Cuando
hay notas culturales y/o literarias en los diarios nacionales como esta, no es imposible
de quererla compartir en su difusión:
Abelardo Castillo "No
sé cómo se revierte que un chico se acostumbre a leer 140 caracteres"
ENTREVISTA. A los 79, el gran cuentista rescata a autores olvidados, elige novelas
imprescindibles y cree tener un truco para que los chicos lean más.
Kafka y Van Gogh
se miran desafiantes, desde retratos enfrentados en lo alto de la habitación.
Abajo hay un rifle, quizá sea el arma que defina el duelo. Sartre y Poe se
hacen anchos en la biblioteca. No se empujan, pero tampoco ceden lugar. A
metros hay un ajedrez, tal vez de noche se escapen de esos lomos cuadrados y
disputen la partida. En la casa de Abelardo Castillo, la ficción brota de las
paredes.
Hay un
escarabajo egipcio, que en la mitología era amuleto de vida y poder, pero en
Balvanera trabaja de pisapapeles. Se ven llaves de hierro oxidado, de una celda
o de un reino, un tratado de pintura de Leonardo da Vinci, la Revolución
Francesa en tres tomos y la foto de un abrazo entre Castillo y la escritora
Sylvia Iparaguirre, su mujer, sonriente en el marco y sonriente cuando entra en
escena, con una pregunta que devuelve realidad: “¿Quieren café?”.
A los 79 años,
Castillo acaba de ser distinguido con el Konex de Brillante, un premio que
recibieron Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Héctor Tizón y Ricardo
Piglia. El motivo es su obra, pero a ese camino de cuentista, dramaturgo y
narrador se suma una razón subyacente: Castillo mejora las lecturas de los
argentinos, no sólo por lo que escribe, sino por los libros que recomienda, los
que defiende de los prejuicios y los que busca rescatar del olvido.
Llega el café.
Silencio de Kafka, Van Gogh, Sartre y Poe. Castillo, boxeador diletante, tira
un derechazo: “Oscar Wilde decía que, en un reportaje, lo único que no importa
son las preguntas”. El periodista de Viva siente el impacto, pero no se va a
rendir así nomas.-
Empecemos por
el principio, ¿por qué su rechazo a la letra A?
No sé, desde que
empecé a escribir a máquina, siempre tuve una gran resistencia a empezar los
párrafos con la letra A. También pensé que era una locura inédita y personal
hasta que leí que Kafka detestaba la letra K, la letra de su apellido. Lo leí
en sus diarios y ahí pensé: “Yo detesto evidentemente la letra de mi nombre” y
algo tiene que ver, que no pienso resolver psicoanalíticamente, pero me molesta
mucho empezar los párrafos con la letra A.-
Alumnos de su
taller cuentan que usted los ayuda a construir una “familia literaria”, un
universo propio de lecturas para apuntalar la escritura. ¿Cómo se da esa
construcción?
Yo llamo
“familia literaria” a aquellos libros que cada autor debe sentir como
esenciales para él, vale decir que mi familia literaria no es necesariamente la
tuya ni la de Sylvia. Cada uno construye la suya. El consejo que doy es que
lean al autor que les gusta, las autobiografías; los diarios, si los tiene,
como en el caso de Kafka, André Gide, Léon Bloy; y sobre todo que se fijen en
aquellos autores que cita ese autor. Si uno lee a Hermann Hesse y siente que es
un “padre espiritual, un abuelo espiritual”, bueno, fíjense los autores que
fascinan a Hesse y ahí se va a encontrar con Hölderlin, Novalis, Nietzsche, e
incluso con músicos como Mozart y con músicos no wagnerianos. Todo esto crea
una familia espiritual que, a la larga, es sin duda la única familia con la que
puede dialogar un escritor. Y no implica el rechazo de aquellos escritores no
vinculados a esa lectura.-
¿Cómo un
chico sin biblioteca en su casa infantil se convierte en constructor de este
“castillo” de libros, leídos o escritos, que es su vida?
Nunca lo supe.
Atribuyo mi vinculación profunda con la lectura al Colegio Salesiano Wilfrid
Barón de Ramos Mejía: había un lugar que se llamaba ‘el estudio’, donde uno
podía leer. No necesitabas estudiar, podías leer cualquier libro de la
biblioteca. Ahí me acostumbré al silencio y a la lectura. En ese lugar pongo mi
iniciación como lector, aunque mi relación con la lectura es previa: cuando
entré a primer grado ya sabía leer. Siempre me fascinaron los libros como
objeto. No había visto en mi vida una biblioteca pero quería tener una, con
esos libros de lomo ancho de pie.-
Si un libro
es una caja mágica que contiene una historia, ¿cómo hacer para contagiar a un
chico de hoy, acechado por las tecnologías, con “la felicidad de la lectura”,
como decía Borges?
Creo que cada
día es más difícil, sobre todo porque la atención de los chicos es cada vez
menor y una de las razones es internet. El chico se acostumbra en ciertas redes
sociales a no leer más de 140 caracteres y no sé cómo se revierte eso. Tampoco
saben las tablas y yo creo que el uso de la memoria es esencial, no para la
formación cultural de un hombre, sino para su formación total como ser humano.
Si no recordáramos lo que hicimos ayer o el año pasado habríamos perdido la
cadena que constituye nuestro ser. Y hoy la memoria está totalmente
desvalorizada. Además, cada vez se utiliza menos, porque cuando uno busca algo,
va a internet. Schopenhauer recomendaba tratar de recordar un dato antes que ir
a buscarlo. Yendo a la pregunta, y tomándola un poco en broma, tengo una
metodología para que los chicos lean, que es prohibirles la lectura, ponerles
los libros que querés que lean en estantes inalcanzables y decirles: ‘De acá
para allá no leas nada’. Entonces, obligarlos a querer saber qué hay ahí tan
prohibido. Más que facilitarle la lectura, dificultársela, ja, ja...
probablemente la curiosidad los lleve a leer, aunque tengan que subirse a una
escalera.-
¿Cómo llegan
a sus manos Sandokán, el Quijote y La guerra y la paz... y cuánto hay en
usted de pirata, caballero hidalgo, emperador, luchador social?
