue entonces cuando mi abuelo me contó la verdad. Aquella
que fue cobardemente silenciada. La verdad que conminó, de por vida, a un ser
humano a ser encerrado entre las rejas de una prisión aún mayor a aquella en la
que debió vivir, la prisión de la soledad y el abandono, la prisión de no poder
ver crecer a sus hijos, de no ser llamado papá, de no escuchar sus risas ni sus
llantos, de no cobijarlos con su protección de padre y ser testigo del cambio
de sus vidas con el paso de los años.
Su voz temblaba al paso
de cada palabra por su boca pero ello no opacaba la legibilidad de cada frase
dificultosamente pronunciada.
“ Estoy muy cansado y viejo. La culpa que cargué durante todo este tiempo
me ha devastado y convertido en la sombra del hombre que fui. En un ser que no
puede ser calificado de humano. La desesperación por ocultar los hechos fue más
grande que el remordimiento._ trataba de escucharlo pero un zumbido insistente
se apoderaba de mí y debía esforzarme por comprenderlo_ Sabrá Dios si puede perdonar a este viejo que
calló, ocultó y tergiversó las pruebas
de un asesinato cruel e injusto que arrebató la vida de una pobre chica y la
libertad de un hombre bueno. Vos aún no habías nacido cuando me ocurrió lo
impensado. Tuve que ir por negocios hasta Misiones, a un pueblo alejado, llamado
Azara. Tenía que contactar allí a un vendedor de animales. Vacas a muy buen
precio que había conseguido por intermedio de un amigo.
El viaje se demoró más de lo pensado. Un
temporal arruinó los caminos de tierra y perjudicó mi regreso en el tiempo
estipulado. Tuve que quedarme más de diez días en el campo donde realicé la
compra. La gentileza de esa gente sencilla me permitió sobrellevar las ganas
por volver a mi hogar. Me hospedaron como si fuera un pariente. El matrimonio,
de origen alemán él y criollo ella, tenía cuatro hijos, tres mujeres y un varón
menor a todas sus hermanas. La más grande, Fernanda, me impactó desde un
principio, no sólo por su belleza, esa mezcla de razas que armoniza y otorga
una indescifrable perfección a las mujeres, sino también por su calidez,
inocencia, sencillez y dulzura. Pienso que fue esto último lo que finalmente me
atrapó dejándome hipnotizado por completo. En tan corto lapso la fuerza de la
atracción realizó lo que en otras personas
demanda meses y años. No pude evitarlo. No quise evitarlo. Me invadió la
sensualidad de su voz, de su cuerpo, de su juventud, tenía casi veinte años. Era
veintidós años menor que yo que aún conservaba un físico joven y cuidado. No
medí las consecuencias y en un arrebato de deseo extremo solté las riendas de
la pasión y fue mía. Su cuerpo, aún inocente, me amó sin condiciones ni
reclamos. Ella se había enamorado de un ser miserable que le robó todo lo que
poseía en la vida. Se enamoró de mí.
Al
mejorar los caminos regresé a Santa Fe con la misma promesa hecha al hacerla
mujer, la de volver a verla, de cuidar de ella y de vivir a su lado. Nada de
eso fue verdad, aunque mi deseo profundo lo anhelaba. Tu abuela no se merecía
el abandono. Mi infidelidad quedó atrapada en el secreto y la justificación
banal de que es propio de buen macho tener una que otra amante. Volver a la
realidad me robó el encantamiento y por fin, luego de unos meses, la olvidé.
Tardé
un año en saber de ella. El mismo amigo que me había contactado con su padre me
informó que se había enterado de un hecho vergonzoso que llevó a su familia a
echarla del hogar. Había quedado embarazada y sin novio. Una desgracia para esa
época. Se fue a vivir al pueblo con una tía vieja y loca que la mortificaba con
sus ataques de ira. Por el tiempo del pequeño que ya había nacido deduje que no
existía otra posibilidad de que fuera mi hijo. Me excusé con el pretexto de
hacer nuevos negocios y volví a Azara. Pregunté en el pueblo y di de inmediato
con ella. Me arrugó el alma verla convertida en una sombra de lo que era antes.
Descuidada por el trabajo y el abandono. Con sus ropas casi en harapos y su
pelo rubio desalineado, enmarañado y opaco. De una delgadez extrema, acunando a
su hijo en brazos, acunando a nuestro hijo… La abracé sin medir reparos y
llorando le pedí perdón. El pequeño era tan parecido a mí que no dudé ni por un
instante de que yo fuera su padre. ¿Cómo podía enmendar tanto daño ocasionado?
