Debate anfibio
Por:
Ezequiel Adamovsky
¿De qué hablamos cuando hablamos
de populismo?
En
discusiones políticas y en los medios, el concepto “populismo” suele
mencionarse como una amenaza. Sin embargo no existen en el mundo movimientos
que así se autodefinan. El historiador Ezequiel Adamovsky hace un recorrido
cronológico sobre el término, arrancando en la Rusia de 1800, pasando por
América Latina e incluyendo el sentido positivo que le dio Ernesto Laclau.
¿Sirve una categoría que se le puede aplicar tanto a la coalición de izquierda
griega de Syriza como a sus enemigos del movimiento neonazi? Anfibia entra de
lleno en el debate académico: cree el autor, "como concepto para entender
la realidad, el populismo se ha extinguido".
Por todas partes
se habla del “populismo” en los debates políticos y en los medios. No hay día
en que no leamos columnas en la prensa norteamericana, europea o de América
Latina que nos adviertan sobre alguna amenaza “populista” en algún lado,
de Venezuela a Grecia, de España a Argentina. Incluso dentro de los Estados
Unidos se suele acusar a algunos políticos de ser “populistas”. Es como si
fuera una especie de plaga desconocida: está por todas partes y nadie puede
explicar del todo cómo se ha expandido tanto. ¿Pero qué quiere decir
“populismo”? ¿Existe realmente una “amenaza populista” que esté afectando a las
democracias de todo el planeta?
“Populismo” y el
adjetivo “populista” fueron términos académicos antes de transformarse en
expresiones de uso común. A su vez, como muchos otros conceptos académicos,
nacieron como parte de vocabularios políticos de algún país en concreto.
“Populismo” fue utilizado por primera vez hacia fines del siglo XIX para describir
un cierto tipo de movimientos políticos. El término apareció inicialmente en
Rusia en 1878 como Narodnichestvo, luego traducido como “populismo” a
otras lenguas europeas, para nombrar una fase del desarrollo del movimiento
socialista vernáculo. Como explicó el historiador Richard Pipes en un estudio
clásico, ese término se utilizó para describir la ola antiintelectualista de la
década de 1870 y la creencia según la cual los militantes socialistas tenían
que aprender del Pueblo, antes que pretender erigirse en sus guías. Pocos años
después los marxistas rusos comenzaron a utilizarlo con un sentido diferente y
peyorativo, para referirse a aquellos socialistas locales que pensaban que los
campesinos serían los principales sujetos de la revolución y que las comunas y
tradiciones rurales podrían utilizarse para construir a partir de ellas la
sociedad socialista del futuro. Así, en Rusia y en el movimiento socialista internacional,
“populismo” se utilizó para designar un tipo de movimiento progresivo, que
podía oponerse a las clases altas, pero –a diferencia del marxismo– se
identificaba con el campesinado y era nacionalista.
Aparentemente
sin conexión con el precedente ruso, “populismo” surgió también como término
político en los Estados Unidos luego de 1891, para referir al efímero People’s
Party (Partido del Pueblo) que surgió entonces, apoyado principalmente por los
granjeros pobres, de ideas progresistas y antielitistas. Tal como en Rusia, el
término también refirió allí a un movimiento rural y a una tendencia
antiintelectualista; utilizado por los oponentes del nuevo partido, también
adquirió de inmediato una connotación peyorativa. Como mostró Tim Houwen,
“populismo” permaneció como un vocablo poco utilizado hasta la década de 1950.
Sólo entonces fue adoptado por la academia –entre otros por el sociólogo Edward
Shils– aunque con un sentido completamente novedoso. En la formulación de
Shils, “populismo” no refería a un tipo de movimiento en particular, sino a una
ideología que podía encontrarse tanto en contextos urbanos como rurales y en
sociedades de todo tipo. “Populismo” para Shils, designaba “una ideología de
resentimiento contra un orden social impuesto por alguna clase dirigente de
antigua data, de la que supone que posee el monopolio del poder, la propiedad,
el abolengo o la cultura”. Como un fenómeno de múltiples caras, tal “populismo”
se manifestaba en una variedad de formas: el bolchevismo en Rusia, el nazismo
en Alemania, el Macartismo en Estados Unidos, etc. Movilizar los sentimientos
irracionales de las masas para ponerlas en contra de las élites: eso era el
populismo. En otras palabras, “populismo” pasó a ser el nombre para un conjunto
de fenómenos que se apartaban de la democracia liberal, cada uno a su modo.