Sandokán era la
lectura obligada de los chicos de 8 a 11 años de mi época de cierto nivel
cultural, que no quiere decir nivel económico. Fue esencial no sólo como
aventura, sino ideológicamente, porque Sandokán no es cualquier pirata: es un
príncipe malayo al que lo ingleses le han robado su principado, un hombre que
está peleando contra el imperio. Y eso formó en mí un concepto de la ética que
no he perdido. Una de las cosas que me impresionó es la amistad de Sandokán con
Yáñez, que estaba más cerca de nosotros porque era latino. No fue una amistad
ridícula como sería hoy la de Batman y Robin, sino la amistad de dos hombres
muy valerosos que se respetaban mucho y que estaban tratando de recuperar lo
que les pertenecía. El Quijote me llegó en el secundario. Tuve un gran profesor
de Literatura, Rodolfo Contastín, que de alguna manera me enseñó todo lo que
sé. No daba el Quijote como lectura obligatoria. Un día dijo que si alguno lo
quería leer, que lo hiciera solo, y eso me hizo reaccionar. Lo leí en segundo o
en tercer año. De ahí creo que viene mi teoría del libro escondido. La guerra y
la paz era casi una obligación ética en la época en que la leí, cuando tenía veintipico.
Ya había leído a innumerables autores que hablaban de ese libro como uno de los
más grande que ha dado la literatura. Fue mi iniciación en la literatura desde
la literatura.-
Medido en
kilómetros, o en páginas, ¿qué extensión alcanzó ya el diario que escribe desde
hace 61 años?
Sigo
escribiéndolo, hace dos o tres días escribí. Ya se publicaron las primeras 600
páginas y debe haber 2.000 en total. El diario que viene terminaría en 2005 o
2006 y de ahí ya no lo público más, porque he advertido que el hecho de
publicar el diario me impedía escribirlo con naturalidad. Así que iremos hasta
que cumplí 70 años, o hasta que salió el libro de cuentos El espejo que
tiembla. Todo lo demás no sé, lo tiraré, lo quemaré, pero lo escribo como lo
empecé: para mí.-
Fue nadador,
ajedrecista de alta intensidad, remero. Lo que nunca imaginó era que un día iba
a tener que ejercer como torero en Olavarría...
Lo cuento en el
diario: estuve enfrentado cara a cara con un toro que me obligó a huir
vergonzosamente, así que volví al día siguiente para tener mi enfrentamiento
personal con ese mismo toro, como una especie de venganza. Fue en 1956, cuando
estaba haciendo el Servicio Militar. Por suerte, el que huyó en el momento
crucial fue el toro.-
Usted
sostiene que la literatura es el arte de los pueblos pobres, pues alcanza un
lápiz y un papel para encararlo.
Y sí, porque
para cualquier otra cosa se necesita dinero, para jugar al tenis, para sacar
fotografías, para hacer música, porque necesitás un piano, un violín, aunque
sea un flautín. En cambio, para escribir una novela no necesitás más que un
lápiz y un bloc de hojas.-
Arlt, Borges
y Marechal conforman, para usted, la Santísima Trinidad de la literatura
argentina. ¿A qué escritores jovenes recomendaría?
No conozco tanto
a los jóvenes-jóvenes. La última joven que conozco es Samanta Schweblin, que me
parece una notable narradora. Podría hablar de Pablo Ramos, de Juan Forn, de
Gonzalo Garcés, pero deben tener de 40 años para arriba, ya son escritores
mayores. En mi generación se llamaba joven a alguien que tenía entre 20 y 30
años. Cuando Liliana Heker y Ricardo Piglia publicaron su primer libro tenían
23 años. Sin hablar de Neruda, que antes de los 20 ya había escrito Veinte
poemas de amor y una canción desesperada.-
Reivindica a
Mujica Láinez, pero considera que ha sido uno de los olvidados. ¿Quiénes más
han sido olvidados?
Un número
considerable de escritores, que debería avergonzarnos. ¿Quién recuerda hoy que
Benito Lynch era uno de los más grandes escritores argentinos? ¿Quién recuerda
a Arturo Cancela, antecedente de Bioy Casares y Cortázar? ¿Quién recuerda a
Pedroni, uno de los grandes poetas argentinos? Y podría seguir, Banchs, las
desmemorias grandes, y pronto va a pasar con Juan José Manauta, un escritor
como Kordon. Fueron escritores muy considerables. En broma, Sabato decía que
acá, para ser un gran hombre, tenías que dejar de serlo, es decir, tenías que
morirte, pero yo creo que ni siquiera eso es cierto: hoy la muerte barre con
todo. El problema es que es tan difícil conseguir los libros que los chicos no
pueden leer a esos autores. Por eso hay que leer las grandes novelas
argentinas, entre las que pongo Los siete locos, de Roberto Arlt; Historia
funambulesca del profesor Landormy, de Cancela; La casa, de Mujica Láinez; La
invención de Morel, de Bioy Casares; Sobre héroes y tumbas, de Sabato; Adán
Buenosayres, de Leopoldo Marechal; Rayuela, de Julio Cortázar; y El inglés de
los huesos”, de Benito Lynch.-
Por Martín Bonetto
Fuente: http://www.clarin.com/viva/Revista_Viva-Abelardo_Castillo-libros-Twitter_0_1258074427.html