Imposible deshacer lo hecho. La realidad me tironeaba el alma y me impedía
decidir por lo correcto. ¿Qué era lo correcto? A Angélica le acababan de
diagnosticar un cáncer de útero y no podía abandonarla justo ahora. Ni tampoco
confesarle mi terrible pecado. La terminaría en poco tiempo esa verdad ingrata
e impensada. ¿Qué podía hacer? Me maldije de todas las formas que pude y
maldije también el momento en que amé a Fernanda. La desesperación me arrebató
el entendimiento y luché por sostener la razón a pesar del dolor de las
circunstancias. Entonces hice lo único que me quedaba por hacer. Alquilé un
pequeño departamentito interno en el que pudo crecer nuestro hijo y a través de
una mensualidad cubrí las mínimas
necesidades de él y su madre. Cada tanto viajaba, aduciendo algún pretexto de
índole comercial. Angélica no dudaba de mí en absoluto. Su confianza extrema me
dolía en el alma. Recurría a mil mentiras diferentes para justificar el dinero
que llevaba a Azara, los días de mi ausencia, los ininterrumpidos viajes a
Misiones.
El
tiempo pasó y, a pesar de que Fernanda conservaba en su corazón aquel amor puro
por mí, las circunstancias de la vida hicieron que un joven pueblerino se
interesara en ella. Él significaba dejar la soledad de los días sin mí. Un
apoyo económico mayor. Una protección diaria que yo no podía brindarle, un apellido
para su hijo. Lo charlamos mucho y alentada por mi opinión decidió juntarse con
el muchacho. Mi compromiso de seguir aportando económicamente dinero para el
niño siguió firme siempre. Nunca lo abandoné. A pesar de la llegada de sus
otros medio hermanos. Un día sonó el teléfono de casa y al atender, la voz de
Fernanda irrumpió por primera vez en mi hogar. Nuestro hijo ya tenía dieciocho
años. Se la notaba angustiada y nerviosa. Por lo que pude entender se había
desatado una fuerte pelea entre el chico y su padrastro, quien nunca lo aceptó
como un hijo y siempre lo despreciaba con un trato diferente al de sus hermanos y cargándolo de trabajo y
obligaciones extremas para alguien de su edad. Me pidió con desesperación que
lo ayudara. Que lo protegiera dándole un lugar y trabajo. Era la primera vez en
dieciocho años que Fernanda me pedía ayuda. Su congoja me estremeció y le
aseguré que me haría cargo del asunto. Tramité el viaje y organicé su llegada
como pude. Si bien Angélica había fallecido hacía unos años, el secreto de mi
hijo extramatrimonial había permanecido intacto. Ni tu madre, ni nadie
sospechaba siquiera sobre su posible existencia.
Leandro
llegó al campo en concepto de peón del Tano. Desconocía que yo fuera su padre.
Había sido muy pequeño cuando Fernanda se casó con el que era su padrastro y
ningún recuerdo guardaba de mí. Se hizo querer rápidamente por la familia.
Pero, luego de un tiempo de convivir con ellos, sucedió lo que nunca hubiera
tenido que pasar. Como una maldición del destino la historia volvía a repetirse
una vez más. Leandro e Isabel se habían enamorado. La fuerza de la juventud en su sangre pugnaba
contra cualquier obstáculo que se le
interpusiese en el camino de su corazón. Después de un año de ser su amante y
obnubilado por la necesidad de tenerla
sólo para él, Leandro le propuso a Isabel abandonarlo todo, todo por completo y
unirse a su destino. El alma de madre rechazó su proposición, a pesar del amor
que le profería. En una negación rotunda le aclaró que nunca jamás abandonaría
a sus hijos. Además, el Tano había significado mucho en su triste vida. La
había sacado de la miseria y el terrible padecimiento incestuoso al que su tío,
su único familiar, con quien vivía desde niña, la sometía. Ella no podía
pagarle de esa forma, dejándolo sólo con los niños. Presentía que el Tano
sospechaba de su infidelidad. Pero él manifestaba una actitud más bien pasiva,
como comprendiendo que era inevitable
que eso ocurriera dadas las diferencias de edad y su juventud. En
silencio, su esposo, aceptaba el hecho de que tal vez ella tuviera un romance
con aquel joven hermoso que manaba virilidad por los poros.
