Silvina
Ocampo & Adolfo Bioy Casares: extraña pareja
Ella
le llevaba once años, y desde que lo vio por primera vez, vestido de blanco,
apuesto y hermoso como un dios, ya no pudo dejar de pensar en él. Se casaron y
formaron una pareja particular. Ella, extraña y celosa, perdonaba todas las
infidelidades de un hombre que, a pesar de todo, la adoraba.
Siempre tiene frío. Esta noche, para sentarse
a la mesa se volverá a envolver en su tapado de piel de tigre. Ha mandado
encender la calefacción, pero no demasiado. Para qué andar gastando; cuanto
menos tenga que abrir las bolsas de plástico llenas de plata guardadas en el
ropero, mejor será.
Desde la muerte de Marta, su mujer, el padre de Adolfito
vive con ellos. Cada día, al regresar de su bufete de abogado, se cambia de
arriba abajo para pasar al comedor, se sienta ceremoniosamente en el lugar
indicado y come mirando el plato, esquivándole a ella la mirada y sin sumarse a
las risas de Adolfito y de Borges: Georgie. Por suerte para ella vendrán los
Pepes; Pepe Bianco, el escritor, y Pepe Fernández, el muchachito risueño
que toca el piano, el amigo de Wilcock. A los Pepes y a Johnny (para ellos
Wilcock siempre será Johnny) los hace venir para alivianar el aire, para no
estar aislada; su suegro por su lado, Adolfito con Georgie por el suyo, y ella,
sola.
Nada ha cambiado desde que era la hermana feúcha, la
menorcita aplastada bajo el peso de las otras: Victoria, la brillante; Rosa,
Pancha y Angélica, con su fama de ser la más inteligente de las cinco (la sexta
ha muerto hace tiempo). Salvo Victoria, que reina majestuosa en San Isidro, sus
hermanas siguen viviendo cerca, cada una en su piso, y ella arrinconada en el
suyo. La calle Posadas prolonga la casa natal de la calle Viamonte. A falta de
lugar en la banda poderosa de sus hermanas, Silvina siempre ha andado
escabulléndose por los rincones, espiando, curioseando a los pobres, a los
raros.
Ahora podría compartir las rarezas de Georgie y Adolfito,
pero algo en ella se resiste a divertirse igual. Sus rarezas no son las mismas.
Anoche se han reído juntos los dos durante toda la comida, imaginando colores
cambiados. "¿Y si el cielo fuera verde?", decía Georgie. Ja, ja.
"¿Y si el pasto fuera violeta?", decía Adolfito. Ja, ja, ja. En ese
momento, hasta la seriedad inabordable del suegro le ha resultado más afín que
esos chistes de nenes genios.
El suegro a ella no la quiere. Primero no la quiso por su
amistad con Marta, demasiado íntima para su gusto. Pero el colmo para él fue
asistir impotente al casamiento de su hijo, bellísimo, talentosísimo,
riquísimo, con la feaza de los Ocampo, que tenía tanta plata como él, pero que
le llevaba sus buenos años (las respectivas fechas de nacimiento, 1903, 1914,
aún le suenan a insulto). Silvina no podrá hacerlo abuelo. La concentrada y
oscura bronca ni siquiera se le calmará cuando Adolfito y Silvina viajen a Pau,
Francia, para buscar a Marta, la hija.
Se estremece sin pausa, tal vez de miedo. Esa tarde ha visto
a Alejandra, la poeta. Alejandra Pizarnik. Con Alejandra se ríe, pero comparte
sobre todo el temblor. Ella también es una criatura feíta y abandonada. Por eso
la ama: otra nena genial, pero habitante de una región profunda que no acepta
risitas de niños bien. No es que Alejandra sea compungida ni solemne, es que
sus enigmas no son un juego. Los de ella tampoco. Enigmas espeluznantes de
verdad, porque rozan la muerte: ¿qué son los cuentos de Silvina sino pequeños
sepulcros adornados con plumas y piedritas, ritualesÛ de niña mala que ha
matado un insecto y le rinde honores?