En las décadas
de 1960 y 1970 otros académicos retomaron el término, en un sentido algo
diferente, aunque conectado con el anterior. Lo utilizaron para nombrar a un
conjunto de movimientos reformistas del Tercer Mundo, particularmente los
latinoamericanos como el peronismo en Argentina, el Varguismo en Brasil y el
Cardenismo en México. A pesar de que algunos de estos académicos valoraban
positivamente la expansión de nuevos derechos para las clases bajas que había
venido de la mano de estos movimientos, su tipo de liderazgo era el rasgo
distintivo: era personal antes que institucional, emotivo antes que racional,
unanimista antes que pluralista. En este sentido, se medían con la vara
implícita de las democracias “normales” (es decir, liberales) del Primer Mundo.
En eso, estos trabajos se conectaban con los de los académicos como Shils:
implícitamente compartían una mirada normativa sobre cómo se suponía que debían
ser y lucir las verdaderas democracias.
Así, en el mundo
académico el concepto de “populismo” mutó de un uso más restringido que refería
a los movimientos de campesinos o granjeros, a un uso más amplio para designar
un fenómeno ideológico y político más o menos ubicuo. Para la década de 1970
“populismo” podía aludir a tal o cual movimiento histórico en concreto, a un
tipo de régimen político, a un estilo de liderazgo o a una “ideología de
resentimiento” que amenazaba por todas partes a la democracia. En todos los
casos, el término tenía una connotación negativa.
Para
complicar incluso más las cosas, el filósofo post-marxista Ernesto Laclau
propuso un sentido más para nuestro término, completamente diferente a todos
los anteriores. La influyente obra de Laclau planteó la necesidad de reemplazar
la noción de “lucha de clases”, entendida como una oposición binaria
fundamental que se generaba por la propia naturaleza de la opresión de clases,
por la idea de que en la sociedad existe una pluralidad de antagonismos, tanto
económicos como de otros órdenes. En tal escenario, no puede darse por sentado
que todas las demandas democráticas y populares van a confluir como una opción
unificada contra la ideología del bloque dominante. El plano político tiene un
papel fundamental a la hora de “articular” esa diversidad de antagonismos. Y
los discursos aquí son fundamentales, ya que son ellos los que “articulan” las
demandas diversas, produciendo un Pueblo en oposición a la minoría de los
privilegiados. Así entendido, el Pueblo es un efecto de la apelación discursiva
que lo convoca, antes que un sujeto político pre-existente. En esta visión
política, la articulación de un Pueblo en oposición al bloque dominante, es
decir, el ordenamiento de una variedad de demandas en una oposición binaria, es
fundamental para la “radicalización de la democracia” (una expresión que, para
Laclau, tenía un sentido positivo). En uno de sus últimos trabajos, Sobre la
Razón Populista (2005), Laclau utilizó el término “populista” para nombrar ese
tipo particular de apelaciones políticas que recortaban un Pueblo en oposición
a las clases dominantes. “El populismo comienza –escribió– allí donde los
elementos popular-democráticos son presentados como una opción antagonista
contra la ideología del bloque dominante”. Pero en verdad esa etiqueta no era
indispensable. Laclau podría haber llamado al estilo específico de apelación
política que le interesaba de otro modo, por ejemplo, “popular-democráticas” o
alguna otra variante, en lugar de “populistas”. Pero el hecho es que decidió
llamar a eso “populismo”, con lo cual, contrariamente a los académicos del
pasado, le otorgó a ese término un sentido positivo. En su filosofía, el
“populismo” era el nombre de la necesaria y esperada “radicalización de la
democracia”. Como consecuencia de la propuesta teórica de Laclau, por primera
vez algunos referentes e intelectuales de ciertos movimientos políticos (por
caso el kirchnerismo en Argentina y Podemos en España) comenzaron a llamarse
“populistas” a sí mismos, desafiando de ese modo el sentido común según el cual
ser “populista” era algo malo. Y a su vez, eso alimentó a los liberales,
dándoles más motivos para creer que existe una “amenaza populista” acechando la
ciudadela de la democracia.
El
término “populismo” tenía entonces una dinámica expansiva ya en sus usos académicos.