Loco
de celos, Leandro la tomó por los brazos increpándola. La locura de ese amor
correspondido a medias lo enajenaba por completo. Nunca se había sentido así de
amado, de deseado, de correspondido. Era su primera experiencia sexual con una
mujer, su primera experiencia de amor. Él, que nunca había sido demasiado
querido. Él, que debía aceptar los
tristes rechazos de su padrastro y también de su madre, quien para no
contrariar a su hombre le demostraba una indiferencia afectiva que lo
martirizaba. Ahora experimentaba por fin la gloria de ser amado. No iba a
renunciar a ello de ninguna manera, aunque le costara la vida. Isabel comenzó a
gritar temiendo que su ofuscación la pudiera poner en peligro a ella o a los
niños que corrían por la extensa galería. En un arrebato de cólera la tumbó al
suelo de una sacudida brusca y corrió hacia el mueble antiguo en busca de algo.
Isabel no entendía que era lo que le estaba sucediendo y entre sus sollozos le
propinaba una serie interminable de insultos y amenazas. Desilusionado, abatido
y sin las esperanzas que le habían hecho creer que la felicidad con Isabel era
posible, abrió con una llave que guardaba en su bolsillo el cajón secreto y
extrajo dos cartuchos sin pensarlo. La escopeta dormía contra la pared cercana
a la puerta de salida. Como previendo lo planeado por Leandro, Isabel se
levantó enérgicamente y corrió hacia ella tomándola entre sus manos para evitar
que mi hijo la agarrara. Leandro la
siguió, cegado por sus sentimientos antagónicos que habían desatado en él una
furia incontrolable y profiriendo amenazas contra ella le arrebató el arma. En
menos de un segundo colocó un cartucho y gritó con locura: “ Voy a matar a ese
hijo de puta que tiene derechos sobre vos, si no sos mía, no sos de nadie!!!!”
Atónita ante la situación que se había
trocado en ingobernable, Isabel emitió un alarido desgarrador. Tal vez, en una
milésima de segundos, se le hayan cruzado por su mente afligida y desconcertada
los niños, su esposo, su vida, la culpa de una muerte injusta y la complicidad
en la que se vería afectada por ser la amante de Leandro. Como eyectada por una
fuerza animal e irracional corrió desesperada hacia él intentando detenerlo. Mi
hijo se dio vuelta al oír los gritos inhumanos que salían de esa débil mujer,
envuelta en un halo de pánico y desesperación. Casi sin darse cuenta, Isabel le
estaba arrebatando el arma con furor. Su fuerza de hombre se lo impidió al
mismo tiempo que un tiro salía disparado, fruto del forcejeo feroz en el que se
encontraban.
El
estruendo del disparo lo atontó y lo devolvió a la dura realidad que veía.
Isabel desplomada en el suelo, mirándolo con ojos desorbitados, mientras los
pequeños lloraban desconsolados a sus pies. La sangre manaba del pecho en forma
insistente, tiñendo de un rojo brillante el viejo y deslucido piso. La
desesperación lo consumió de pronto. Su mente, casi adolescente, no podía
asumir la tragedia que había acabado de desatar y como un niño asustado sólo atinó a huir. Dejó el arma
entre las manos aún con vida de Isabel y se echó a correr por el monte de
árboles frente a la casa. Allí aguardó expectante hasta que vio llegar al Tano.
La fronda del lugar le proveía de un escondite seguro y ahí permaneció inmóvil,
como si fuera un simple espectador de una obra de teatro. Al rato observó que
el Tano se marchaba urgente con su caballo al galope y sin pausa regresó al
lugar en donde Isabel se debatía con la muerte. La miró sin expresión alguna,
hipnotizado por los hechos que se habían desencadenado sin querer. Con el
vestido que se desparramaba por el suelo alcanzó a limpiar las posibles huellas
dejadas en el arma. Prendida de un delgado hilo su vida, Isabel derramaba
lágrimas mudas y él alcanzó a ver sus labios moverse. Sin voltear atrás
nuevamente abandonó corriendo la casa refugiándose en el mismo escondite
funesto, plagado de leyendas, que le ofreció un lugar seguro esa noche. Pudo
ver llegar al Tano con el médico y conmigo detrás. Vio como procurábamos atender con urgencia a la pobre
chica en vano y cómo yo acercaba mi oreja hasta los labios de Isabel para
entender ese balbuceo continuo y persistente con el que trataba de decirme
algo. Algo que no hubiese querido escuchar nunca: “Fue Leandro”. Anonadado por
la declaración permanecí inmóvil ante el cuerpo inerte de Isabel que ya estaba
exhalando su espíritu. Miré discreto hacia todos lados y mi pensamiento corrió
a mil. Creo que fue un presagio o alguna extraña visión la que me otorgó la
certeza de que Leandro se hallaba escondido en el viejo monte de árboles. Luego
de llevar el cuerpo de Isabel hacia el hospital, volví, casi entrada la noche,
al campo. La Luna se asomaba indiscreta sobre un horizonte gris oscuro y teñía
los contornos de las cosas con su luz plateada. Tomé coraje y me acerqué al
monte. Me di cuenta de que Leandro se hallaba agazapado entre el follaje al oír
sus pasos presurosos por correrse hacia otro espacio diferente, como un
animalito asustado. Entonces lo llamé, sin gritar, sólo mencioné su nombre y le
expresé mi voluntad por ayudarlo. Fui tan convincente en mi discurso que tardé
escasos minutos para que el muchacho confiara en mí. Aparte, él siempre se
había sentido muy a gusto conmigo. Mi trato hacia él era deferente, amable,
rayando en la manifestación de un genuino cariño imposible de ocultar. Le había
conseguido el trabajo, el lugar para vivir, una paga buena para mantenerse.
