El 29 de diciembre de 1894, fallece en un
duelo de honor Lucio Vicente López.
Un poco de buena lectura de su libro “La gran aldea” (Costumbres bonaerenses – 1884).
A Miguel Cané,
mi amigo y camarada.
L.V.L.
Qu'on ait trouvé des personnalités dans
cette comédie, je n'en suis surpris: on trouve toujours des personnalités
dans les comédies de caractère comme on se découvre toujours des maladies
dans les livres de médecine.
La verité est que je n'ai pas plus visé un
individu qu'un salon; j'ai pris dans les salons et chez les individus les
traits dont j'ai fait mes types mais où voulaìt-on que je les prise?
(Le Monde ou l'on s'ennuie)
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Capítulo I
Dos años hacía que mi tío vivía en mi compañía cuando de pronto una
mañana al sentarnos a almorzar, me dijo:
-Sobrino, me caso...
Cualquiera creería que me dio la noticia con acento enérgico. ¡Muy lejos
de eso! Su voz fue, como siempre, suave e insinuante como un arrullo, pues mi
tío, aunque tenía el carácter del zorro, afectaba siempre la mansedumbre del
cordero.
¿Y qué tenía de particular que mi tío se casara? ¡Vaya si lo tenía!
Había cumplido los cincuenta y ocho años y apenas hacía dos que mi tía había
muerto. ¡Mi tía! ¡Ah, el corazón se me parte de pena al recordarla!... Una señora
feroz, hija de un mayor de caballería que había servido con Rauch, que había
heredado el carácter militar del padre, su fealdad proverbial, un gesto de
tigra, y una voz que, cuando resonaba en el histórico comedor de su casa hacía
estremecer a mi tío, y el temblor de la víctima transmitía el fluido pavoroso a
los platos y a las copas que se estremecían a su turno dentro de los aparadores
al recibir en sus cuerpos frágiles y acústicos el choque de la descarga de
terror conyugal.
Así se pasaban las cosas cuando mi tía Medea purificaba sobre la tierra
a su marido. El espanto dominaba toda la casa: los antiguos retratos al óleo de
sus antepasados, y hasta el del feroz mayor de caballería, tiritaban entre los
marcos dorados, y perdían la tiesura lineal y angulosa del pincel primitivo que
había inmortalizado aquellos absurdos artísticos; los muebles tomaban un
aspecto solemne, y parecían, por su alineación severa, la serie de los bancos
de los acusados; los relojes se paraban, los sirvientes ganaban los confines de
la casa; mi tío, que comenzaba por esbozar una súplica en su rostro de marido
hostigado durante veinticinco años, concluía por doblar el cuello y hundir su
barba en el pecho, ni más ni menos que una perdiz a la que un cazador brutal
descarga a boca de jarro los dos cañones de la escopeta. Las imprecaciones y
los gritos estentóreos de mi tía Medea se prolongaban hasta altas horas de la
noche; tenía unos pulmones dignos de alimentar el órgano monstruo de Albert
Hall; y sus iras inclementes y casi mitológicas, brotaban de sus labios como un
torrente de lava hablada, en medio de gesticulaciones y ademanes dignos de una
sibila que evacua sus furores tremendos.
Una mujer como mi tía tenía que ser, como fue, de una esterilidad a toda
prueba. Hasta los quince años yo tuve vehementes dudas sobre su sexo; aquel
retoño de los Atridas no dio fruto a pesar de mi tío.
Mi tío estaba lejos de ser un apóstol, pero era un santo.
El lado débil de mi tío era el amor, y esto explicará por qué es que a
los dos años de viudez acababa de declararme que se casaba. Mi tío era un
alfeñique delante de una mujer bonita. Decir que se derretía sería poco, se
revenía, se volvía una celda de miel. Al oír una voz juvenil brotando de una
garganta esbelta y alabastrina, al ver un cuerpo elástico y nervioso modelado
por los contornos de la carne viva y suave a la presión, mi tío, que era flaco
y alto como un junco de las islas, gemía involuntariamente como un arpa eólica,
y, no contento con saborear la estatua con los ojos, cedía, sin querer, el
brazo a los movimientos irrespetuosos de la electricidad animal y gustaba de
tocar el buen señor.