Pero al volverse de uso común, especialmente en las últimas dos décadas, se
descontroló completamente. Casi cualquier cosas puede ser llamada “populismo”
en la prensa de hoy. “Populista” se ha vuelto una especie de acusación banal
que se lanza simplemente para desacreditar a cualquier cosa o adversario,
buscando asociarlo así con algo ilegal, corrupto, autoritario, demagógico,
vulgar o peligroso. Algunos gobiernos latinoamericanos que en los últimos
tiempos no se alinearon con Estados Unidos o con el FMI son por supuesto los
blancos preferidos. Venezuela, Nicaragua, Argentina, Bolivia, Paraguay, Ecuador
y Brasil son o han sido atacados por la amenaza “populista” que proyectan sobre
las democracias de la región. Y uno pensaría que ya entendió a qué se refiere
el término, pero entonces comprueba que también Silvio Berlusconi –que no era
ningún enemigo de los norteamericanos y mucho menos de los grandes empresarios–
era un “populista”. ¿Y por qué? Para la revista The Economist, porque su
gobierno se apoyaba en lazos de “patronazgo y corrupción” o, como otro
comentarista argumentó, porque Berlusconi hablaba “en el lenguaje del hombre
común de la calle”. Según el New York Times, en Europa es “populista”
cualquiera que quiera poner límites a la migración interna o sea euroescéptico;
con esos dos rasgos ya alcanza para ganarse el mote. El líder italiano Beppe
Grillo es por supuesto un “populista” ya que critica al establishment político
italiano. No importan las ideas que uno tenga en cualquier otro asunto: si uno
habla como la gente común, si critica a Estados Unidos, si tiene problemas con
el curso que está tomando la Unión Europea o con su establishment político
local, uno es un “populista”. Y no importa si se trata de un izquierdista
radicalizado o de alguien de extrema derecha. En Grecia, según nos informan,
Syriza es por supuesto “populista”. Pero también lo son sus enemigos del
movimiento neo-Nazi Amanecer Dorado. Las ideas de ambos grupos son totalmente
opuestas en todas y cada una de las maneras posibles, pero sin embargo ambos se
las arreglan para pertenecer a la misma familia política. Ambos son de “los
populistas”.
De toda esta
proliferación de significados, uno creería al menos entender que, comoquiera
que uno lo defina, el “populismo” es un fenómeno político. Pero sin embargo las
cosas no son tan sencillas. Porque economistas como Rudiger Dornbusch y otros
opinan que existe también un “populismo macroeconómico”, según el cual
son “populistas” aquellos que tienen una mirada económica que “prioriza el
crecimiento y la distribución del ingreso y no se preocupa suficientemente por
los riesgos de la inflación y del déficit en las finanzas, por las limitantes
externas y por las reacciones de los agentes económicos frente a políticas
agresivas que afectan el mercado”. Este “populismo macroeconómico” parecería
referir entonces a un tipo específico de políticas económicas. Y sin embargo,
en los debates recientes cualquier tipo de comentario o idea que no sea total y
completamente amigable hacia los empresarios recibe el mote de “populista”. La
Cámara de Comercio de los Estados Unidos declaró recientemente que son
“populistas” todos los que tratan de “eliminar el sistema de capital libre y
abierto.” A Obama se lo acusó de serlo sólo por decir que le gustaría que los
millonarios paguen un poquito más de impuestos. El Wall Street Journal
llamó “populista” a Hilary Clinton porque dijo que el Congreso debería
“enfocarse en la creación de empleo y en los ingresos de las familias de clase
media”. Eso era todo lo que el diario necesitaba escuchar. De hecho, para ese periódico,
la mera preocupación por el tema de la “desigualdad de ingresos” es
síntoma de la enfermedad del “populismo” (porque los ingresos de cada cual son
un asunto privado, claro).
Bien entonces. El
“populismo” es un fenómeno político y también económico. ¿Así sería?
Lamentablemente la saga continúa. Porque a todo lo anterior hay que agregar la
idea que presentó hace tiempo Jim McGuigan, adoptada luego por muchos otros,
según la cual existe también un “populismo cultural”, que sería aquél que
valoriza la cultura popular por sobre otras formas de cultura “seria”. Está
visto: el “populismo” ha penetrado todas las áreas de la vida social.
En todos estos
usos variados, “populismo” parece poco más que un latiguillo que busca dar
credibilidad conceptual a nociones más antiguas y menos sofisticadas, como
“demagogia”, “autoritarismo”, “nacionalismo” o “vulgaridad”. Se utiliza con
frecuencia simplemente para desacreditar ciertas ideas o decisiones de política
económica heterodoxas, asociando a las personas o gobiernos que las llevan
adelante a cosas desagradables, como el nazismo o la xenofobia. Para decirlo en
otras palabras, “populismo” es un término que mete en una misma bolsa cosas que
no pertenecen a un mismo conjunto y, al mismo tiempo, crea barreras mentales
que nos impiden comparar cosas que son perfectamente comparables. ¿Por qué se
agruparía bajo una misma etiqueta a los gobiernos sudamericanos que están
construyendo la UNASUR y que en general tienen leyes benignas para la
inmigración, con los xenófobos y racistas de la derecha euroescéptica? ¿Por qué
aplicar impuestos a los ricos es “populismo” si lo hace un gobierno latinoamericano,
pero sólo una medida “socialdemócrata” si lo hace Noruega? ¿Por qué las medidas
económicas de Perón eran “populistas” pero el New Deal de Roosevelt –en el que
Perón se inspiró– era apenas “keynesiano”? ¿Así que la corrupción y el
patronazgo son rasgos populistas? ¿Entonces por qué en España lo son los
muchachos de Podemos, pero no los corruptísimos del Partido Popular? Suele
asociarse a Argentina con Venezuela como dos formas extremas de “populismo”.