Solíamos hablar mucho cada vez que visitaba el campo y nuestra relación era
casi especial. Leandro salió sigiloso de su escondite con sus ojos grandes de
pavor. Le hablé de protegerlo, de ocultarlo y de hacerme cargo de su huída. Sin
perder tiempo tomé el cortaplumas que llevaba siempre en mi bolsillo y le corté
la mano con la habilidad y rapidez de un cirujano experto, haciendo salir un
buen chorro de sangre fresca con el que rápidamente empapé su camisa. Le entregué un fajo de billetes que le
permitirían viajar y mantenerse por un tiempo más que prudencial y lo llevé
hacia la terminal de la ciudad de Santa Fe.
Luego de tres horas de viaje en el cual le
expliqué hacia dónde le convenía escaparse y le entregué ropa nueva, un bolso y
algo de comestibles para pasar las próximas horas, llegamos y compró pasajes
para un ómnibus que lo llevó directo a Brasil. Durante el camino, su
insistencia por conocer el por qué de mi proceder, de ampararlo en un crimen
horrendo que inculparía a gente inocente, hizo que al fin le confesara que él
era mi hijo. En esas tres horas le conté, en forma breve, la historia de amor
que había unido las vidas de su madre y la mía, el rechazo de sus abuelos, la
imposibilidad de poder vivir juntos, el secreto que guardaba sobre esto a mi
familia. Le confesé que, aunque en las sombras, siempre había velado por que
nada le faltara. Por su parte, Leandro me confió el desencadenamiento de los
hechos, desde su llegada al campo hasta el final trágico. Entonces recordé, de
pronto, el hecho de la llave del viejo mueble. Cuando se la entregué al Tano,
al arribar por primera vez a la casa, le expliqué del doble cajón secreto y de
la existencia de su única llave que entregué en sus manos.
_Acá
tenés un lugar bien seguro y confiable para esconder o guardar cosas y papeles
importantes_ recuerdo que le dije, casi en broma, aduciendo al escondite
extraño que ofrecía el mueble.
¿De dónde había sacado él esa segunda llave
con la que abrió el cajón secreto y sacó los cartuchos para activar el arma
asesina? El Tano se desesperaba diciendo, mientras los policías lo custodiaban
hacia la jefatura, que era imposible lo sucedido ya que la escopeta estaba
descargada y la llave se encontraba en su poder. El pobre hombre no se daba
cuenta de que se estaba poniendo él sólo las esposas de la cárcel a través de
su declaración.
_
¿Lo que no entiendo es cómo tenías la llave del mueble en el que el Tano
guardaba los cartuchos? Vos sabías bien que allí estaban porque él se encargaba
de tenerlos bien aislados de los chicos. Custodiaba el escondite con singular
recelo por miedo a un accidente. Recuerdo que siempre me decía “A las armas,
don Julio, las carga el hombre y las descarga el demonio. Él mismo se la mostró
al policía que lo detuvo, sin pensar que este acto lo convertiría en el asesino
de Isabel sin dudas.
La respuesta de Leandro me enturbió la vista.
Con cada palabra que pronunciaba, el asombro y el terror fueron ingresando
paulatinamente por mis sentidos llevando su consabida carga hasta mi mente, que
había intentado luchar contra toda clase de estupores y presiones durante las últimas
veinticuatro horas. Noté sequedad en mi boca. El desconcierto trataba de luchar
contra la razón y la incredulidad se apoderaba de mi conciencia.