La primera vez que lo vio, en 1933, en casa de Marta,
Adolfito llevaba una raqueta de tenis. Su belleza le resultó una puñalada. A
ella le bastó verlo para sentirse desesperada de celos. Pero algo había en él
peor que su hermosura: sus ojos hundidos bajo unas cejas despeinadas por un
viento invisible revelaban su desamparo. Silvina en eso no era diferente de
cualquier otra mujer: podía resistirse a la salud, a la fuerza; al desamparo no.
Por lo demás, en ese rostro tan fino se anunciaba un rasgo futuro, al que
tampoco se resiste ninguna mujer: con el tiempo, a ambos lados de la boca, los
músculos se le dibujarán con nitidez, labrándole dos surcos que no aludirán a
vejez, sino a virilidad. Poco tiempo después, el muchacho estatuario publicaba
La invención de Morel.
Le propuso casamiento siete años más tarde. Ella se
preguntó por qué razón la elegía, elegante, graciosa, creativa y Ocampo, pero
madura, nada linda y de una sexualidad incierta. Sospechó que la elegía por
razones literarias y, más oscuramente, para acercarse a su madre por caminos
oblicuos. Después ya no se preguntó más nada: Adolfito y Silvina se
convirtieron en ese monstruo de dos cabezas llamado pareja. Aunque cada uno de los
dos existió por separado -él con su guirnalda de amores, ella también
enguirnaldada pero menos, apartada y secreta, jugando a las escondidas, como
siempre-, los dos existieron en conjunto. En la pareja de Silvina y Adolfito
cabían muchos. No por eso dejaban de ser la criatura bifronte denominada los
Bioy.
Silvina sabe todo, acepta todo y se calla, pero tiembla sin
pausa. Tiene terror de las noches en las que él tarda en llegar. Para espiarlo,
pone una silla delante de la puerta. El correrá la silla al abrir, y ella al
oír el ruido se volverá a la cama a hacerse la dormida. Sentirse
ridícula no disminuye la quemazón de la rabia.
Quizá Georgie tenga razón cuando dice: "Yo
sospecho que para Silvina Ocampo, Silvina Ocampo es una de las tantas personas
con las que tiene que alternar durante su residencia en la Tierra". Nadie
podrá afirmar nunca cómo es Silvina; a lo sumo podrán preguntar: ¿cuál de
ellas? Algunas Silvinas, por desgracia, se reconocen entre sí: la que al ver a
Adolfo Bioy Casares con su raqueta de tenis sintióque su belleza la apuñalaba
es la misma que por las noches espera su regreso, temiendo que alguien esta vez
consiga retenerlo y ella lo pierda.
Su cuarto está caldeado, pero se estremece como nunca.
Puede entenderlo todo, hasta que Adolfito la traicione con su propia
sobrina. Pero no hay adivino que no tiemble, y Silvina adivina lo que vendrá.
Como si ya intuyera el peligro que representará para ella el amor de Adolfito
por Elena Garro. La mujer de Octavio Paz, excelente autora de cuentos fantásticos,
escribirá una novela titulada Recuerdos del porvenir. Silvina siempre ha tenido
recuerdos del porvenir. Ahora cree recordar un futuro en el que Adolfito se
habrá ido con la escritora mexicana, y entonces mete la cabeza entre sus pieles
de fiera frágil.
Si por lo menos Adolfito y ella hubieran continuado
escribiendo de a dos. Si ella le hubiera demostrado que su guirnalda podía ser
de mujeres, pero jamás de escritoras. Si ambos se hubieran convertido en otro
monstruo de dos cabezas, pero esta vez literario: un Bustos Domecq formado por
ambos Bioy. Al principio lo ha intentado: en 1946, Silvina ha escrito con
Adolfito una novela policial de título elocuente, Los que aman odian. Ha sido
una parodia, porque está escrita en broma, y porque Silvina se ha esforzado en
adaptarse a los misterios de Bioy, que se resuelven gracias a una trama
rigurosamente controlada, mientras que los de Silvina quedan flotando.