Convengamos en que el defecto era humano y no grave. Pero ved aquí cómo
dos pasiones contrarias, la cólera crónica de mi tía y la ternura amorosa de mi
tío, habían llegado poco a poco a constituir en él una segunda persona, en la
que se habían transformado todos los rasgos primitivos de su carácter. El buen
viejo había conservado toda su bondad, toda su mansedumbre; pero, perseguido,
acosado, estirado como un hilo elástico, por su mujer, se había enflaquecido
más de lo que había sido y había adquirido un tipo físico lógico, con su nuevo
carácter moral: una especie de Tartufo, pero no un Tartufo odioso y antipático,
sino por el contrario, y aunque esto parezca una paradoja, un Tartufo ingenuo y
cándido, a quien Orgón descubría en cada aventura por la falta de las grandes
cualidades jesuíticas que constituyen el carácter del más alto representante
del molierismo.
Así, mi tío, que turbaba de cuando en cuando la paz del servicio, sufría
siempre la desgracia que nadie sufre en este mundo; lo que no pasa jamás: que
los sirvientes lo delatasen a la señora. El regreso del paseíto después de
comer casi siempre lo colocaba en una situación crítica y zurda: o la manga de
la levita blanqueada por el contacto de las paredes humanas, o el perfume de un
ramo de jazmines, o lo inmoderado de un nudo de corbata poco defendido, o
cualquier otra causa, lo entregaban a las garras de la leona, y los celos de
Norma estallaban:
-¡Viejo libertino y sinvergüenza, inmoral, corrompido, sucio!...
-¡Pero Medea!...
-¡Silencio! ¡hombre sin pudor!... ¡habráse visto canalla igual!...
¡corriendo las calles de noche, echando cuchufletas a las sirvientas en las
puertas de calle! ¡Vea usted! ¡Esa manga denuncia al canalla! A ver, aunque no
quieras, te he de registrar el pecho... ¡Eh! ¿Qué se me importa que se te
arrugue la camisa? ¿Qué, no veo acaso al viejo calavera degradado en ese moño
indecoroso de la corbata?... ¡Un ramo de jazmines!... ¿Quién te ha dado ese
ramo? Di, hombre infame y malvado. ¿Quién te ha dado esa inmundicia? ¡Puf!...
¡huele a pachulí! Debe ser alguna guaranga, degradada como tú...
¡Esta me la has de pagar! ¡Ha de arder Troya! Usted ha manchado mi
familia y mi nombre, arrastrándolo por las últimas capas sociales. ¡El nombre
de los Berrotarán! Si mi padre viviera, ya te habría molido las costillas;
treinta años fue militar, y mi madre no tuvo jamás una queja. Véalo usted allí,
levante los ojos y pida usted perdón al autor de mis días... ¡marido depravado
y perverso!
Y Polión caía fulminado por los anatemas.
Así habían pasado los días del primer matrimonio de mi tío. El hacía in
petto grandes programas de enmienda: se creía un culpable, un malvado, pero
no podía con sus extravíos de ternura, y a fe que tenía razón: mi tía era
refractaria por índole y ror naturaleza a todo afecto íntimo, y sus caricias
debían ser, si alguna vez las hizo a alguien, como las manotadas de una
pantera.
Las impresiones que aquel hogar lleno de movimiento producían sobre mi
espíritu, eran múltiples y variadas. Mi tía Medea nunca dejaba de echarme en
cara que al morir mis padres me había recogido por favor y como un acto mil
veces más caritativo y recomendable que el de la hija de Faraón, salvando a
Moisés de la corriente del Nilo. Mi padre, hermano menor de mi tío, había
muerto joven, y mi madre al darme a luz. Ante la ley natural, a Dios gracias,
mi tía no podía exigirme parentesco.
En aquel lugar rancio y ridículo yo me había formado sin grandes
afecciones; había crecido lentamente como una planta exótica al lado de mi
pobre tío, que sin duda me quería, y que, no sabiéndose defender a sí mismo de
su terrible compañera, se guardaba por su parte muy bien de protegerme cuando
la brava señora la emprendía conmigo.
Lucio Vicente lópez