_
Esta mañana_ comenzó a contarme Leandro_ cuando me dirigía a llevar a los
terneros hasta el corral, un hombre extraño salió del galpón viejo. Primero me
asustó mucho por su aspecto tan raro. Tenía una altura considerable para su
edad, que calculo era de unos setenta años, o tal vez más. Llevaba un pañuelo
de seda color rojo atado a su cuello, evitando que se le notara algo. Cuando me
habló se me heló la sangre. Emitía un sonido raro por la garganta que con su
dedo índice apretaba para que una voz dificultosa saliera. Pronunció muy despacio
unas palabras que apenas pude comprender.
Me pidió que le regresara la llave al Tano, que se la había olvidado en el bar
el día anterior. Me costó entenderlo, ya que era muy raro por el hecho de que
el Tano nunca se olvidaría de algo así. Me entregó la llave, se dio media
vuelta y se fue. La guardé en el bolsillo pensando entregársela al Tano. Ni
cuenta me di cuando se alejó. Lo raro es que no escuché ni ruido a motor, ni
galope de caballo. Al llegar a la casa vi a Isabel, estaba deslumbrante, con su
cabello renegrido, sus ojos brillantes y esa frescura en su sonrisa que me
volvía loco. Había meditado durante varios días lo que planeaba decirle y, en
ese mismo momento, un arrebato me impulsó a confesarle mi intención de
escaparme con ella, lejos de todo, para iniciar una vida juntos, solos, unidos
por esta pasión loca que me robaba la vida. Ilusionado con la idea de que ella
me aceptaría y herido atrozmente por su terrible rechazo, no pensé en nada.
Creo que entré en estado de shock por la angustia que me laceraba por dentro y
la bronca surgió de pronto. No recuerdo siquiera cuándo pensé en la llave que
tenía. Como autómata abrí el mueble y saqué los cartuchos en medio de un
descontrol que se adueñó de mi conciencia. El resto, ya se lo conté.
Me
di cuenta de lo que había sucedido realmente. De quien fue el verdadero
artífice de la tragedia que le costó la vida a la joven, que dejó a un hombre
marcado por el crimen y a otro encerrado de por vida en el infierno de algo más
que una cárcel, de una gran injusticia. Como si la venganza por la infidelidad
de Ramona no hubiese acabado con su muerte, como si una vez más debiera
sentenciar los pecados de un amor prohibido, aquella alma había regresado para
ajusticiar, nuevamente, a la infiel, como lo habría hecho aquella madrugada de
1928, en la que vengara el honor de su hijo.”
El atardecer caía
pincelando de rosa y violeta un horizonte amplio, mientras la escasa luz de los
últimos rayos de aquel sol de otoño me dejó observar el rostro perturbado de mi
abuelo. La emoción del relato, el cansancio que le ocasionaba su enfermedad, el
arrepentimiento por callar y ocultar el dolor de haber perdido definitivamente
a aquel hijo tan secreto como toda la verdad de su vida, marcaban aún más sobre
su rostro todos los años de una existencia llena de tristeza. Le tomé las
manchadas manos y sentí pasar por mis venas el sentimiento de dolor agudo que
lo aquejaba desde hacía tanto tiempo. El Tano había muerto tres años atrás y
creo que fue esto lo que terminó de causarle el origen de ese mal que lo estaba
carcomiendo por dentro. Un sentimiento de honda pena me inundó el alma. Miré la
casa, el bosque, el desvencijado mueble, el viejo galpón y la madreselva que
aún trepaba por los muros airosa. Desprendí de entre sus temblorosos dedos
aquellas llaves, que guardaban lo siniestro del hecho y en un acto reflejo, con
una fuerza increíble las arrojé lejos. Las vi desaparecer en el bosquecito,
tras un ruido a hojas sacudidas por el impacto de aquel proyectil. Llevé a mi
abuelo hasta el auto y emprendí el regreso al pueblo.
Mi abuelo murió a los
dos días. Como si la verdad, salida a la luz después de aquella confesión, le
otorgara la paz que desde hacía veinticinco años había perdido. Pero ahora era
yo la que tomaba esa terrible posta de mentiras suspendidas en el tiempo. Yo,
que debería seguir guardando bajo las llaves de un misterio increíble la
inocencia de aquel padre quien, para sus hijos, fue el asesino de su madre…
Roxana
Marisa Giavedoni
Escritora
Capitán Bermúdez –
Santa Fe