Imposible competir con Georgie en ese terreno; la complicidad literaria ya no
ha sido con ella, sino con él. ¿Pero entonces a ella qué terreno le queda,
salvo escribir lo suyo en soledad?
Esa noche de 1954, Silvina entra en el comedor envuelta en
sus tigres, como una actriz adulada que en el fondo se muere de timidez. El
suegro, Georgie, los Pepes y Adolfito la esperan desde hace rato. Se levantan,
corteses. El cocinero de toca y el maître d'hôtel de guante blanco que presenta
la bandeja se han esmerado: el soufflé está en su punto, la comida transcurre
como siempre, ritual inamovible en el que Georgie y Adolfito comparten ese
sentido del humor que a ella la cansa. Como siempre también, después del último
bocado el suegro se despide y Adolfito se retira con Georgie al salón del café.
Los Pepes la rodean inquietos. Son los únicos que se han dado cuenta de su
inusual palidez. Silvina cae desvanecida. Hay corridas y gritos; Adolfito se
asoma con la cara desencajada. Se la llevan alzada, llaman a un médico que
diagnostica meningitis. Abrazado a sus amigos, Adolfito llora como un chico
repitiendo: "Pero yo qué voy a hacer si Silvina se va, qué voy a
hacer sin Silvina". Ella no puede oírlo. Si lo oyera entendería que su
marido nunca se irá, porque sencillamente la adora.
Poco tiempo después viajaron a Pau para buscar a la nena,
Marta, nacida tres meses antes. Un viaje del que Silvina regresaría convertida
en madre legal. Cosa inesperada, la hija de Adolfito con esa presunta costurera
que cumplió con su pacto de hacer mutis por el foro, a Silvina se le metió en
el alma. (Cuando con el tiempo lleguen los nietos, Florencio, Lucila y
Victoria, se mostrará igual de cariñosa). Nadie la había creído capaz de
sentimientos maternales, ni siquiera ella misma, y sin embargo sí, los tuvo. Al
principio lo hizo por Adolfito: él deseaba hijos y le rogó que hiciera de madre
de este bebé. Después lo hizo porque Martita le cayó bien. Descubrió el placer
de celebrarle los cumpleaños, de llevarla al Zoológico. Y se rió durante años
del día en que enfrentó a la beba por primera vez. Estaba colorada hasta las
orejas y, de puro nerviosa, dijo la primera zoncera que se le ocurrió:
"Qué naricita más chica tiene, ¿no será homosexual?" "No -le
contestó Adolfito, muy serio, como si la pregunta le pareciera de lo más
atinada-; es que es ñatita".
Extraña Silvina. Extraña relación de pareja que no se
pareció a ninguna, pero que lejos de ser una tranquila amistad fue un agitado
amor.
Silvina Ocampo murió en 1994. Veinte días después de su
muerte, su hija Marta murió atropellada por un automóvil. Bioy Casares las
sobrevivió cinco años. Finalmente, había sido Silvina la que lo había
abandonado a él. Cuando se hizo evidente que ella se tropezaba con las cosas,
con las ideas, él contrató a unas cuidadoras encargadas de vigilarla. De
creerle a su mucama Jovita, testigo de una de las Silvinas que compusieron a
Silvina, la anciana señora no se lo perdonó. Nunca más volvió a hablarle.
Arrodillado ante ella, el viejo señor le suplicaba llorando como un chico,
igual que en 1954: "Silvinita, por favor, contéstame, dame un
beso, Silvinita, no me dejes aquí". Ella le daba vuelta la cara, por
una vez de viaje sin él.
Por
Alicia Dujovne Ortiz
Fuente: Diario La
Nación (Domingo 6 de febrero de 2005)
http://www.lanacion.com.ar/676245-silvina-ocampo-adolfo-bioy-casares-extrana-pareja
Ilustración de Huadi.