Pero en realidad, en términos de estilos políticos, arreglos institucionales y
políticas concretas, el gobierno kirchnerista se parece más al del Frente
Amplio uruguayo que al de Maduro. ¿Por qué entonces rara vez se dice que
Uruguay forma parte de la “amenaza populista”? No hay motivo concreto, como no
sea el hecho de que Uruguay continúa siendo un país amigable para los
norteamericanos.
“Populismo”
se ha convertido en un término de combate profundamente ideologizado. Su valor
como concepto para entender la realidad, si alguna vez lo tuvo, se ha
extinguido. En los usos actuales, puede referir a una familia de ideologías, a
una variedad de movimientos políticos, a un tipo de régimen, a un estilo de
gobierno, a un modelo económico, a una estética o a un tipo particular de
apelación política. Todo eso mezclado y sin ninguna claridad analítica.
“Populismo” funciona obviamente como término peyorativo, orientado a
desacreditar a quienes se lo aplica. Pero más importante que eso: se supone que
las categorías con vocación taxonómica deben agrupar fenómenos sociales
similares para hacerlos más comprensibles. No hay nada malo en ello –de hecho
es algo fundamental –, pero a condición de que se agrupe a los fenómenos según
los rasgos propios que posean. Como categoría taxonómica, “populismo” hace
exactamente lo contrario. El único rasgo que comparten todos los fenómenos que
son catalogados con esa etiqueta no es algo que son, sino algo que no
son. Se los agrupa no por sus rasgos en común, sino simplemente porque
ninguno de ellos (cada uno a su modo y por motivos diferentes) se corresponde
con el tipo de movimientos, estilos, políticos o políticas que los liberales
occidentales tienen a apreciar. En los debates actuales, “populismo” significa
no mucho más que ser amistoso con la clase baja –sea en términos de
políticas concretas o simplemente de manera discursiva– o tomar medidas (o
tener “estilos”) que desagradan a las élites políticas, económicas o
culturales. Porque, supongamos por un momento que manifestar cercanía
hacia la clase baja fuera algo que se aparta de los ideales de las democracias
“normales”, esto es, las que supuestamente dejan que el “pluralismo” oriente
una negociación cordial de todos los intereses sociales, sin preferencia por
ninguno. Y supongamos que tal desviación fuera tan importante que requiriera
todo un concepto para nombrarla: no es “democracia” sino “populismo”. Aceptemos
todo eso por un momento. ¿Cómo es entonces que no hay un concepto, una
taxonomía específica, para nombrar la desviación opuesta, es decir, las ideas,
actitudes, estilos o políticas que manifiestan cercanía con las clases altas y
producen desagrado a las clases bajas? ¿Cómo es que tal apartamiento del ideal
del pluralismo es simplemente una de las variantes aceptables de la democracia
y no reclama una etiqueta especial que nos advierta sobre el peligro que
implican? En la ausencia de respuesta a esas preguntas, la pretensión normativa
del concepto de “populismo” queda perfectamente clara.
Lo que
quiero decir, en resumidas cuentas, es que “el populismo” no existe. No hay
ninguna “amenaza populista” al acecho de nuestras democracias. De hecho, no hay
una sino varias amenazas que pesan sobre la vida democrática. Y también existen
varios modelos de democracia posibles. “Populismo” nos hace creer que este
escenario complejo de múltiples opciones y diversos peligros en verdad es
sencillo. Se trataría de un escenario dividido en dos campos claramente distinguibles:
por un lado la democracia liberal (la única que merece ser llamada
“democracia”) y por el otro la presencia fantasmal de todo lo que no se
corresponde con ese ideal y, por ello, debe rechazarse de plano. En otras
palabras, “populismo” nos invita a cerrar filas alrededor de la democracia
liberal (es decir, una democracia de alcances limitados tal como gusta a los
liberales) para combatir a un solo monstruo compuesto por todo lo demás, en
cuyo cuerpo indiscernible conviven neonazis, keynesianos, caudillos
latinoamericanos, socialistas, charlatanes, anticapitalistas, corruptos,
nacionalistas y cualquier otra cosa sospechosa. Y el problema es que esa forma
de razonamiento nos impide ver dos hechos fundamentales. Primero, que dentro de
esa masa de elementos “populistas” hay algunos que definitivamente son una
amenaza a la democracia, pero también ideas, experimentos políticos y
organizaciones que tienen el potencial de ofrecer formas mejores y más
sustantivas de democracia para las sociedades modernas. Y segundo, que el
propio liberalismo, con sus valores individualistas, su ethos productivista y
su compromiso irrestricto con los intereses de los empresarios es, de hecho,
una de las mayores amenazas que corroen las democracias actuales.
Fuente: Revista
Anfibia